12/11/2017 por Marcelo Paz Soldan
Blanca Wiethüchter: Los muertos que se quedan y la rosa eterna

Blanca Wiethüchter: Los muertos que se quedan y la rosa eterna


Blanca Wiethüchter: Los muertos que se quedan y la rosa eterna
Por: Rosario Barahona

(Se presentó en Sucre la Obra Completa de la poeta Blanca Wiethüchter, auspiciada por la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia. A continuación, les ofrecemos el texto que la escritora Rosario Barahona escribió para la ocasión.)
Hoy, Penélope, me estoy en tu nombre.
Anoche, más anhelante que dichosa, soñé con Ulises regresando a la isla.
Y tú lo sabes: no hay sueño que no tenga destinos y deseos desatados.
Estos primeros versos de Ítaca, aquel poemario de profundidad abismal, nos remiten instantáneamente a la tierra, sea Ítaca o el Peloponeso, Chuquisaca, o La Paz, y por supuesto, nos remite a los huesos, a la ceniza y a la sangre, a la guerra, en suma, a los muertos. Así, comprendemos que parte de nuestros muertos somos nosotros mismos.
Entonces, más allá de percibir palabras bonitas en su forma y ritmo, altisonantes, emocionantes, o incluso, caprichosas tan sólo, nos tornamos en seres capaces de comprender las significaciones, y de ir, a caballo, entre éstas, y más allá de ellas. Comprender las significaciones, no es un concepto mío, y tal vez ni siquiera de Blanca, ni de Paul Ricouer, ni de su dialéctica del explicar y el comprender.
Porque comprender las significaciones nos remite a lo primero, lo primario, el respeto a la naturaleza, a los ancestros, a lo sagrado. No puedo entonces, si no citar a nuestro buen don Jaime, imaginándolo chasquear los dedos mientras pronuncia, cito:
Quién te dice si un día de estos, aparezco en Copacabana y por rara fortuna, comprendo de un solo golpe la significación del Titicaca.
Pues aparezco y comprendo.
Un aparecimiento y una comprensión.
Pues bien, tanto se ha dicho y se ha escrito acerca de la poetisa que nos ocupa, -prueba fehaciente son estos 4 elegantes, voluminosos, nutridos tomos que tengo el honor de presentar esta noche- así que lo único sensato que se me ha cruzado por la cabeza, o más bien tendría que decir por el alma, es tan sólo nombrar dos aspectos: 1. aproximarme un tanto, acaso, a la figura de una Blanca intensamente mujer e intensamente sabia, No me referiré a la académica, por cierto, sino a la maga poseedora de las palabras que permanecen; y 2. Cavar en el jardín de Nora, pues a la sazón, la obra narrativa de Blanca no ha sido tan estudiada ni comentada como su poesía.
Pero vayamos por partes. Hace unos 4 años, en Sopocachi, en una conocida y gran librería, una brisa extraña me detuvo de repente, y entonces me encontré con Blanca Wiethüchter. Ella ya estaba muerta, por supuesto, aunque aquello no significó impedimento alguno para que pudiese hablarme.
En un estante alto, casi expuesto al sol matinal, divisé a Ítaca, edición de El hombrecito sentado, oí una voz lejana y dudé si fuera Ulises, o Circe, la maga, pero no, era Blanca, susurrante y algo misteriosa como Circe, vestida de blanco, la melena algo húmeda, la edad detenida en un tiempo indefinido, caminando descalza por la arena algo rocosa de la playa de Cefalonia, el cielo azul cobalto a sus espaldas, y el rumor del mar, vociferando, o por lo menos, así me la imaginé, o quizá es que así la recuerdo como en sueños, sin haberla conocido en esta tierra de los vivientes, más viva que muerta, saludándome con la mano izquierda mientras que con la derecha sostenía un cigarrillo eterno.
Ante aquella ensoñación, visión, dejavu, o lo que fuere, me llevé a casa el poemario Ítaca, por supuesto, y fue tal mi fiebre, que fui leyendo por la calle, primero en el taxi, pese a los barquinazos, al bullicio, al aire helado, a la agitación propia de la cotidianeidad del mediodía paceño, luego a pie, tropezándome con los adoquines, chocando a los transeúntes, completamente absorta, poseída. Al llegar a casa había terminado de leer Ítaca, y tuve la extraña, absoluta certeza de que nunca me desharía de aquel libro, no exactamente de aquella forma física, aunque la forma importe, sino de aquellas palabras, de esa forma de nombrar las cosas, de contenerlas y expulsarlas, y en ese mecanismo, enlazarlas al alma. Por la noche, saqué el libro conmigo a la calle, y los subsiguientes días también, en la bolsa, debajo del brazo, o definitivamente, como una colegiala algo excéntrica, recuerdo haberlo llevado pegado estrechamente al corazón, como un objeto encantado, una negra piedra imán, – para decirlo saenzianamente- o un cuarzo rosa, un talismán, un relicario, un guardapelo amado. Desde entonces, no sabía bien por qué, no he podido desprenderme de este libro, que por supuesto ahora, es de cabecera.
