Algunos apuntes sobre Norte, de Edmundo Paz Soldán
Por: Sebastián Antezana
La escena es bastante famosa: hacia el final de su polémico documental de 2002, Bowling for Columbine, el documentalista estadounidense Michael Moore -que quiere pintar una especie de fresco sobre la violencia en el país del norte a propósito de la masacre de la secundaria Columbine, en Colorado- consigue una entrevista –o más bien la fuerza- con el actor Charlton Heston. El actor, famoso por interpretar al bíblico Moisés, detentaba por esos días la presidencia de la Asociación Nacional del Rifle. Lo malo –o lo bueno para el documental, según se lo mire- es que tal asociación decidió llevar a cabo un mitin, una reunión multitudinaria, casi una celebración en la misma pequeña ciudad en la que muy poco antes había tenido lugar la masacre de Columbine: cuando dos estudiantes llevaron un verdadero arsenal a la secundaria y asesinaron a quince personas e hirieron a otras tantas. Lo que sucede entre Moore y Heston es previsible: a medida que va avanzando la charla, el documentalista hostiga a preguntas y casi acusaciones al actor envejecido y terco que no puede sino echar de su casa a Moore y tratar de justificar la acción de la Asociación Nacional del Rifle diciendo que, históricamente, desde su nacimiento como país independiente e incluso desde mucho antes que ello, Estados Unidos ha sido un país marcado a fuego por la violencia.
Más allá de lo ridículo de la escena y de la validez moral y estética de la respuesta de Charlton Heston y las preguntas de Michael Moore, lo que queda claro es que para cierto sector de la población del país del norte –en este caso representado por aquel Moisés armado hasta los dientes- la tradición y el ejercicio de la violencia son absolutamente comunes. En el país de la libertad, como se sabe, la posesión de armas en un derecho constitucional. En ese país, como también se sabe, han nacido algunos de los peores asesinos seriales de la historia y continuamente cruentos crímenes pueblan las pantallas de los televisores. Pues bien, esa misma tradición y ese mismo ejercicio de la violencia son explorados en esta nueva novela de Edmundo, aunque en este caso el escenario, el terreno donde se despliega la acción es algo distinto. Y es distinto porque esta segunda novela se constituye en la concreción de un nuevo camino novelístico –que Paz Soldán había inaugurado con su anterior novela, Los vivos y los muertos– y además porque Norte, este pedazo de novela que hoy presenta aquí en La Paz, no sólo bebe de la tradición y el ejercicio de la violencia, sino que habría que añadir para su concepción una segunda fuente, una que en las páginas de la novela se alza como estandarte al viento, como señal de la construcción de una identidad: paradójicamente, el desarraigo. Y lo es porque el territorio en que se mueven los personajes de Norte -Jesús, un asesino serial mexicano; Martín, un pintor que acaba encerrado en un psiquiátrico; y Michelle, una camarera y estudiante de Letras, seducida por los cómics y un académico fundido- es siempre un terreno de frontera, es siempre la línea que intentan cruzar o por la que son cruzados mientras despliegan sus recorridos ante los ojos de los lectores, cada uno encerrado en una prisión particular, cada uno entregado a pasiones que los consumen demasiado rápido y demasiado violentamente, como si el signo de la inmigración por excelencia, como si el estar en un lugar que se sabe no propio, fuera la fuerza, la rapidez, la consumación inmediata. Todos pequeños e intensos fuegos que, sin embargo, se extinguen en seguida.
Así, se entiende lo que dice uno de los personajes, un policía, también emigrante, cuando trata de resolver los asesinatos del Rail Road Killer: “La muerte no había hecho sino seguir deshaciendo lo que ya estaba roto. La muerte sólo aceleraba el proceso gradual de descomposición en el que se hallaban todos inmersos desde el momento en que nacían”. De esta manera se entiende que la muerte, en esta novela plagada de ella, no sea un exabrupto, no sea algo absolutamente irracional, sino una suerte de continuación lógica de unos destinos marcados por la desgracia desde el principio –desgracia que adopta varios tintes: el crimen y su proximidad al monólogo apocalíptico, en el caso de Jesús; la locura y la enorme tensión existente entre palabras e imagen, en el caso de Martín; y tal vez la frustración o la inevitable negación de uno mismo, en el caso de Michelle. Todos se mueven en un territorio de frontera, siempre al borde de ese gran Norte al que intentan alcanzar, del que intentan ser parte, sabiendo que, en el fondo, la tarea es imposible.
Quizás quien más me conmovió entre ellos fue Jesús, ese asesino con nombre divino, ese que escribe febrilmente “El libro de las revelaciones”, ese hombre en quien se percibe una belleza violenta y palpitante, que es en realidad una serie de pequeñas explosiones esparcidas por las páginas de la novela, un hombre en una batalla terrible contra todos, un tipo que hace del lema Kill Them All su credo particular. Un tipo para quien amor y muerte están inseparablemente juntos y que es narrado por Paz Soldán con una rara pericia, con una profundidad pocas veces vista para narrar este tipo de personajes, a quienes el perfil psicológico barato y las pretensiones de misterio en ciertas novelas han marcado como arquetipos. Otras posibilidades de exploran aquí: Jesús, el terrible, como lo es también en otras literaturas. Jesús el aniquilador, el que los enterrará a todos, o el que tal vez no enterrará a nadie y dejará los cuerpos expuestos al horror del mundo mientras dibuja con el dedo una firma particular, una especie de chiste privado, de sí para sí. Pero también Jesús el hermoso, Jesús el ardoroso, Jesús el que ama. Es fácil comprender el atractivo de este tipo de personajes, de este tipo de historias. Es quizás más difícil entender que, como mucho en esta novela, son parte de la vida. O, como se dice en Norte mismo: “Era fácil entender que el mal atrajera, fascinara, sedujera. Era más complejo aceptar que el mal, el horror, el abismo, fueran parte fundamental de la vida”.
Norte es, por último, un acercamiento, una exploración al problema de la inmigración latina, legal e ilegal, a los Estados Unidos. Ese país sobre el que Jesús dice, en mitad de las vías de algún tren y en algún momento de los años ochenta: “Era un gigante tosco, desmañado. Como todos los gigantes tenía vulnerabilidades que no se veían fácilmente. Cuando se las descubría, era fácil usarlas para el beneficio propio”. Y claro, tenía vulnerabilidades pero también grandes desafíos. Estados Unidos se ve en esta novela como una imagen, como una figura equiparable a la de un laberinto. Si Borges, en el cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” perdió a un rey déspota en el que considera el más intricado de los laberintos, es decir, un desierto, en Norte los personajes principales se pierden de la misma forma, en ese laberinto, en ese desierto, que constituye Estados Unidos. O, para decirlo de otra forma, Paz Soldán parece en este novela seguir una línea marcada hace tiempo ya por Bolaño y recrea aquello de “Mexicanos perdidos en México”, pero esta vez los pierde –a los mexicanos y los demás latinos- un poco más al norte, y narra el drama y la inmensidad de su pérdida, de su extravío que es muchas veces un destino buscado, con gran acierto y, lo que es quizás lo más importante, de forma tal que devuelve a la narración, a la novela, algo que, en algunos casos, en algunas literaturas, parece haberse perdido o haberse diluido por un exceso de conciencia: el disfrute, el placer de leer una, tres o más historias bien contadas y que mantienen al lector, que me mantuvieron a mi, expectante, presa de una feliz ansiedad por querer saber qué pasará más adelante, en la siguiente página.
Fuente:Editorial Nuevo Milenio