Augusto Céspedes en mi recuerdo
Por: H. C. F. Mansilla
En varias oportunidades a partir de 1982 mi amigo Mariano Baptista Gumucio me llevó a una tertulia de viejos miembros del MNR, cuyo centro indiscutido era Augusto Céspedes (1904-1997). Él me regaló y dedicó algunos de sus libros. Vivía en un viejo caserón de la calle Socabaya, muy cerca de la plaza Murillo. En estas veladas se bebía grandes cantidades de alcohol y se hablaba muy mal de los ausentes. Se podría afirmar que era el caso habitual de este tipo de reuniones, pero la diferencia residía en la calidad absoluta de los monólogos de Céspedes. Augusto era el mago de las palabras, un conversador muy brillante, divertido e informativo, pero también cáustico y venenoso. En círculos culturales resultaba un hombre encantador.
Fue sin duda el mayor escritor de la llamada “generación del Chaco” y una de las máximas glorias de la literatura boliviana. Lo que improvisaba tenía el carácter de un texto impreso y revisado varias veces. Escucharlo era muy entretenido, por ello se hacía muy difícil abandonar la tertulia, pese a lo avanzado de la hora. Tengo el mejor recuerdo de él.
Cuando lo conocí, Céspedes ya era un anciano distinguido y delgado, aunque con apariencia estevada. Caminaba con seguridad, pero con un aire torcido. Por eso le decían El Chueco. Todos contaban que había sido muy guapo de joven, pendenciero y violento, y algo de ello se traslucía en su olímpico desprecio por el Estado de derecho, los derechos de terceros y las formas racionales de hacer política, desprecio que cultivaba todavía cuando yo lo conocí. Los contertulianos se acordaban de que Céspedes, en compañía de Carlos Montenegro, amedrentaba físicamente a los opositores y una vez llegó a ocupar el Círculo de la Unión por la fuerza y sin ningún motivo serio porque suponía vagamente que era un foco activo de la “oposición burguesa”, como si tener ideas opositoras fuese un crimen. Céspedes así lo creyó hasta el final de su vida.
Un día me atreví a recordarle que en un artículo del periódico La Calle (septiembre de 1939) había realizado una defensa “intransigente” de la dictadura (es buena si es “del pueblo”), pero Céspedes no se molestó por mi reproche y más bien declaró que correspondía plena y obligatoriamente al espíritu de la época luchar contra la “democracia formal, la gran aliada del imperialismo occidental”.
En la velada siguiente me armé de valor y leí brevemente unos textos de La Calle (aparecidos en 1940), probablemente escritos por Céspedes, en los cuales emergía un espíritu autoritario y anticosmopolita, exornado por tonos protofascistas y pro-nazis: “El alma judía, proscrita y señalada por el dedo de Dios (…) busca su venganza y quiere que el mundo se ahogue en sangre”. “Los hijos invisibles del judaísmo capitalista, que estrangula a las naciones, se mueven incesantemente en estas jóvenes repúblicas procurando su entrada en la guerra, para la más rápida dominación del mundo por el pueblo elegido por Jehová”. “Gracias a la Providencia, Alemania se libró de ella”. “Íntegro y patriota, Hitler había desbaratado (…) los siniestros planes del pueblo judío en Alemania”. Y así página tras página y año tras año en La Calle, periódico, por otra parte, ágil, muy bien escrito e inmensamente popular.
Para mi sorpresa, ninguno de los presentes se molestó o mostró sorpresa. Céspedes, con toda calma, afirmó que el MNR pretendió haber concebido una posición nacionalista absolutamente propia y específica para Bolivia, y que para ello en 1940 había que atacar a todo sector sospechoso de algún vínculo con el “extranjero”: masones, judíos, izquierdistas e imperialistas.
Los otros asistentes estaban completamente de acuerdo con Augusto. Esto me pareció sorprendente, pues a partir de 1985 y bajo la inspiración del nuevo líder del partido, el empresario liberal Gonzalo Sánchez de Lozada, el MNR parecía encarnar una corriente modernizante, democrática, abierta a la globalización mundial y favorable al Estado de derecho. Pero Céspedes y los contertulianos creían firmemente que se podía combinar sin contradicciones un programa de enérgica modernización económica con la preservación de las tradiciones autoritarias del país.
Al entregarme un ejemplar de su novela-ensayo El dictador suicida, Augusto me mostró con orgullo el pasaje donde afirmaba que el presidente Germán Busch provenía de “la barbarie, fuente espiritual de nuestra América”. Y acto seguido defendió a los caudillos convencionales cuando éstos se declaraban opuestos a la “civilización liberal” – como dice en el mismo libro–, “caudillos violentos y seductores” que conquistaban “simpatías por todas partes”.
También me regaló un ejemplar de su novela-ensayo El presidente colgado, en la cual se halla una terrible apología de los fusilamientos de Chuspipata y Caracollo (20 de noviembre de 1944), que los contertulianos del MNR consideraban como un pequeño acontecimiento sin importancia. Este partido jamás aclaró el “incidente” ni se disculpó por los fusilamientos de Chuspipata y Caracollo, cuando varios opositores al gobierno de Gualberto Villarroel, donde participaba activamente el MNR, fueron torturados y asesinados sin un simulacro de un juicio o algo similar.
Varias de las víctimas eran miembros del Poder Legislativo de ese momento y gozaban de total inmunidad parlamentaria. Céspedes dice a la letra: “(…) la exculpación del MNR en los sucesos de noviembre no significa desconocer el valor revolucionario de los fusilamientos” Y continúa: “El crimen político se emancipa cuando surge de la pureza. En la medida en que los autores del 20 de noviembre ignoraron intereses materiales o personales que mancharon ese acto, resuena limpiamente su nunca oído desafío de guerra a muerte contra la feudal burguesía latinoamericana”. Esa “pureza” revolucionaria, tan popular en círculos izquierdistas, nunca fue aclarada racionalmente.
No pude inducir o provocar ni un mínimo acto de reflexión y menos de autocrítica entre los contertulianos por los acontecimientos de Chuspipata y Caracollo. Y curiosamente Augusto Céspedes nunca se dignó aclarar los motivos de su estrecha colaboración con las dictaduras militares y su “feudal burguesía”, a las que representó en el exterior como embajador, preferentemente en París. Se puede aducir, por supuesto, que todos los humanos somos incongruentes y contradictorios, y que esa es la sal de la vida.
Fuente: Letra Siete