Por Mauro Gatica
Si bien, y aunque a estas alturas parezca ya un cliché, suele relacionarse de manera muy cotidiana al poeta con el consumo de alcohol, la lista de autores que se sirvieron de sustancias sicotrópicas en la producción literaria (ya sea como droga o como leitmotiv) es bastante larga. Basta recordar a poetas simbolistas franceses como Baudelaire influenciado por “Confesiones de un comedor de opio inglés” de Thomas de Quince, o a beat como Ginsberg, Burroghs o Kerouac; o, situándonos ya en latinoamérica, Vallejos en “Trilce” o Neruda en “Residencia en la tierra” (aunque estos borraron toda referencia al Hachís en los textos citados), el poeta peruano Carlos Oliva y su adicción a la pasta base o el mismo trabajo de Perlongher sobre el Ayahuasca en “Aguas aéreas” para corroborarlo.
Haciendo un simple ejercicio de abstracción, no puedo dejar de imaginarme (obviando las teorías creacionistas) los tiempos primeros de la humanidad, una fogata en el corazón de una cueva (no olvidemos que el fuego es el primer hogar) rodeada de individuos que a través del uso de sustancias ritualistas sicotrópicas superaban los límites de lo terrenal en busca de una verdad que escapaba a su entendimiento. Ya en su libro “la vida de las plantas” Emannuele Coccia concibe a la planta como un objeto de interpretación de las relaciones entre los seres y su entorno: “No se puede separar —ni física ni metafísicamente— la planta del mundo que la alberga. Ella es la forma más intensa, más radical y paradigmática de estar-en-el-mundo”. Digo esto a propósito del libro “Entra El jaguar” de Gabriel Entwistle, publicado este año por la editorial 3600. Y que comienza así: “hay una belleza en todo esto / en no tener plata / en moverme con lo justo / como si viviera del aire / como si el aire y yo fuéramos uno / pero no / no vivo del aire / aunque lo respiro lo fumo”. Decimos esto también porque “Entra el jaguar” pone en relación el consumo de plantas alucinógenas como una forma de integrar transversalmente, o si se quiere, de poner en valor, la relación que existe entre nosotros y el mundo que nos enferma, pero no como mero turismo sicotrópico tan en boga en estos días, ni mucho menos una exaltación de la metáfora de sus alucinaciones, sino como una guía espiritual que nos sirve para reflexionar sobre nuestro estar en el mundo y sus implicancias. Diremos entonces que “El ayahuasca se concentra sobre los grandes valores humanos, sobre el entorno de la vida personal en el pasado, en el presente y el futuro, sobre los aspectos más elevados de la vida en comunidad (…) permite ver los impactos negativos de las actividades humanas en el medioambiente por falta de cura o por destrucción”. Por lo tanto, este libro está muy lejos de ser una apología a las drogas ni mucho menos, más bien lo entiendo como un aniquilamiento consciente del yo impuesto por las circunstancias de la vida.
A medida que avanza el libro vemos como Entwistle entrelaza el ser en el mundo, es decir, nuestra propia interioridad, con el estar en él, lo que implica necesariamente la relación de nuestras vidas con la vida de los otros. De hecho, en el libro solo una vez se nombra a la ayahuasca de manera directa, y si no me equivoco, nunca a sus rituales, mas sí sus revelaciones.
No es un libro sobre drogas, es un libro sobre la familia, sobre el amor y sus tormentos, sobre la vida y sus injusticias, sobre la existencia y sus avatares, su metamorfosis y, en cierto modo, su redención. La sutileza está en la manera en que Entwistle nos presenta este proceso de interiorización de nuestra propia existencia y el efecto que esta tiene en la vida de los otros a través de la memoria. Quizá aquí podríamos hablar de una apertura de conciencia, algo que creo es propio de la poesía.
