Por Fernando Molina
1969 pasará a la historia literaria latinoamericana porque, entre otras cosas, fue el año que vio la luz Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa. Ese mismo año, Vargas Llosa presidió el jurado del premio boliviano de novela Erich Guttentag, organizado por Los Amigos del Libro, y lo concedió a Renato Prada Oropeza por Los fundadores del alba.
En su apreciación, el autor peruano elogiaba “el buen uso” por Prada “de la técnica de cruce de planos temporales y de narración simultánea”, la misma técnica que él mismo empleaba brillantemente en Conversación de La Catedral. Tal era la tendencia en esta época en la que arrancaba el boom latinoamericano tras las huellas del escritor estadounidense William Faulkner.
El mismo año de 1969, Los fundadores del alba obtuvo el primer premio de la cubana Casa de las Américas, cuando esta institución cultural todavía galardonaba la literatura vanguardista, tres años antes del “caso Padilla” que marcó la imposición del realismo socialista en la isla.
Fue el annus mirabilis de Prada, que además publicó un extraordinario volumen de cuentos, Ya nadie espera al hombre, y consiguió una beca para estudiar filosofía en Europa. Tenía 32 años… Y lo mismo para la literatura boliviana: en 1969 no solo pasó lo referido, sino que también se publicó Tirinea, de Jesús Urzagasti. Por otra parte, la mención honrosa del premio Guttentag recayó en el manuscrito de Matías, el apóstol suplente, de Julio de la Vega, que se publicaría en 1971.
Al cabo de los años, estos dos últimos títulos han sido incluidos en la lista de las “15 novelas fundamentales” del país, no así Los fundadores del alba. Un hecho un poco difícil de entender. Quizá exprese el cambio de gustos literarios a lo largo del tiempo; quizá se deba a la cabeza un poco volada de los críticos literarios que “se olvidaron” de Prada, que en los años 70 no pudo volver al país por su posición política y que luego convirtió su exilio en alejamiento permanente. Murió hace justamente diez años en Puebla, México. En este país, donde se nacionalizó, escribió una considerable obra literaria, pero sobre todo se lo reconocía como semiólogo, con publicaciones especializadas como Hermenéutica. Símbolo y conjetura o Los sentidos del símbolo I y II.
Los editores bolivianos también “se olvidaron” de Renato Prada, ya que el resto de su obra no ha sido publicado en el país. Es sabido que aquí, para publicar, hay que “pechar” (en todos los sentidos de este verbo). Si un autor no se hace cargo (que es una de estas acepciones), queda inédito. Un caso parecido es el del historiador Antonio Mitre, residenciado en Brasil, que concita menos atención local que la que su fina obra amerita. (Aunque esto parece estar cambiando. Plural acaba de publicar Los patriarcas de la plata. Es la primera edición boliviana de un libro clásico que apareció en Lima en 1981).
Mitre es cochabambino, igual que lo era Prada, aunque este de crianza, ya que nació en Potosí. Vivió en Cochabamba una niñez y juventud de orfandad, duro trabajo y estudio, lo que lo hizo consciente de los problemas del país. Aunque alguno lo considera “posmoderno” porque no hace una literatura realista, se diferencia del posmodernismo actual, al menos en sus primeros libros, por su interés en la polis boliviana.
A propósito, hay que anotar que solo cinco de las 15 novelas fundamentales no son realistas. De una manera que me parece asociada a lo mencionado, a Prada se lo calumnia como “difícil”, cuando no lo es en absoluto, pues su manejo de las técnicas vanguardistas es hábil y prudente. (No así, siempre, sus decisiones sobre los idiolectos de sus personajes). Además, Vargas Llosa elogiaba “la austeridad y sencillez de su lenguaje”… En fin, Prada no es difícil, sino misterioso, en el sentido en que se usa esta palabra en las relaciones amorosas. Por supuesto, no necesito aclarar que una persona misteriosa es más atractiva que la que no lo es.
Los fundadores del alba se refiere con simpatía, pero sin fanatismo, a un asunto candente en el momento de su publicación: la guerrilla comunista. Dos años antes, como se sabe, Ernesto Guevara había muerto en el Chaco boliviano. En Ya nadie espera al hombre, Prada incluyó un cuento dedicado a la masacre minera del San Juan de 1967, que fue la respuesta del gobierno “democrático” de René Barrientos a la decisión de los mineros de apoyar al foco guerrillero. Sin embargo, no estamos ante un autor “comprometido”, que subordinara su objetivo estético a sus ambiciones políticas. En este campo –y en los otros también– es muy diferente que otro escritor cochabambino, Jesús Lara, que con sus novelas esperaba contribuir a la emancipación indígena. Prada es un escritor delicado, contenido, que insinúa antes que tratar de imponer algo. De ahí que recurra a menudo a la yuxtaposición de planos narrativos, método que sirve para crear matices más sutiles, que no permitiría la exposición derecha de una historia. Como dice el protagonista de Los fundadores del alba, el ideal puro, es decir, sin acompañamiento, resulta antinatural. Javier necesita de otros móviles, como el sexo y el amor. La literatura tampoco puede vivir exclusivamente de política, luchas, causas, dudas y certezas; requiere de naturalidad y acaso.
Los estereotipos están menos presentes en Ya nadie espera al hombre que en Los fundadores del alba, pero si en esta novela se estereotipa, se lo hace en sordina. “Sin exageraciones o demagogia”, como explica Vargas Llosa en el texto varias veces citado. El resultado sigue siendo conmovedor, pese a lo lejos que nos hallamos, en tantos sentidos, del tiempo en que el mentado Javier dejaba la pequeña burguesía por el seminario y el seminario por la lucha armada y, arriesgando la vida, redescubría el valor –no formal, sino existencial– de las églogas de Garcilaso.
En el último tiempo se ha puesto de moda en los medios académico redescubrir a los autores menores del pasado. No sería mala idea que también se redescubriera, que redescubriéramos, a un autor mayor como Renato Prada.
Fuente: La Ramona