Por Roxana Pinelo
Las montañas se distancian del paisaje con rapidez y el viento cambia de gélido a tibio en minutos. Dentro de la flota una joven pareja, con su pequeño hijo en brazos, contempla el paisaje en silencio. Ya llegamos papito, dice la madre de 25 años, extrañando a la guagua que se ha quedado en La Paz al cuidado de su abuela. El esposo de 30, duerme con placidez. Él ingeniero y ella traductora bilingüe, trabajan en El Alto aunque viven en la zona sur, y llegan con las justas a fin de mes; a partir de esa fecha solo sobreviven. Chulumani es una excelente alternativa para el descanso aunque no imaginan lo que les espera.
En octubre de 1982 viajamos hacia Chulumani en Los Yungas. El acceso no es fácil; los precipicios causan vértigo, y derrumbes y pedregones cortan el tráfico dificultando aún más el descenso. Pese a todo, tres horas más tarde, estamos en plena plaza sonrientes. En el camino hacia el hotel vimos que en una de las puertas de las casas de colores han colado papeles con diferentes frases. Mario, mi esposo en aquél entonces, se acerca a leer. “Así mueren los asesinos” dice la más grande. “Honor al pueblo de Chulumani y a sus valientes habitantes” reza otra. Oye, ¿de qué se trata todo esto? pregunto sorprendida. Ni idea, contesta despreocupado.
Cuando llegamos, el amplio salón de recepción está vacío. Luego de 5 minutos llega un hombre haciendo chalalaj con sus chancletas en los charcos de agua. Sin mirar nos entrega una llave. Su habitación es la 201 dice con tufo a alcohol. Vuelve a poner las manos en los bolsillos y se va sin decir palabra. Al abrir la puerta de la habitación, el golpe seco de la perilla contra el piso nos sorprende. Y eso no es todo, agrega Mario luego de hacer una primera inspección, las camas no tienen sábanas y el baño no tiene papel. Bueno, lo importante es la piscina, añade eufórico. Cinco minutos más tarde vuelve frustrado. La piscina no solo está vacía, también está sucia. Mejor nos quedamos a jugar cartas y a las 6 subimos a comer algo al restaurant, sugiere.
A las 8 de la mañana Mario está listo para ir al pueblo a comprar provisiones. Camina a grandes pasos por un Chulumani transformado en un sortilegio imposible de descifrar. Sus calles solitarias y abandonadas y las ventanas a cortina cerrada le impiden interpretar lo que ocurre. Los habitantes, usualmente personas cálidas y amables, se han evaporado. El pueblo parece el resultado de un conjuro mal hecho. Intenta poner sus ideas en orden. Nos iremos a las 3 de la tarde de ese mismo día, decide en segundos, recordando que la noche anterior tocaron la puerta de la habitación de manera insistente al menos cuatro veces con intervalos de diez minutos; la última vez distingue una patada seca e imponente que felizmente yo no escucho.
Divisa la casita de color con anuncios pegados en la puerta que vimos en la bajada hacia el hotel. Al acercarse advierte una tira de color amarillo que prohíbe el ingreso. Sin poder eludir la curiosidad mira a ambos lados para verificar si lo observan y empuja la puerta que se abre casi sola, asomando la cabeza. Para su espanto, contempla los vestigios de un baño de sangre relativamente reciente. La brutalidad de la escena lo obliga a salir corriendo hasta el medio de la calle. Está conmocionado. De pronto, los bocinazos de una camioneta roja que sube la cuesta a toda velocidad lo sacan de su parálisis temporal. La movilidad parece tener la firme intención de embestirlo. Con agilidad salta sobre la vereda librándose de ser arrollado por segundos. Al volante un hombre mayor, sosteniendo un cigarrillo en la boca, lleva una escopeta reclinada cual pasajera. Mario sigue caminando como mirando una película. En la acera de enfrente un niño grita. ¡Abuela, abuela, está viniendo!. Una mujer mayor, vestida en tonos grises con la manta alrededor del cuello, sale a presenciar la escena. Y de ahí en más todo sucede muy rápido. Otra mujer joven aparece dando alaridos ¡No! ¡A mi madre no! grita espantada. El hombre baja de un salto, apunta el arma hacia la mujer mayor y le dispara en la espalda mientras ella corre intentado salvar su vida. La bala sale al mismo tiempo que su grito: ¡Vieja de mierda! El silencio se acojona. El hombre vuelve a la camioneta con el pucho en los labios, prende el motor en medio de alaridos ensordecedores y se aleja sin prisa.
