10/30/2013 por Marcelo Paz Soldan
Comentario de Rocha Monroy a Muerta ciudad viva, lo nuevo de Ferrufino-Coqueugniot

Comentario de Rocha Monroy a Muerta ciudad viva, lo nuevo de Ferrufino-Coqueugniot

Muerta ciudad viva

Muerta ciudad vida
Por Ramón Rocha Monroy

Muerta ciudad viva (Editorial El País) es el título de la novela más reciente de Claudio Ferrufino Coqueugniot, uno de los escritores más representativos de Cochabamba y de Bolivia.
La he leído con urgencia, como leo la obra literaria de Claudio, y me ha parecido que pertenece a esa novela incesante que es toda su creación narrativa, porque en ella hay, como en pocos casos, una continuidad asombrosa de alguien que vivió, sintió y pensó con intensidad desde su niñez.
Como contraste, alguna vez Paulovich dijo de este servidor que tenía cara de buenito. Yo entendí cara de cojudo, como la que se atribuye a los sordos, que sonríen sin entender nada mientras los ciegos tienen cara de avispados, porque viven alerta. Claudio no es así. Sus ojillos tienen una mirada penetrante y astuta. Su físico no te lleva a engaños, pues enfrentarse a él debe ser azaroso. Su sonrisa y su risa tan escasa son socarronas, su aguante alcohólico es legendario y es difícil calcular qué está pensando porque es hombre que vive en guardia.
Tenemos muchos amigos en común pero incluso compartimos una habitación en un psiquiátrico y no nos dirigimos la palabra. Sin embargo, siempre lo leí con entusiasmo y cuando ganó el Premio Casa de las Américas lo enlacé a Editorial El País para que publicara su libro en Bolivia porque sabía qué estaba recomendando. Un hombre de vida tan dura en los Estados Unidos, como la del personaje central de El Exilio Voluntario tiene en Muerta ciudad viva una visión descarnada, desilusionada y escéptica del país y de la ciudad de donde somos oriundos. Yo me había acostumbrado a la imagen festiva que mi carnal Alfredo Medrano y los habitués de El Tornillo teníamos de Cochabamba, imagen que procuré hacerla mía como si viviera en el mejor de los mundos posibles, pero la experiencia del narrador de Muerta ciudad viva es distinta, marginal, sin un peso en el bolsillo y a orillas de choqos de chicha infame y servida en tugurios de mala muerte, donde uno encuentra mendigos y maleantes pero también universitarios y mujeres bellas que los acompañan en busca de aventura y sexo. Uno de los capítulos que me seduce titula Brebajes, página 159, donde hay un cuadro simbólico de toda la novela: “Pronto estaban desterrados del planeta, masturbándose en los sillones, mientras la anfitriona danzaba y abría las nalgas para echarse sonoros pedos. Cada vez que lo hacía acercaba a su culo un encendedor y una bocanada de fuego salía de la raya. Risas. Julio de un platillo iba cortando con tenedor y cuchillo trozos de jabón de tocador que engullía con gran satisfacción. El líquido se iba reduciendo y le aumentaron una botella de agua de colonia que estaba por ahí.”
Eso, la desolación de la madre que llegó de la Córdoba civilizada a un país irredento en su pobreza, los barrios marginales donde malviven y malmueren ex hombres y mujeres, y universitarios cuya pobreza, pese a que pertenecen a la “ciudad letrada”, sólo alcanza para gastar unas monedas en una chicha alcoholizada y “horrorosos espacios de degradación y mugre”, esos son los ambientes en los que transcurre buena parte de la narrativa de Claudio, aunque la vida de inmigrante y trabajador de los mercados de El Exilio Voluntario no deja de ser atroz por el esfuerzo y la soledad, que parecen una penitencia por un pecado que no tiene perdón.
Pocos escritores hay en Bolivia y el mundo que tengan el imaginario doloroso, escéptico y rebelde de Claudio. Para ubicarlo habría que leer a Petronio, Rabelais, Lautréamont, Bukovski, Henry Miller, Celine, Cioran y Jaime Saenz. Y luego hablamos.
Fuente: Ecdótica