“Ahora me he convertido en El Tiempo, destructor de mundos”
Por: Mónica Velásquez G.
Alguien diría que somos lo que nos daña, las imágenes que no se borran de la memoria porque “recordamos con la sangre”; otro replicará que, si acaso y en el mundo que nos rodea, somos las series de televisión, los videojuegos, las películas independientes o taquilleras; alguien más dirá que somos lo trivial refugiado en la amistad, el desgano, el departamento sin limpiar.
Pocos pensarán que no, que en todo caso somos el recuerdo de la infancia con el terror de ver el primer ser muerto o la fascinación de las cosas raras a que nos acercaron los abuelos, esa vieja casa donde estuvo la primera amiga o la complicidad con quien nos enseñó a ver el mundo. Y somos, seguramente, una yuxtaposición de todo eso a la vez. A veces, en primer plano, las pesadillas; otras, apenas audible el eco de un policial que parece narrar nuestros días o una musiquita que nos quiere llevar bien lejos de un país que se nos hace imposible seguir habitando.
La segunda novela de Mauricio Murillo, publicada el año pasado por la editorial 3600, baraja esos planos de existencia en una escritura que encarna, en muchas de sus angustias, el tiempo que nos ha tocado vivir.
Ya hace años, la novela El asco, del salvadoreño Horacio Castellanos, derramaba sobre los lectores el hastío, la sobrecarga, el sinsentido y las fantasías de quien mira su mundo con distancia crítica y, sí, con humor negro, lenguaje alejado de lo políticamente correcto y el horror de la raza humana en los ojos, a flor de piel. Más allá de una valoración o descripción de esta obra, me interesa este malestar, lo que deja pensar la escritura y por qué, ante la destrucción que es el tiempo, la narración puede liberar.
Si el sitio al que uno nace podría, en teoría, dotarle de sitio existencial, de arraigo o de pertenencia, este siglo XXI, atravesado de no-lugares o de sitios que se sueñan únicos aunque compartan cada rasgo de su ilusión, ¿qué quietud puede otorgar eso llamado país? El narrador, como en otro plano el protagonista de la serie que él guioniza, como el abuelo coleccionando rarezas humanas, como los amigos queriendo alterar el orden, o como la rabia con que todos ellos atraviesan su tiempo parecen alertarnos de un desacomodo que, excedido, ya no halla ni nombres, ni ritos sociales, ni lazos, ni siquiera proyecciones donde guarecerse.
De este modo, el cinismo como último refugio para ser un sujeto, la inmovilidad mientras pasa el mundo sin uno, las pedanterías intelectuales teatralizadas hasta el absurdo o un desenfrenado anhelo de mudarse a la ficción… son modos, parece sugerir esta novela, en que todavía puede quedar algo de nosotros.
Ese es justamente un problema central en este libro: que quede algo, siempre un resto, de lo humano.
Detrás del mal humor, la angustia por imaginar que la asesinada Alicia Villanueva está todavía viva en la forma que dejó en su cama, o las sombras como resto de desaparecidos cuerpos en Hiroshima; o los videos que en las redes siguen repitiendo, otra memoria de sangre, los horrores de experimentos sobre cuerpos humanos; o las figuras que rodean al narrador en una fantasmal ciudad al final de la escritura… todo ese desfile de sombras reviste un deseo doloroso de resistirse a la pérdida, al no-más-sitio, a la irremediable manera en que se pierde lo humano en nuestro tiempo y a la forma en que la muerte nos deja eso, sólo restos en el recuerdo móvil de alguien que desea retener lo amado. Pero se persiste, se busca algo de lo que ya no está, por lo menos una mancha, un rumor, una escena de TV mezclada con las pesadillas… “Estas sombras eran permanentes y nunca se iban a borrar. Eran las marcas indelebles de alguien y de algo que había sucedido”.
La destrucción de un tiempo devorador que se proyecta en múltiples niveles distrayéndonos de un transcurso hacia lo mortuorio y de una linealidad histórica y humana empeñada en repetir sus atrocidades se opone al tiempo de la ficción, de la narración. Y tal cosa sucede no porque resida allí un valor intrínseco, de hecho, el cinismo, el desprecio y el desencanto del guionista de la novela abarcan más de una vez a la misma escritura, a un agotamiento que parece ya no tener más nombres para dar a los hechos (en lo real y en lo virtual, en lo político y en lo cotidiano, en lo literario y en lo visual, etc.).
Lo común, lo predecible, lo inexistente de la crítica y de la ficción compleja agobian al narrador tato como el vacío existencial y social que lo rodean. Ante ello, lección de una serie norteamericana, la narración puede mover el pasado hasta volverlo incluso no coincidente consigo mismo.
Si pareciera que no queda sino rendirse a “los días y su máquina”, una mínima resistencia puede quedar en el empeño de lo imposible fotografiado o narrado de manera paralela, difusa o desplazada.
Sin embargo, la ausencia se mantiene: no se agota ni llena con toda la información al alcance, en un desmentido a la eficacia policial de resolución de casos. Finalmente, el mal es perceptible, visible desde las huellas que deja. Pero el deseo no comprende, como el narrador, “por qué alguien quisiera dejar de hablar para siempre”. La palabra, que no es la de los discursos (ni políticos ni de ocasión), es “una bomba que llevamos dentro”, “nos llamamos como las agresiones y ataques de los otros. Tu nombre es la violencia que te mata, te llamas como lo que te daña”. Sin embargo, y es de notar, el lenguaje no es una apacible guarida, el deseoso lenguaje narra y desordena los vestigios del tiempo, nombra y convoca, a pesar de la muerte; altera e inventa lo sucedido, para mantener vivo a alguien o a algo que por allí pasó.
La cercanía de la muerte cambia al abuelo, en el recuerdo del narrador, “como si la impaciencia, la extrañeza y la negación de la realidad triunfaran en su nueva personalidad”. Este abuelo, eco de sentido en el pasado, ha legado a su nieto la lucidez ante el lado horroroso de lo humano, pero también le hereda, de manera menos explícita, el milagro de las sombras, materia prima de las escrituras en la novela, pues nutren de presencia y de resistencia a lo vivo, aunque terminen plagiadas (como el guión televisivo) o aparentemente irrelevantes para su propio autor (en un par de ocasiones el narrador queda inconforme leyendo lo que acaba de contarnos, pero decide dejarlo así).
Y es que uno no puede deshacerse de lo repugnante, esa barrera de protección ante lo real; tampoco puede deshacerse de los muertos ni del tiempo y su hambre; tampoco, del lenguaje que lo sustenta y por lo que, habla. Contar la trama en varios registros e insistentemente no agota ni el mal ni el vacío ni el sinsentido de la abulia, pero queda, otra sombra en la pared, bordeando lo ausente.
Tal vez por ese sutil deseo de lengua que se esconde en todo hartazgo, sea posible una salida, después de todo “todos experimentamos algún tipo de radiación cuando el mundo nos da de golpe al salir de la panza. Nacer es eso. Vivir es deformarse, luchar contra las secuelas radioactivas”. En esa lucha, “existiendo como pieles”, se juega una propuesta de comprensión tanto de lo vivo en su vulnerabilidad, como de la lucidez soportable y del lenguaje posible ante el misterio, que dejan al lector de esta obra no sólo con ganas de levantar la cabeza, sino de levantar el cuerpo y fantasear con que quedará de él una silueta, un nombre con sus heridas y sus estallidos, un resto para desatar la gana de invención en alguien que está por llegar al sitio vacío.
Fuente: Ideas