Mientras tanto subo al comedor con mi hijo en brazos. Tengo la esperanza de encontrar huéspedes y distingo la figura de una mujer sentada al fondo. Hola, ¿podemos conversar? ¿Cómo te llamas? pregunto sonriente. Tránsito, responde con acento chileno. Ya me iba, es que tengo miedo, anoche escuché ruidos póh. Luego de la matanza nada fue igual en el pueblo, añade sin bajar la voz. ¿Matanza? ¿A qué te refieres?, pregunto yo. No me digas que no sabes. Hace 15 días mataron a 7 miembros de la UMOPAR porque violaron a una mujer embarazada, entre muchos otros abusos. Cientos de personas se reunieron en la noche portando antorchas y silenciosamente rodearon la casa de aquí en frente. No les dieron tiempo para nada póh. Por eso desde esa fecha no hay autoridades en el pueblo. Trago saliva y abrazo a mi hijo, consternada. El sonido de un disparo, no muy lejano, nos sobresalta. Recogemos nuestras bolsas y, aturdidas, corremos hacia nuestras habitaciones sin despedirnos.
Mario bordea la vereda sintiendo una mix de sentimientos indescriptible incluso muchos años más tarde. Llega al mostrador de la oficina donde venden pasajes sin poder expresar un solo sonido. Intenta calmarse y compra boletos para las tres de la tarde. Cuando vuelve, salimos corriendo del hotel con el niño en brazos dejando el pago en la habitación y la llave en la puerta. En el trayecto, las calles deshabitadas de Chulumani se empiezan a teñir de negro. Decenas de hombres y mujeres salen como fantasmas desde el fondo de las piedras; las mujeres tapan cabeza y rostro con manto oscuro, los hombres llevan palos y piedras en las manos. El ascenso se hace difícil y empiezo a respirar con dificultad. A nuestro paso, el recuerdo de golpes militares y la brutal dictadura de García Meza me empiezan a abrumar. Me rayé de la nada admitiría años después. Recuerdo a mi guagua en La Paz y emprendo hacia la plaza para buscar un teléfono, necesito saber cómo se encuentra. ¿Pero qué tiene que ver lo que está pasando con la ciudad? pregunta Mario. Todo. De repente ha estallado otra revolución, añado.
Corro por medio de la plaza entre las pequeñas hogueras encendidas en las esquinas. Siento inmensas las órbitas de mis ojos ¿Dónde queda el teléfono del pueblo? pregunto a un hombre que junta paja para la fogata. Te caminas dos cuadras y de ahí te vas al edificio de la Prefectura. Cuando llego me atiende un hombre en estado de ebriedad, Mario llega con el niño en brazos, casi en seguida. Al verme acompañada adquiere compostura y con voz formal y solemne advierte mirando en lontananza: Señoras y señores. Hagan el favor de desocupar el lugar porque hemos sido avisados de que una turba está viniendo a sacar de nuestras celdas al reo, miserable asesino de una dama respetable, y no respondemos de lo pudiera acontecer de ahora en adelante. ¡Hayquirse señores! A continuación, cierra la oficina con precisión a pesar de su embriaguez y escapa. Bajamos detrás de él a tropezones. En la calle observamos a un grupo que se acerca cada vez más grande y demandante.
Desesperados corremos en dirección opuesta donde una flota está con el motor encendido y diez personas a su alrededor. En el trayecto, varias personas vestidas de negro lloran a gritos en la puerta del velatorio desde donde se ve la silueta de un ataúd. El sacerdote, con el alzacuello de rigor, intenta contenerlos. El sonido de un dinamitazo dramatiza aún más la situación. El chofer nos advierte: Se han de acomodar de callado y no van usar sus cámaras, no quiero líos con nadies. El grupo se precipita a los empujones sobre las gradas de acceso. El chofer arranca suavemente cuando parte de la turba ya se encuentra a media cuadra. El ruido de un piedrazo contra la puerta trasera nos sorprende. Un qalaso nosian tirado, exclama el sudoroso ayudante. El chofer acelera tocando bocina como si enfrentara la inminente arremetida de un tren. Los bocinazos eclipsan el sonido de las piedras lanzadas sobre la movilidad. Avanza a toda velocidad.
Diez minutos más tarde estamos fuera de peligro y nos dirigimos raudamente hacia la ciudad de La Paz. ¿Quieres que te cuente lo que vi en esa casa? pregunta Mario con voz de ultratumba. No gracias, respondo. Las paredes estaban llenitas de sangre, insiste. No por favor, ruego. Desde ahí divisamos la inmensidad del paisaje considerando que pese a todo, “la sacamos barata”. Ambos ignorábamos lo que tendríamos que enfrentar por la hiperinflación económica que nos esperaba a la vuelta de la esquina.
Fuente: Revista Rascacielos