08/19/2013 por Marcelo Paz Soldan
Breves apuntes sobre novela boliviana contemporánea

Breves apuntes sobre novela boliviana contemporánea

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Breves apuntes sobre novela boliviana contemporánea
Por: Sebastian Antezana

La novela boliviana contemporánea vive un momento de diáspora. Si hay un gesto que define sus tendencias actuales es el de la dispersión. No quiero volver en absoluto al trillado discurso que quiere encontrar riqueza en la diversidad, pero sí reconozco que lo que sucede con la novela en estos días en el país tiene mucho más que ver con una onda expansiva que con el seguimiento de líneas determinadas.
Tradicionalmente, se ha leído nuestra narrativa como un movimiento lineal y ascendente: de las novelas realistas y naturalistas de principios de siglo se pasa a lo que es una suerte de annus mirabilis, el período que va entre 1958 y 1959, cuando ven la luz Los deshabitados, de Marcelo Quiroga Santa Cruz, y Cerco de penumbras, de Oscar Cerruto. Según una lectura crítica ya canónica, éste fue el momento en que la literatura boliviana se empieza a alejar del compromiso social y el retrato realista y comienza a explorar otros registros. Quizás no se trató estrictamente del primer momento de verdadera complejidad y sofisticación de la narrativa nacional –ciertamente podemos nombrar instancias y autores anteriores– pero sí del primer momento consagrado: la primera diáspora. ¿Eso por qué? Porque a partir de entonces parece producir una continuada serie de pequeñas explosiones que llevaron al género novelístico a alcanzar cimas antes insospechadas, en distintas direcciones, con diversos estilos, explorando múltiples tonos. Y entonces nacen la novela de guerrilla, la satírica, la que se empecina en cierta militancia política, el grotesco social, los sueños que nacen en el Chaco, la literatura de género policial, la novela histórica, etc.
Posteriormente, si damos un nuevo salto, esta vez hacia las décadas del sesenta y setenta, tenemos que detenernos en por lo menos tres escritores que a estas alturas se han vuelto imprescindibles: Jaime Saenz, que publica el Felipe Delgado; Julio de la Vega, con Matías el apóstol suplente; y Jesús Urzagasti y su Tirinea, a la que seguirán otras sendas novelas. ¿Y qué pasa después? Decía que la figura que mejor define el presente de nuestra narrativa es la de la diáspora, que el gesto que mejor lo condensa es la dispersión. Bien. Es posible que en este punto peque de una lectura historicista y demasiado esquemática, pero si seguimos esta línea de razonamiento podemos ver una elocuente diferencia respecto al pasado: hoy la mesa a la que se sienta la novela boliviana está vacía.
Éste no quiere ser un juicio de valor sino, simplemente, una manera rigurosa de acercarse al estado de la cuestión. Históricamente, la literatura de los países es representada por autores y libros que se encargan de ocupar lugares de privilegio. Cuando Laurence Sterne, por dar un ejemplo, dejó de ocupar un lugar absolutamente central en la literatura inglesa–aunque esto es relativo porque Sterne es un clásico y, por definición, los clásicos no dejan nunca el imaginario de las literaturas nacionales–, cuando dejó de ser controversial y, por lo tanto, de ocupar la cotidianidad lectora de su país, lo sucedieron en la era victoriana otros grandes nombres. Lo mismo sucede en las mesas de la narrativa boliviana: después del dúo Quiroga Santa Cruz y Cerruto, llegó el trío de Saenz, De la Vega y Urzagasti. Y después… la confusión.
Lo repito: no creo que la mesa a la que se sienta la novela boliviana esté ocupada actualmente. Y si lo está, los comensales son varios y variados. Tanto que no llegan a distinguirse y en lugar de ello forman un mosaico multicolor donde ningún tono se impone a otro. En las novelas contemporáneas no hay un estilo que predomine sobre los demás, no hay temáticas que se visiten de forma privilegiada, ni formatos que exhiban gran superioridad frente a otros.
Por supuesto que existen novelistas de gran talento –ahí nombres como el recientemente desaparecido Jesús Urzagasti, Ramón Rocha Monroy, Adolfo Cárdenas, Edmundo Paz Soldán, Rodrigo Hasbún, Claudia Peña, Wilmer Urrelo, Alison Speeding, Giovanna Rivero, Juan Pablo Piñeiro, Claudio Ferrufino-Coqueugniot, Luisa Fernanda Siles y varios más– pero considero que lo que hoy se echa en falta es un escritor que cambie radicalmente nuestra forma de percibir a la novela como registro. Hay varios autores, y muy buenos, es cierto, hay novelistas que hoy escriben y que, de alguna manera, consiguen renovar formal y temáticamente al género, pero creo que estas últimas décadas no nos han dado una novela boliviana que, verdaderamente, nos ofrezca la posibilidad de pensar la realidad de forma distinta. La novela es un género literario mayor y la actualidad no nos ha ofrecido un objeto que, sin abandonar sus características esenciales, es decir, las de ser, ante todo, un complejo aparato ficcional que nos dice algo sobre el mundo, instituya además una nueva manera de decir nuestra historia colectiva, una manera en la que la memoria funcione como un dispositivo voluble, modificable, proyectado hacia el futuro y en perpetua reconstrucción, una conciencia no solipsista ni parricida sino curiosa y moldeable, que se hace a sí misma a través de las conciencias ajenas, no necesariamente desde la evocación mecánica o emotiva de la experiencia propia, sino desde la exploración de la experiencia ajena y común.
Como todo momento de diáspora, el que vive la novela boliviana contemporánea es un momento de definiciones. Después de la dispersión llegarán seguramente algunas certezas. ¿Cuáles son los nombres que de aquí a diez, veinte o treinta años perdurarán y serán considerados como nuevos clásicos? ¿Qué autores y qué estéticas sobrevivirán en nuestro imaginario lector como instancias de privilegio, como obras que vuelvan a ocupar un lugar central en la mesa que hoy está vacía? Por lo pronto, el panorama de nuestra novela nacional se ve agitado y convulso, ocupado por libros y autores dedicados y entregados a explorar las posibilidades del género sin concesiones, aunque sin todavía posicionarse como referentes.
Los caminos transcurridos hoy son muchos: las relaciones de poder en los entornos más cercanos, las batallas cotidianas de la intimidad, la vuelta a ciertos autores latinoamericanos de mitad del siglo XX, la exploración consciente de las ciudades como espacios y motores capaces de producir ficción y de poner en crisis ciertas concepciones establecidas. Hay más. La novela nacional contemporánea ha puesto también la vista en el exterior: en otros tiempos y otros lugares. Se concentra además en otras problemáticas: la migración latina a Estados Unidos, las encrucijadas de la ficción con la historia, la problemática de los subgéneros y su inclusión en la Gran Literatura. Es, en definitiva, un momento de riqueza, de variedad y talento, pero es un momento que no ha consagrado ningún nombre, ningún horizonte. La mesa está servida, entonces, pero todavía no aparecen los comensales.
Fuente: La Ramona