Por Alba Balderrama
Podrían ser nueve cuentos de amor, pero no. Cada que aparece un atisbo de amor, una ilusión, “un amor que era amor”, la naturaleza humana se encarga de regar sus semillas de guerra, odio, dolor, desesperación y, claro, de estupidez en abundancia dando como producto una serie de nueve bombas molotov; nueve historias lanzadas contra la romantización de todo aquello que creemos que nos puede salvar: las relaciones familiares, la maternidad, la naturaleza, la medicina, la amistad adolescente, la privacidad, la seguridad económica, la ley, la libertad.
En el cuento que abre Las desapariciones, “Lucecitas”, un joven sin rumbo ni plata ni futuro llega a trabajar al campo, “entre sus cosas favoritas de esa nueva vida estaban los girasoles. Cuando el campo se llenaba de girasoles maduros, se sentaba a ver como ese mar casi dorado se balanceaba al compás del viento”. El campo lo había transformado. “Sí. Amaba al campo, amaba La Tembladera, con un amor tranquilo, sin sufrimientos”, lo amaba tanto que no le importó enloquecer por él cuando se puso a defender, esos campos amados, con furia y violencia. En estos cuentos no hay tiempo para el amor, la naturaleza, los animales, la felicidad. Todo desaparece muy pronto y de un modo definitivo.
Podrían ser cuentos sobre “el giro animal” en la literatura del que hablan el filósofo y escritor Giorgio Agamben (Italia, 1942), en Lo abierto: el hombre y el animal, y el crítico cultural Gabriel Giorgie, sobre todo en Formas Comunes: animalidad, cultura y biopolítica. Ese giro, tan actual en los estudios culturales, es el que está dando nuestra forma de entender la vida, la naturaleza, la política y la cultura ante la presencia de “lo animal” en nuestra cultura. La sola presencia animal en las casas en la intimidad de la vida diaria de los seres humanos (a diferencia de sus lugares comunes: mataderos, granjas, el campo, la calle) ha empezado a tensar la oposición humano-animal o mundo civilizado – barbarie. Los animales ya no son solo mercancías para alimentar, cuidar y ayudar en el trabajo del mundo. Bajo esa idea se desestabiliza la primacía de la vida humana por sobre otras vidas. La vida animal abandona la naturaleza, lo salvaje, lo rural y eso nos obliga a entender la naturaleza desde otro lugar. “La oposición ontológica y binarista entre humano y animal, que fue una matriz de muchos sueños civilizatorios del humanismo, y que en el contexto latinoamericano estuvo encarnada en la oposición civilización y barbarie”, dirá Giorgie, “es reemplazada en el contexto contemporáneo por la distribución y el juego biopolítico, arbitrario e inestable, entre persona y no-persona, entre vidas reconocibles y legibles socialmente, entre las vidas a proteger o ‘futurizar’ y vidas a abandonar”. Esto, a grandes, muy grandes rasgos. Estos cuentos tienen esto, podrían ser esto, pero no, o no solo.
Varios cuentos apuntan a este giro animal, como “Lucecitas”, con la presencia de los cujuchis que perforan los campos de siembra de sorgo, soya o girasol amados por el protagonista principal, o “Los bárbaros”, donde un indígena, esclavo, es tratado como un animal de carga y/o mascota por su niño amo, o “Las vacas no vuelan”, donde un matrimonio de viejos paranoicos ve en el libro de su vecino escritor sobre una vaca que tiene sueños, quiere viajar, conocer el mundo, quería conocer el amor, “conservar sus crías, ponerles nombre, la identidad que le habían sido negadas”, todo esto mientras “la montaba un toro” en una granja de leche, se reproducía sin parar y la ordeñaban todos los días de su vida. O en “Paralelo 33”, donde el personaje se ocupa de pisar una fila de hormigas porque puede, porque le gusta o le entretiene mientras aparecen unos huecos que se tragan personas y animales. El campo, los animales, la naturaleza en los cuentos de Heinrich entran en esta ambigüedad o tensión de la que hablan Agamben y Giorgie; se agujerea la idea sólida, romántica de que la naturaleza es sana, es buena, está para servirnos.