La voz de la permanencia o el estar, entonces, de Blanca, el estarse-volvemos sobre Jaime Sáenz, inevitablemente al nombrar a Blanca, -como una categoría que suena tan heideggeriana y sin embargo categoría andina de permanencia, el ser ahí, el sentido más profundo del ser, la apertura del hombre hacia el ser. A mi modo de ver, una manera de comprender el pasado vinculado al presente y comprendernos nosotros mismos, brindándonos aproximaciones de respuestas a ciertas preguntas, escabrosas, arduas, quemantes preguntas: por qué esto o por qué aquello, por qué pienso de tal o cuál manera – y por eso mencionaba a nuestros muertos- / El estar entonces, como una manera de vivir el mundo andino, que no se expresa siempre a través de palabras quechuas o aymaras, sino que va más allá, en un “estar” estando, permaneciendo en la realidad que produce el lenguaje recogiendo los sentidos, las ideas que resultan de una experiencia boliviana.
El estarse como un verbo, entonces, una significación profunda, cuando no a veces subestimada por la valoración de cliché que tal vez se le pueda atribuir dentro de la literatura boliviana y sin embargo, ese estar, de nuevo ese estarse, nos remite a una acción de larga data, una permanencia, una sostenida presencia flotando en el aire, en nuestro aire, con la fuerza de las brisas marinas de Ítaca, desde el siglo VIII a.C. de Ulises hasta hoy, con los aires congelados del Titicaca o del Choqueyapu y por qué no, con los más templados del Cachimayu, por ejemplo.
Estas ideas sobre la permanencia me sobrecogían hace poco, al contemplar en vivo una colección de pinturas de la dieciochesca escuela cuzqueña que forma ahora parte de Casa de la Libertad: tanta calidad, realismo, pasión y emoción en cada pincelada, en cada detalle milimétrico, que las obras han vencido al tiempo por sí mismas, permaneciendo, tan sólo permaneciendo.
Eso también ha sucedido con Blanca Wiethüchter, pues se nos ha vuelto imprescindible e inolvidable, venciendo al tiempo, su tiempo, que no fue precisamente una taza de leche, sino años coronados por el miedo: la juventud la encontró desprevenida y como muchos de su generación en Latinoamérica, fue testigo de temibles fenómenos sociales, revoluciones, guerrillas y dictaduras. Ya en la década de los noventa, la escuchamos quejarse en un par de entrevistas de televisión por la poca o ninguna inclusión de las mujeres en el quehacer literario boliviano, reconoce que son pocas las que se dedican a ello, pero protesta porque los escritores y /ó críticos las ignoran, no a ella, precisamente, sino a otras.
Pues bien, ¿qué más puede decirse de una escritora tan completa como Blanca Wiethüchter? ya que permanece tan visible y tan presente?
Según lo veo, es esencial considerar su capacidad para hacerse de un mundo independiente de Saenz, su maestro y amigo, y seguir siendo ella misma, por sí misma, y lograr así su obra, su propia obra, sin dejar de brillar. Sáenz, sin embargo, con el perdón de sus acólitos, no sería el de hoy, sin ella, sin sus investigaciones, sin su tiempo, sin su devoción, sin sus miles de fichas de investigación apostadas sobre la mesa de su comedor, como misteriosas cartas de tarot.
Y queda más, sin embargo. Cavar un poco en el jardín de Nora, como dijimos, para descubrir los secretos. El jardín de Nora, así se titula la breve pero intensa, aguda, psicológica novela de Blanca, publicada en 1998, por ediciones La mujercita sentada.
Toda la trama consiste en la construcción-deconstrucción de una nueva vida, de un proyecto familiar en otro continente que no es el propio. Libro fuertemente vinculado a lo autobiográfico, pues recordemos que Blanca es hija de alemán.
Franz y Nora, en su novela, son un matrimonio austriaco, decididos a forjarse una vida estable en La Paz. En ese intento, Nora, cito quiere, o es más, está obsesionada en obligar a la tierra “a producir un jardín como si estuviera en Viena”, fin de cita. A causa de la altura o lo que fuere, no lo logra, por supuesto, ni siquiera con la ayuda de la sabiduría milenaria de su jardinero, y se vislumbra también la relación algo extraña y temerosa que guarda con éste, de nuevo, entonces, aquel choque, el “encuentro de dos mundos”, la microhistoria dentro de la gran historia abarcadora. Mientras Nora plancha, afanosa, obsesiva y detallista una camisa azul cielo de su marido, es interrumpida por un leve, tímido toque a su puerta para recibir la mala noticia de su jardinero: el jardín tiene un hueco infinito, que ninguna cantidad de tierra puede rellenar, allí, justamente en el rosal rojo encendido que ella más ama. Aquel hueco, no queda duda, es literariamente diabólico, y parece hacerse cada vez más grande, como una boca del infierno que lo consume todo.
