Por: Cleverth Cárdenas Plaza
En una exploración por la literatura boliviana escrita a propósito de las dictaduras me encontré con esta perturbadora y magnífica pieza literaria: Toda una noche la sangre (1994) de Juan de Recacoechea. Se trata de una novela que está ambientada en ese breve verano democrático de los 80, cuando Gueiler asumió la presidencia, después de una enrevesada sucesión de gobiernos de facto y antes del golpe de García Meza.
Es ficción se dirá, pero en nuestro país la ficción muchas veces estuvo comprometida con la realidad. La ficción fue el vehículo para revelar la crudeza de una época marcada por la violencia política. Esta novela es conmovedora porque nos da la imagen del sufrimiento, de la tortura, de los gritos silenciados, del terror del ser humano frente a la muerte. La muerte vinculada al deseo y la ambición de poder, un poder absoluto para el cual la vida humana se reduce a aquello que Agamben llama la vida nude, ese concepto político utilizado para describir cómo los gobiernos autoritarios restan valor a la vida humana, hasta el punto de considerar cualquier vida desechable. En la novela se ve una muerte orquestada por un poder que permanece entre las sombras y con ello nos da una perspectiva de lo que fue nuestro país y de lo que podría ser. Es que a veces la ficción reproduce de manera lúcida y desgarradora la realidad, y con ello nos ofrece no solo un hecho vinculado con la historia, sino la dimensión humana de los protagonistas.
Toda una noche la sangre reproduce el itinerario de un crimen, recorre los lugares que transitan los asesinos y escarba en la psiquis de los protagonistas. Tiene como héroe a Antonio Silavic, miembro de un grupo paramilitar de extrema derecha; hijo de un croata fascista empobrecido que se casó con la hija de unos comerciantes cholos. A pesar de las circunstancias y el lugar de su nacimiento Antonio Silavic recibió una educación racista, de odio a todos los que eran diferentes, algo paradójico, porque Bolivia está signada por la diferencia.
La novela inicia cuando Antonio se encuentra aburrido e impaciente, porque acaba de dejar una clínica de desintoxicación y espera el momento de otro golpe de Estado para tener trabajo e integrarse a los grupos de represores. Sin duda es fascista por convicción, pero sus mismos jerarcas políticos lo volvieron adicto a las drogas y al alcohol, con la intención de mantenerlo controlado con mayor facilidad. Es llamativo cómo Recacoechea recrea el tedio del protagonista en aquel verano democrático a través de su recorrido por la ciudad: desde los bares frecuentados por los grupos de choque hasta los cafés donde los judíos apuestan jugando ajedrez. Sin omitir la visita a su madre en Alto San Pedro o el encuentro con su exmujer.
Claro que nada se compara con la inefable persecución de la víctima de este relato por el Prado hasta Miraflores y su traslado hasta Achachicala. Este trajinar del paramilitar ofrece una forma distinta de verla ciudad y acá surge la pregunta: ¿su tránsito por la ciudad tendría su correlato con una cartografía del fascismo paceño de los setenta?, si bien esto no es importante para la ficción, siempre queda la duda.
A Silavic lo encontramos también en medio de preocupaciones prosaicas relacionadas con sus dificultades económicas: debe la pensión de su hija y los alquileres. En las pocas regresiones de la novela se sabe que trabajó durante cuatro años como mecánico de motos y logró una paz momentánea mientras estaba casado; pero su adicción le ganó y regresó a los grupos violentos y alcoholizados dando por terminado su matrimonio. Presionado por los 7.500 pesos de deuda por pensiones familiares se ve obligado a aceptar un trágico encargo. Jiménez, un operador político de la dictadura le ofreció 10.000 pesos, un monto que le salvaría del conflicto económico, adicionalmente, tendría protección mientras llegaba el golpe. Desde un principio Silavic deja claro que no se metía en torturas, pero Jiménez lo engaña argumentando que solo se trata de dar un susto a un cuervo, término con que se referían a los jesuitas. Además le informa que del trabajo principal se encargará Bompiani, un paramilitar argentino. De la lectura, se deduce que se trata dela ejecución del Plan Cóndor y la complicidad internacional que derivaría en una gran escalada de violencia para tomar el poder.
La víctima era Escandell, director del Semanario Wara, que había amenazado con publicar una lista de altos jerarcas militares involucrados en el negocio de las drogas –sin duda se trata de una referencia a Luis Espinal (1932-1980) y al Semanario Aquí; aunque el motivo de su muerte es diferente: Espinal iba a denunciar un negociado fraudulento por la compra de aviones Hércules, algo que involucraba a las FFAA–. En la novela, los verdaderos interesados en la desaparición de Escandell no se hacen visibles, pero coordinan, planifican y pagan desde un lugar privilegiado en el que ni siquiera se manchan las manos. Es un operador político de la dictadura, como Jiménez, quien se encarga de buscar a los paramilitares para que ejecuten el asesinato de Escandell. En la narración la delación de la corrupción y su vínculo con las drogas afectaría sus planes golpistas, motivo por el que debían callar al sacerdote y arrancarle la confesión respecto al militar delator.
Las escenas de tortura son escalofriantes y conmovedoras, sin embargo, hay en ello un trabajo estético que nos involucra en el dolor y el sufrimiento, como seguramente se había replicado en muchas escenas de horror que nos dejaron las dictaduras. A Escandell lo torturan en el Matadero de Achachicala, lugar siniestro de por sí y a la vez simbólico. Bompiani hizo el encargo con esmero y se nota en la narración el placer de un psicópata: la novela titula toda una noche la sangre porque precisamente es lo que duró el suplicio de la víctima. Un destornillador fue más que suficiente en las manos expertas del paramilitar argentino.
La narración se detiene en la mirada suplicante que Escandelldirige a Silavic, se trata de un momento de quiebre de ambos personajes. Es evidente que la violencia ejercida por Bompiani lo sobrepasa y en un inusual arranque de piedad Silavic da por terminado el sufrimiento de Escandell con un par de balazos. Ese desenlace los obliga a abandonar el cuerpo y huir del país. Por supuesto, la dictadura en ciernes tampoco iba a ser benévola con sus sicarios y testigos, que en toda la trama solo son fichas, mucho menos se iba a arriesgar dejando un testigo alcohólico que podría vulnerar su pacto de silencio.
Es bastante irónico que capítulos antes Bompiani cuestionara que los militares bolivianos estén involucrados en el narcotráfico, era algo que le molestaba porque esa práctica no va en la línea de un fascismo real, conservador y de extrema derecha. De muchas maneras esta novela nos enfrenta con las contradicciones de los personajes, pero también con su lado humano, incluso del asesino. En este caso la ficción nos introduce al oscuro mundo de las torturas y desapariciones. La vida nude se aplica no solamente a la víctima, sino al mismo sicario, revelando así la ética del poder de un tipo de fascismo muy particular preservado por un ejercicio constante de violencia política.
Hace 40 años, en este mismo mes, el país asistió a uno de los hechos más lamentables de su historia: el hallazgo del cuerpo sin vida de Luis Espinal Camps. Precisamente en marzo de 1980 un grupo paramilitar lo secuestró, torturó y asesinó en procura de ocultar los sucios secretos de la dictadura que le antecedía y con miras a limpiar los nombres de quienes darían un nuevo golpe de Estado.
Efectivamente, la muerte de Espinal, sirvió a una cúpula militar corrupta para eliminar una denuncia, pero al mismo tiempo para enviar un siniestro mensaje de miedo. Esta novela recrea ese momento desde la perspectiva de uno de los victimarios.
Fuente: Letra Siete