La voz de los relatos perfora toda suavidad al plantear estas ideas, los perfora como una bala rompe un estómago tibio o un cuchillo abre la carne curtida por el sol de un indígena o un extraterrestre agrieta el suelo de la tierra con perfección y abduce un blando e insignificante cuerpo. La voz literaria de Heinrich hace el corte limpio, con contundencia y sin rimbombancias literarias. Siempre en guerra.
Podrían ser cuentos de terror, pero no. Ni el cuerpo descuartizado de un escritor en una bañera, ni las tripas a carne viva, ni los ojos de un muerto en un frasco, ni toda la sangre salpicada en todas las paredes blancas y los azulejos relucientes de una casa residencial, ni el lenguaje bárbaro que alcanza Mónica Heinrich en algunos de los pasajes más brutales de sus historias, ni los sustantivos “el feo” para hablar del hijo recién nacido o “el regalo” para hablar de un esclavo que le dan a un niño cruel con “el espiritingo” dentro e hijo de un hacendado se quedan en las reglas del género del terror, dan un paso más y la tensión y el suspenso construidos con inteligencia se lanzan pronto a un giro irónico, sarcástico, incluso de humor haciendo desaparecer el terror por el terror. Todos los actos salvajes, desesperados y de crueldad de los que sus personajes son autores o víctimas son en sí mismos objetos de la mirada irónica, audaz, desdramatizada de la autora. Una voz que llama a borrar todo espesor dramático para mirar una realidad, un rostro, un cuerpo que se oculta en la oscuridad de alguna madriguera o hueco. Una realidad de sujetos hipócritas con vidas hipócritas con felicidades hipócritas. Ahí es precisamente donde radica la apuesta literaria de Las desapariciones, debut narrativo de Heinrich.
Algo de eso “aparece” en su propia desaparición de la solapa de su propio libro, donde no hay foto ni biografía. No hay que olvidar que Heinrich es también crítica de cine y escribe en su página “Aullidos de la calle” (¿es casualidad el gesto animal de este título?), una crítica punzante y aguda, que fácilmente encuentra las trampas y artificios que la imagen oculta.
Como en sus cuentos, con personajes con caras de niños que parecen adultos, mujeres felices que son decadentes y egoístas, con hombres que son mujeres, prefiere alejarse de la tiranía del rostro de la que hablaba Baudelaire. El escritor argentino Pedro Mairal, en su texto “Fotos de solapa”, dice algo que podría estar pasando, o no, por la mente de la autora de Las desapariciones: “No me gusta que el autor me mire desde la solapa y menos que aceche desde la contratapa y mucho menos que se instale ineludible entre las letras de la tapa misma. No me gustan las caras, no me parece que digan tanto acerca de la gente. La cara suele ser un mensaje equívoco”.
Ni de amor, ni del giro animal, ni de terror, ni de superación personal, ni del futuro, los cuentos de Las desapariciones apuestan por la desromantización, la ironía, la risa. Podrían ser cuentos de humor, pero no. No provocan risa, pero la voz de la autora parece reír. Lo sabemos, la risa convierte lo más oscuro, lo más terrorífico, lo más sagrado, lo más ordenado, en un caos; es un espasmo que arrebata toda dignidad. Heinrich se ríe de lo que se muestra con naturalidad, se ríe de lo que parece hermoso, formal y limpio, no con la risa moderada y encorsetada de la Mona Lisa, no la risa educada, no la risa espontánea y silenciosa que no molesta y nos hace ver bellas. Sino, esa risa desencajada, la risa perversa, esa risa que da a las mujeres libertad, que resuena en toda la sala, la risa que se abre como un hueco hondo que conecta las vísceras con el mundo, esa mueca que perfora todo decoro y contención, una risa y una voz surgida de un cuerpo inquietante.
Fuente: La Ramona