El interesante lenguaje o más bien, el metalenguaje de El jardín de Nora, nos remite, de nuevo a lo abismal, casi lo primigenio bíblico, “un abismo que llama a otro abismo”. La distancia abismal, categórica, dura, que ya se dio desde el siglo XVI en cuanto al trato con el “otro”: el sirviente aymara, tímido y desconfiado ante su señora empleadora, europea y “blanca”, desconfiada y maternalista también, y por supuesto, hasta displicente en cuanto al reconocimiento de aquella otredad.
El hueco en el jardín es eso, para mí, esas formas arraigadas, cotidianas y dantescas, que no se han superado aún en nuestra Bolivia plurinacional. Y esa, pues, la forma de Blanca W., de hacérnoslo notar.
A GUISA DE CONCLUSIÓN
En un homenaje a Blanca, Rubén Vargas dijo:
“fue una escritora… Ésa fue su experiencia y ése su destino: la vida entregada a la escritura”
Volveremos sobre Ítaca, pues a Ítaca corresponde volver siempre, porque Ítaca es nuestro destino. Y el destino, en estas lides, suele ser ineludible. Pues bien, hace 4 años atrás no comprendí la fuerza de imán que posee este libro, y en general la obra de Wiethüchter, pero ahora, sólo ahora la comprendo porque tiene que ver con la significación del destino.
Mi ejemplar de Ítaca, de b.w., es uno de los libros más manoseados de mi biblioteca, las páginas están ajadas, remarcadas en fluorescentes colores y un sinfín de papelitos y notas se esconden temerariamente entre ellas, amén de mis letras, como hormigas sinuosas azules. El objetivo de esta maraña casi maniática es leer entre líneas, siempre, descifrar los simbolismos, lo criptado, comprender los porqués de las permanencias que no se disipan ni a fuerza de los años.
Y de pronto, la brisa lluviosa de esta tarde me ha traído otra visión: Blanca está en la terraza de un café con vista al mar de la isla de Cefalonia; sin duda, un lugar donde ella siempre habría querido estar. Sobre la mesa descansa un encendedor de plata potosina, regalo, quizá de algún amigo, y el cenicero de porcelana se encuentra atiborrado de cenizas y de colillas de tabaco fuerte, (por cierto, no me imagino a Blanca fumando un cigarrilo light, pues todo fue intenso en ella, siempre). Mira el mar a lo lejos, hay cierta gentileza e indulgencia en esa mirada, pero no sé en qué piensa mientras que con elegancia le da una nueva calada a su cigarrillo, tal vez piensa en el lejano Illimani, me digo, o en los brebajes mágicos de Circe, la maga, o recita para sí misma su propio verso: Hoy, Penélope, me estoy en tu nombre.
El humo no la incomoda, y tampoco a mí, que sobrecogida por la prestancia de mi interlocutora y por la inmensidad del mar, sólo apresuro el Malbec.
Fin de la visión, pues no puedo decir fin de cita.
Celebro la iniciativa de la Fundación cultural del Banco central para publicar esta obra preciosa, que da paso, a su vez, a una mayor producción intelectual, y encanta y seduce a los lectores de Blanca.
Por último, huelga decir que este es un texto sobre la permanencia. Si bien el estarse es un verbo estrechamente vinculado a la comprensión literaria, también tiene que ver con el renacimiento de la rosa, aquella que ha sido absorbida por el hueco infernal que no es sino el olvido.
La rosa ya no es rosa, recita Blanca, frecuentemente en sus poemas, pero Blanca se equivoca, porque ella es la rosa eterna.
Blanca en breve
Blanca Wiethüchter estudió literatura en la Universidad Mayor de San Andrés, en La Paz, donde después ejerció la docencia y fue directora, y se graduó en Ciencias de la Educación en la Universidad de La Sorbona, en París, y en Literatura Hispanoamericana en la Universidad de París. Fue distinguida con varios premios y es considerada una de las poetas contemporáneas más completas de Bolivia.
En 2003 se unió a medio centenar de poetas que, desde Chile, juntaron su voz para llamar a los artistas del mundo a aunar esfuerzos en favor de la paz. La poeta se casó con el compositor Alberto Villalpando, con quien tuvo tres hijas.
Publicó diez libros de poesía entre ellos: Asistir al tiempo (1975), Travesía (1978), Madera viva y árbol difunto (1982), Territorial (1983), El verde no es un color (1992), El rigor de la llama (1994) e Ítaca (2002). Además, los ensayos: Memoria solicitada (1989), Pérez Alcalá, o los melancólicos senderos del tiempo (1997) y dirigió el estudio Hacia una historia crítica de la literatura en Bolivia (2002). Falleció en octubre de 2004 en Cochabamba.
Fuente: Puño y Letra