Por Iván Gutiérrez
Escribo con el fervor de haberlo escuchado en un aula y con la lealtad de haber podido escucharlo decirme amigo. Para el tema de esta sentida lengua popular, no podemos hacer más que hablar desde el curso, o mejor dicho desde el asiento que tiene como paisaje la pizarra y la humanidad que recordamos. Si conocer es recordar, lo que conocemos ahora es el recuerdo de una vocación que se hizo vida en todas las posibles formas que tenía para expresar su pasión, aprovechando cualquier espacio para ser sugerentemente una propuesta y nunca una corrección.
El profe Araos, tenía esa poca forma de hacer decir filosofía. El momento que se cerraba la puerta, era el momento en el que comenzaba el corte con el mundo, y empezábamos a rehabitar una nueva dimensión que solo era posible desde la voz del profe. No aprendíamos una lección, con él, éramos cómplices de las narraciones de hombres que con vigor fueron dibujándose en los estantes de las solitarias bibliotecas. Siempre recordándonos que antes del concepto de la pizarra a aprender, estuvo un hombre, mitad ángel y mitad bestia, tratando de hacer del tiempo un mejor lugar. Y qué, desde su gentil y amable trabajo de lectura, lo acondicionaba para que podamos mirarlo en ese lapso de clases.
Lo conocí como la mayoría de las personas lo conocieron, desde la formación universitaria, desde el recuerdo de un tiempo de posibilidades, de rebeldía, de ironías y de poca o nada disciplina. Tal vez por eso también nos reconocimos. El único interés que tenía para pasear por los pasillos de la facultad de letras; se llamaba Nicanor Parra. Desde la lejanía de un segundo piso y la ventana abierta, escuchó los motivos por los que me mantenía todavía cursando la carrera. Desde ahí, desde su siempre sutil forma de sintonizar con lo que entendía que movía a las personas se me acercó y me deslizó sobre la mesa una fotocopia de la Obra gruesa del antipoeta. Desde ese momento, me apasioné por la forma que tenía de mirar el lenguaje aquel hombre pescador. Influenciándome en desmedida pasión por la insuperable belleza del Quijote, o la calidez fortalecida y abrazadora de La odisea, o la dulce y amigable lectura de Rulfo. Aunque últimamente compartíamos el tiempo paseando por el hilarante carisma del Chueco Céspedes. Siempre volvíamos a refrescar una lectura de la Mistral o el Jorge Teillier, haciendo del cigarro el único cable a tierra entre tantas ondulaciones del alma.
En fin, compartíamos el delirio por habitar esas esferas en las que el decir literario sobrecoge y hace del tiempo una mano más amable. Tan amable como entrañable. Creíamos en el Sol, en los rayos que alumbran esos bordes de la cama cuando el precipicio del miedo a apagado el fuego que consuela en la noche, devolviendo esa frescura de saber que se puede nuevamente festejar la vida. Desde sus palabras aprendimos sobre seres envueltos en la palabra mágica del poeta, del legendario y primer poeta, como una especie de alquimia, a detalle nos demostró cómo esa voz andante contenida de conjuros, fue atravesando y convirtiendo la precisión de las amarguras superadas en el tiempo que nos hermana. Haciéndonos saber que la blanca ceguera, miraba desde las asperezas de la escritura, otra forma de recuperar la entrega del canto, del misterio del oráculo que no dice, pero que sí apunta, que no detalla, pero sí bosqueja.
Nos hizo entender que lo profundo de la supervivencia poética, no solo está ligado a la fascinación autodestructiva de la delirante embriaguez por el genio que tan atractivo y totalitario parece ser en nuestra historia de escrituras, o tampoco en el exilio del disfrute de lo simple, por hacer prevalecer “la calidad” de académico. Sino que nos mostró que el camino podía estar también en otra opción; en el ligarse al entusiasmo encorazonado de una familia grande, tan gigante como la opción que nos dio (a toda la lengua popular) de ser parte de ella.
Entendía sobre las cosas del amor, sobre la importancia del tener que contar con alguien y del también hacer saber desde sus formas, que su presencia acompañaba, incluso en la distancia. Nos acerco a entender que el conjuro de lo poético es conectar con la promesa. La promesa con uno mismo, con lo que importa, más que con lo que hace ruido, con la promesa de no traicionarse y de jugar siempre desde la vereda huraña a las caricias de la autoridad dominante.
La trinchera fue su vocación, y lo demostró dentro y fuera de un curso. Lo demostró sabiendo reconocer a las personas, sabiendo estrechar la mano cuando tenía que hacerlo. La trinchera fue sus lecturas para darle paso a su escritura. A mano escribía apenas líneas, indescifrables, horizontales, de trazo recto, como las gotas que del techo hacen un esfuerzo por estirar y dejar de su camino algo más que un punto. Escribía pensando que desde ahí se puede afianzar la humanidad. Escribir como una filosofía primera, escribir como un acto de vocación, escribir como una ética primera.
Los fundadores y editores de La lengua popular desde una mesa redonda, con solo el silencio que parece que contrae el eco de una bala disparada a miles de kilómetros, confirma el agradecimiento por el tiempo de entrega al oficio del profe. Apenas se mira el cielo, uniforme, ampliado, haciéndonos saber desde su distancia inmortal que nos hacemos pequeños ante la noticia. Una nube extensa como solo el celeste sabe dominar y como solo el pedestre sabe admirar se posesiona frente a la memoria. Si, no es acaso el tiempo póstumo y prenatal a la vez, festejamos una vida, y homenajeamos una memoria eterna y si fue también el mar.
Fuente: La Ramona