Aleksievich y las paradojas de la condición humana
Por: Carlos Mesa Gisbert
“¿Cómo podía ser cierto lo que contaba? ¿Qué le sucedió a tu casa? La saquearon ¿y qué les pasó a tus padres? A mí madre la sacaron al patio, la dejaron en pelotas y la empujaron a una hoguera. A mi hermana embarazada la hicieron bailar en torno a la hoguera. Después de matarla, le sacaron el bebe nonato de la barriga clavándole barras de hierro…¡calla! ¡Calla!”….
Me había preguntado cómo es que un trabajo periodístico de toda una vida dio lugar a un premio Nobel de literatura. Svetlana Aleksievich lo ganó en esa condición. Para averiguarlo me aventuré con una de sus obras: ”El fin del Homo Sovieticus”. Su lectura ha sido hipnótica y devastadora, un tránsito por lo más hondo y más oscuro de la condición humana, una radiografía de nuestra naturaleza como solo se puede encontrar en los grandes clásicos. ¿Cómo? Dándonos una lección magistral de testimonios o, si se prefiere, de historia oral. La autora recoge quizás un centenar de relatos de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos, de soviéticos y rusos, de armenios y kazajos, de intelectuales y campesinos… un mosaico extraordinario y pleno, a caballo entre dos mundos, el pasado de la URSS una de las dos grandes superpotencias del siglo XX y la Rusia post perestroika (Gorbachov y Yeltsin), para terminar en los años de Putin.
El libro es un contrapunto dramático entre un mundo que desapareció y otro nuevo que nació en medio del vendaval. En ese hundimiento fue arrastrado ese dios brutal que fue Stalin, una figura cuya dimensión solo he podido entender después de leer estas páginas. Ésta es una crónica de lo humano que, a pesar de conducirte a los más oscuros círculos del infierno, rescata esa frase fundamental: “Sólo el amor salva”. Es la única forma de comprender porqué aquellos soviéticos que sufrieron la cárcel, la tortura, los trabajos forzados, no pueden desprenderse de su íntima admiración por su propio verdugo, el estalinismo y recuerdan con indisimulado orgullo la vocación imperial de un país que podía llevar al hombre al espacio y poseer miles de cabezas nucleares, pero no podía garantizar el abastecimiento adecuado de su población.
La utopía socialista fue, para millones de seres humanos, una causa verdadera, la idea de patria, magnificada en una extraña combinación de dogma de fe y propuesta de futuro, lo que permitió todo sufrimiento sin destruir la esperanza. Para otros tantos millones fue, a su vez, el sinónimo inequívoco del horror y de la degradación total. Sin embargo, unos y otros concuerdan en que la ilusión de vientos de cambio de Gorbachov y el “Santo Grial” que pareció encarnar Yeltsin en 1991, se hundieron en al materialismo más venal, en el enriquecimiento sin alma y sobre todo en la cosificación de todo ideal. El santoral marxista de la gran nación se desplomó y dejó un inmenso vacío.
Esta historia, a pesar de ello, no concluyó allí. La disolución de la URSS no sólo rompió la unidad, representó un camino macabro de violencia que, creímos, sólo se había dado en los Balcanes. El fragmento con el que comienzo esta columna no es la historia de una víctima del execrable estalinismo, no, es el relato de una refugiada armenia escapada de Baku (Azerbayan) en los años 90 del siglo pasado, es la increíble realidad de la irracional división de sociedades que habían cantado a la amistad eterna entre los pueblos y la igualdad entre los seres humanos… ¿Georgiano? ¿Ruso? ¿Armenio?… matar o morir, destruir cualquiera de aquellos valores por la moneda del fanatismo, de odios viejos, nuevos o inventados, diferencias de color de piel, de credo religioso, de origen geográfico. Los mismos que ayer eran parte de la Unión de Repúblicas, atrincherados en la sangre.
Más de 600 páginas desarrolladas magistralmente para narrarnos desde las voces de la calle, de los caminos rurales, de los departamentos de clase media, la peripecia humana, las incalculables rutas del dolor y la testaruda esperanza. Aleksievich ordena la narración, apunta unas pocas líneas ora descriptivas, ora reflexivas, contextualiza y escoge unos títulos maravillosos para cada parte y te deja sin aliento.
¿Literatura? Sin duda alguna, la vida sin un adorno. Y no es que la fuerza de la obra esté en las formas indescriptibles del hambre, el desgarramiento de los cuerpos, las prisiones interminables, la muerte tantas veces liberadora, es más que eso, es una disección de lo que somos, de cómo entendemos los asuntos fundamentales de nuestra existencia.
Le he dado muchas vueltas y he pensado que en estas páginas encuentro un nexo ineludible entre los grandes trágicos griegos y por supuesto en la dramaturgia de Shakespeare. La escritora-periodista-cronista logra armar un rompecabezas que no es otra cosa que la materia prima de nuestras propias vidas. Por supuesto, el tránsito abrumador de la historia soviético-rusa de un siglo, es el eje de un retrato colectivo sin par, pero si solo fuera eso sería insuficiente. En cada vida podemos encontrarnos, podemos descubrir por qué somos capaces de llegar al fondo del barro y subir a lo alto del horizonte.
Si algún modelo dibujado con maestría podíamos encontrar para saber lo que es amasar el alma humana desde su propio núcleo, Svetlana Aleksievich es ese modelo.
Fuente: Los Tiempos