Las páginas no escritas de Jaime Saenz
Por Alex Ayala Ugarte
(En el artículo de Ayala, los lectores encontrarán unas cuantas anécdotas sobre la vida del poeta paceño Jaime Saenz (La Paz, 1921 – 1986) que acrecientan su fama, ya que sus acólitos, que somos muchos, y seguimos sumando, no nos perdemos detalles de su obra y vida, ambas íntimamente relacionadas. Para mí, por ejemplo, el sublime poema Recorrer esta distancia está inspirado, de alguna forma, en sus dos delirium tremens.
Estoy separado de mi por la distancia en que yo me encuentro;
el muerto está separado de la muerte por una gran distancia.
Pienso recorrer esta distancia descansando en algún lugar.
El propio Saenz contaba en la entrevista de que le hizo Alfonso Prudencio Claure (Paulovich) en 1967 recogida en el libro Apariencias (que, a propósito, tiene las ilustraciones de Pedro Shimose), literalmente dice Saenz sobre sus dos delirium tremens: “Creí que era una sardina metida en una lata y desde allí, tenía conciencia de que mis parientes y mis amigos me buscaban desesperadamente lo que nos vuelve a recordar Ayala en este su artículo que a continuación replicamos y está tomado del Semanario Pulso. Del viernes 24 al jueves 30 de agosto de 2007. Año 8. Número 412).
“Es para quedarse perplejo. El saco ha existido como tal desde tiempos pretéritos, pero ha ido desapareciendo poco a poco, según los remiendos han cundido para conformar de nuevo un saco”. Nadie mejor que el mismo Jaime Saenz para describir la chaqueta del aparadita, tan llena de zurcidos, como la vida del novelista. Saenz comprendía en toda su profundidad el alma de ese misterio ser que carga cosas, que puebla esta ciudad, que la lleva a cuestas, entendía su naturaleza callejera. “Sin embargo, él no era una persona marginal, sino que marginaba a la sociedad”. Las palabras que me dijo hace ya un tiempo Bernardo Saenz, sobrino vivo del escritor, lo describen perfectamente. Pero mejor lo hacen sus páginas no escritas, aquellas que él mismo escribía al aire con sus gestos, con sus batallas personales, con vasos de alcohol servido bajo las estrellas.
Saenz era casi un místico, era su barba larga y mal recortada, era un ser extravagante –salvo para la escritura-, era también en parte su tía Esther, que lo cuidaba; era capaz de encoger la cabeza ante un cuadro de su casa por considerarlo maldito, de romper un paraguas por la mitad después de ser abierto en un lugar cerrado, de volver a bajar las gradas de un edificio por haber terminado esta tarea con el pie izquierdo y de aglutinar a sus amigos en torno a los “Talleres Krupp” para discutir sobre música y literatura.
Hoy, para una aproximación más fiel a su figura, me dispongo a desempolvar parte de sus vivencias, que recopilé durante varias conversaciones años atrás con sus cuates, familiares y conocidos.
Lobo estepario
“En la universidad nos hacía escribir ensayos sobre la muerte. Sacaba su calavera y comenzaba a hablar con voz profunda, muy blanco él, por que de día no salía. Una vez me contaron que se quedó dos horas sin decir nada, observando la lluvia, mientras sus alumnos esperaban que dictara su taller de escritura creativa”. Jaime Iturri, quien fue por un tiempo uno de sus alumnos, tenía aún la imagen de su perfil de lobo estepario, de animal nocturno que no tomaba nunca el sol, que tomaba luna.
Cuando no salía de noche, estaba en casa, pero en penumbra. Así me lo confesó el periodista Chacho Arraya, quien con 16 años conoció a Saenz en su propia guarida. “Su pieza era grande, oscura, con cortinas cerradas. Era al mismo tiempo dormitorio y antro literario. Le gustaba tener todo cerca: sus libros, sus fotografías, sus cigarros, sus bebidas… y ponía melodías que le recordaban a su esposa, una alemana que lo abandonó llevándose a su hijo, y a quien escribía cartas que después no mandaba a ningún sitio. Simplemente o las rompía o las guardaba. Yo pasaba tardes enteras en su casa. Casi nunca comía, sus manos eran huesudas y dormía de día”.
No era amante de la buena mesa, pero sí de los buenos tragos, al menos durante 15 años, entre 1945 y 1960, época en la que Saenz sufrió dos delirium tremens en los que llegó a creerse hasta que era una sardina en lata. “Él tenía siempre su botellita de singan sobre la mesa y, cuando se acordaba, se servía una tapita de aguardiente. Luego, si se inspiraba, recitaba versos, se sentaba junto a la máquina de escribir y nos pedía cortésmente que nos retirásemos”, me contó Arraya.
