Adán y Eva eran Aymaras
Por: Liliana Colanzi
Hace varios años, un hermano de mi madre que es profeta de un culto ovni andino —una rama de los gnósticos— pasó una larga temporada en mi casa recuperándose de una cirugía. Durante su estadía se dedicó a contarme las historias de sus vidas pasadas y a llenar las puertas de las habitaciones con símbolos para alejar a las fuerzas malignas. Un día, al volver del colegio, descubrí con pena que se había marchado. Sin embargo, había dejado varios libros: un par de evangelios escritos por él mismo, tratados esotéricos que explicaban la relación entre los extraterrestres y las culturas andinas y un texto al que al principio no le presté atención.
Se trataba de La lengua de Adán, una de las obras más extrañas y fascinantes del siglo XIX. El autor, Emeterio Villamil de Rada, fue un excéntrico erudito paceño que se pasó la vida embarcándose en aventuras alocadas por todo el mundo. El libro permaneció ignorado en la biblioteca familiar durante años, hasta que un colega periodista al que le hablé sobre la religión de mi tío me hizo notar la importancia de La lengua de Adán. No solo se trataba de un libro raro, me dijo, sino que apenas se habían hecho tres ediciones en más de cien años. Esa misma noche regresé a buscar el texto de Villamil de Rada.
No era una lectura fácil. La lengua de Adán trataba de probar nada menos que el aymara fue la lengua perfecta, el primer idioma que hablaron los seres humanos y del que se desprendieron todos los otros. Villamil de Rada llegó a esa conclusión luego de aprender —se dice— veintidós lenguas a la perfección y de manejar medianamente otras diez. También, basándose en estudios arqueológicos, sostuvo que el Edén estuvo en los Andes, lo que significó una reivindicación explosiva de la cultura indígena andina. Hoy cuesta creer en esta teoría, pero en su época, cuando los conceptos arqueológicos y antropológicos modernos nacían, sus ideas fueron discutidas por lingüistas de todo el mundo —Umberto Eco lo menciona en La búsqueda de la lengua perfecta (1993).
Busqué fotos suyas en vano. El bibliógrafo Nicolás Acosta lo describió como un hombre algo encorvado, de nariz ancha y ojos un poco saltones. Nació en Sorata, La Paz, en 1804, en una familia adinerada. Su primera aparición pública fue en 1825, año de la independencia de Bolivia, cuando pronunció el discurso de bienvenida a Simón Bolívar en su entrada a La Paz. Antonio José de Sucre quedó impresionado con su oratoria y lo invitó a unirse a la comitiva, pero Emeterio rechazó la oferta.
Al año siguiente tuvo un encuentro crucial con lord Behring, un explorador británico que estaba de paso por La Paz y que lo invitó a seguirlo en sus viajes científicos por el mundo. Esta vez el joven Emeterio no vaciló: le pidió permiso a su padre, que puso a disposición su fortuna, y se lanzó a descubrir el Viejo Mundo.
Siete años después retornó a La Paz e inmediatamente quiso poner en práctica sus conocimientos. Sus empresas fueron diversas: dictó la cátedra de Literatura de la recién fundada Universidad de San Andrés, incursionó en la política, se metió en las minas de Coro Coro para buscar cobre. Acabó desterrado en Lima por causa de sus simpatías políticas, a los 39 años, y entonces se permitió, por única vez en la vida, la locura de enamorarse.
Se casó con la peruana Mercedes Castañeda en 1842, pero la pasión le duró poco: un año después abandonó a su mujer y a su único hijo, Octavio, para irse al norte de Perú, atraído por la explotación de la quina. No se le conoció otra mujer, no tanto por su tendencia a la soledad —que era grande— como por su misoginia. Luego la fiebre del oro lo llevó a California. Allí abrió un periódico en cuatro idiomas que lo hizo millonario de la noche a la mañana. Ese fue el único éxito empresarial de toda su vida.
Pasó por Nueva York y México sin mucha suerte. En Sydney se empleó en oficios humildes: barría y fregaba pisos. Aprovechaba las noches para estudiar a fondo las lenguas nativas australianas y las de la India. En 1856 se lo encontró triunfante en Valparaíso. De allí prosiguió hasta La Paz, donde lo recibieron por primera vez con pompa y lo nombraron diputado. Ya sesentón, se arriesgó a un último negocio aventurero: la búsqueda de oro en Tipuani. Enviado por el gobierno a demarcar los límites de Bolivia con Brasil, en la frontera aprendió otros idiomas nativos del oriente boliviano.
Viejo, pobre y dueño de un enorme caudal de conocimientos, decidió mudarse a Río de Janeiro, donde empezaría a clasificar sus saberes y crear una sociedad de estudios antropológicos. En Brasil escribió la totalidad de su obra, que supuestamente incluía títulos tan sugestivos como La localidad del Edén y su mapa de los cuatro ríos que designa con precisión el Génesis y una Introducción al vocabulario en aymara teutónico. El conjunto de sus manuscritos estaba destinado a conformar una obra de alcance disparatado: La filosofía de la humanidad.
En ese momento decidió acudir al gobierno boliviano. Preparó un resumen del contenido de sus trabajos y lo despachó, pero nunca recibió respuesta. Ese resumen, publicado en 1888 bajo el título de La lengua de Adán, es lo único que se conoce de la obra de Villamil de Rada.
Deprimido, sin un centavo en el bolsillo, Villamil de Rada se suicidó arrojándose al mar en 1880. Su obra se perdió para siempre. De cuando en cuando, su nombre aparece envuelto en acaloradas discusiones en torno a la antigüedad de la cultura aymara o a la importancia de su aporte a otras lenguas o civilizaciones. Algunos lo consideran un iluminado, otros un ‘pseudolingüista’. El gobierno de Evo Morales ha celebrado La lengua de Adán por su obvia contribución a la causa aymara, pero hasta ahora ninguna editorial se ha ocupado de reeditar el libro.
En cuanto a mi tío gnóstico, nunca pasó por mi casa a buscar sus libros. La última vez que lo vi fue la noche de Año Nuevo: me contó que acababa de publicar cinco evangelios nuevos. Pero esa es otra historia.
Fuente: The Clinic