Abuela
Por: Mauricio Rodríguez Medrano
Foto: Marcelo Paz Soldán
Mi abuela camina por los pasillos de la casa como un fantasma. Sus días se fueron colmando de silencio. Sólo cuando recuerda el pasado y lo cuenta se siente vivir de nuevo. Pero cuando calla, otra vez se hunde en un pozo vacío, que debe ser la muerte o pero aún, la muerte en vida. La palabra es el acto que vivifica.
Sólo el pasado existe en la palabra. Los libros fundadores de diferentes culturas dan cuenta de ello al grado de convertirse en libros sagrados. Y si el decir transforma nuestra realidad, el decir en tanto literatura, nos humaniza completamente. Mi abuela relata sus historias como un experto cuentista.
Los días en la mina de Milluni, a los pies del Huayna Potosí, los días de la revolución; de las dictaduras, cuando los aviones sobrevolaban la mina y sembraban a los muertos fueron historias que mi abuela me contaba cuando era niño, mientras los vapores de la cocina humedecían las paredes y la luz apenas alumbraba la habitación.
La historia de Hispanoamérica nos creó. Las crónicas de los colonizadores daban cuenta de paraísos encontrados, de búsquedas irresueltas como el país de la canela, el dorado, la fuente de la juventud. Daban cuenta de animales sobrenaturales con pelos en vez de plumas; del oro que podía ser hallado en las playas. Nuestro pasado fue y es a través de la palabra.
Ahora mi abuela que parece una niña por el tamaño, una niña arrugada y con dolores en los pies, camina por la casa sin hablar. Mira la tarde sentada en un taburete, mientras el sol le calienta el rostro. Sólo a veces recuerda a mi abuelo, y el recuerdo se convierte en presente.
La literatura, como arte, no sólo nos activa el pasado, sino que utiliza esa fuente y la transforma; y por medio de esa transformación unifica a la sociedad. Recordemos a Homero con su Iliada, en ella dio las bases del ser griego. ¿Y en Bolivia existe un libro que hiciera lo mismo? Tal vez por ello el ser boliviano es una fragmentación, es un no ser aún. He allí, unas de las funciones del arte.
Mi abuela me dijo ayer que todavía no tiene ganas de morir. Sus huesos, muchas veces, ya no le responden, los dolores son cada vez más frecuentes. A los 83 años parece ya haberlo vivido todo. Debe ser ayudada para subir las gradas y llegar a la azotea. Allí mira otra vez el Illimani. Me pregunta si conozco la leyenda de aquel cerro. Le digo que no. Ella, al contármela se asegura, aunque sea sólo un instante, la inmortalidad. Mi abuela no quiere morir.
Fuente: Ecdótica