La fiscalidad y la espiritualidad del mundo se desbordan a lo largo de Entra el Jaguar. Un estar dentro y fuera de uno mismo, el individuo como una dicotomía entre pensamiento y acción, ser el aire y a la vez el animal que lo respira, convergemos en la atmosfera en donde todos somos lo mismo y desde esa conciencia de ser uno y, en cierta forma, todos a la vez, cuestionar la existencia y sus consecuencias desde esa interrelación. Podría pensar que lo que se busca a través de estos poemas es poner en evidencia la narrativa de un viaje vital que parte de lo material a lo espiritual, desde lo personal a lo colectivo, del error al acierto, entendiéndolo como la relación emocional entre los seres vivos y su entorno. Conciencia de una dualidad, consciencia respecto a que somos la cura y la enfermedad de esta existencia.
Ya que estamos hablando de enfermedad, diremos aquí, arbitraria y convenientemente para esta ocasión, que la familia es el primer entorno en el que nos desenvolvemos (la primera colectividad), es la misma naturaleza, la piedra fundacional de nuestra existencia, es la primera enfermedad, es la selva (la naturaleza social) y sus misterios en donde nos internamos, como animales excitados por nuestra propia imagen reflejada en el charco. La familia es la geografía, es el habitad, es el territorio, pero esta familia también es pensamiento, es idea, es felicidad y dolor.
Es aquí donde nos instalamos. El libro nos abre la puerta de un hablante agobiado por la vida, por sus injusticias, por las lógicas que la gobiernan, que sin embargo logra comprender el valor de la muerte, en relación a una vida que intenta (eso es lo que tenemos, solo intentos) la plenitud.
En estricto rigor, la familia y su núcleo como parte esencial de la angustia. La figura del padre y del hijo superado por las circunstancias. La figura del padre considerada, cómo no serlo, un constructo que escapa a lo biológico, podríamos concluir, sin temor a equivocarnos, que la paternidad es, al menos al principio, una experiencia netamente intelectual, racional, no biológica, contrario a la maternidad y su vínculo biológico explícito y todas las implicancias que eso conlleva. Si me permiten la intimidad, recuerdo que mi abuela me decía: “Uno siempre está segura de quién es su madre, pero de su padre, tal vez”.
Transitando entre un intimismo confesional y descarnado, y una especie de antipoesia rabiosa e irónica (a ratos parriana diría yo, como coqueteándole a la tradición chilena), la poesía de Entwistle, empapada de la cotidianidad, del día a día, se sumerge en la memoria del hablante para desentrañar, en primer lugar, la convivencia familiar como la piedra inaugural de los dolores. De ahí que el tema del abandono paterno es vital considerando la realidad que sin ir muy lejos, se nos presenta de manera más cotidiana de lo que creemos. Ya nos decía Pizarnik: “La poesía es el lugar donde todo sucede”.
No es un misterio que solemos confundir la memoria con la verdad. Aquí más que una constatación de lo vivido, el poeta busca un tipo de verdad que no esté viciada por los recuerdos ni por anécdotas, sino más bien que se alimenta de ellos, tratando de dar, más que una explicación, un sentido a la existencia. No quiero decir con esto que Entrar el Jaguar sea o promulgue una literatura meramente terapéutica, aunque si compartimos la idea de que reconciliarnos con ella en esa línea es descubrir su valor vital (no absoluto) y un medio para hallarnos a nosotros mismos.
Digo esto porque aquí podemos ver una conciencia del discurso, una crítica, si se quiere, al lenguaje desde el extrañamiento. Es justamente esta consciencia en su uso que aleja al libro de ser un mero instrumento sanatorio, de ser un medio para un fin, para convertirse, creo yo, a partir de una lúdica del lenguaje, en un fin en sí mismo, en un auténtico viaje.
No queda más que invitarlos a sumergirse en las páginas de “Entra el jaguar” y ser ese animal que se refleja en el caudal indómito del río, el animal que nos visita en el sueño y nos invita a renovarlo todo.
Fuente: Ecdótica