Borracho, Saenz era capaz de inventar una buena frase. Por esta razón, la escritura de su novela más reconocida –Felipe Delgado- resultó al principió todo un calvario, hasta que la promesa de abandonar la bebida hecha a una niña, a su sobrina Marcia, le rescató del infierno.
“Fue durante una Navidad en los 60. Era diciembre y mi tío continuó bebiendo hasta el 31 –me confesó su sobrino Bernardo-. Ese día llegó a la casa con una botella de singani. ‘He venido a despedir el año y a despedirme del alcohol’, dijo. Se bebió hasta la última gota, la borrachera fue espantosa, pero 19 años más tarde no había tomado un solo trago. Tenía su pisco o su singani en casa, eso sí, pero te invitaba y él no tomaba. Lo sacaba, llenaba una tapita, la acercaba a los labios, la olía y decía: ¿Quién será más fuerte, el diablo o yo? Después vertía el alcohol otra vez en su botella”.
No volvió a beber hasta sus últimos días. Según su sobrino, “estaba tranquilo, esperando una muerte a la que había temido tanto tiempo. Así, en 1986, pidió a la gente a su alrededor que lo dejara solo. Más tarde, llegó el cura y tras la absolución Jaime pidió a la tía Esther dos piscos con su voz aguardentosa para compartir con el sacerdote. ‘Este es el brindis más importante de mi vida. Ha llegado el instante de brindar por la hora de mi muerte’, declamó. Al cabo de dos horas murió”.
Relojero y soñador
Con todo, la memoria de los familiares y los amigos de Jaime Saenz va más allá de los delirios etílicos del autor. Personas cercanas a él, como Alfonso Barrero, escucharon directamente de su boca durante mucho tiempo los anhelos y sueños. “En una ocasión –me relató Barrero-, nos llevó al altiplano por la noche. No nos dejó mirar arriba en todo el camino. Luego nos tumbamos en el suelo y recién nos dejó abrir los ojos. El firmamento nos envolvía por completo. Él llamaba a eso ‘caerse al cielo, y por eso ideó durante años la construcción de un monumento conmemorativo al altiplano”.
No pudo cumplir el deseo de verlo en pie, tampoco el de arreglar el reloj de la Plaza Uyuni, como ansiaba, aunque si dedicó horas y horas arreglar otros relojes. Así me lo aseguró Barrero en una conversación íntima y relajada que transcurrió en su casa al compás de los días que se fueron. “Tenía todo tipo de herramientas de relojero. Manipulaba los relojes con maestría hasta que conseguía hacerlos funcionar de nuevo. Cuando estaba en esa tarea, Saenz era un tipo que parecía más humano, más de carne y hueso, separado de cierto malditismo que lo perseguía siempre”.
Pese a que en esos momentos el escritor parecía más hombre que leyenda, ni siquiera en relación a los relojes lograba separarse de su alma de supersticioso, como se puede constatar retornando de nuevo a la charla que tuve con Barrero: “Una vez dejamos un reloj a medias y salimos con su tía a dar una vuelta en mi auto, al que el poeta llamaba ‘la alfombra mágica. Tuvimos un percance, nos salimos de la calzada y pudimos haber muerto. A mí se me paró el reloj justo a la hora en que ocurrió el accidente, pero la sorpresa fue que el que estábamos arreglando marcaba esa misma hora. Jaime aseguró que si antes de meternos en el coche no hubiéramos abierto ese reloj, alguien habría fallecido”.
Saenz era también amante de una camarita de fotos, con la que hacía tomas por toda la ciudad y con la que, según Barrero, inmortalizó una increíble noche de San Juan. “El ruido fue espantoso. Saenz llevaba siempre un pequeño revólver para defenderse –de ahí una de sus frases famosas: Quisiera morir de un balazo en el paladar, proyectil calibre 38, eso no falla-. Durante la velada, Guillermo Bedregal, uno de sus amigos poetas, se puso a jugar con el arma y, pensando que estaba descargada, se apuntó a la boca y en algún momento pensó incluso en hacer la broma y disparar. Pero cuando más tarde le pegó un balazo a un cometa que por casualidad cruzó su vista y comprobó que estaba cargada, bien cargada, casi se muere de la impresión. El disparó retumbó en toda la cuadra”.
Un tintero, una pluma
Ni Bedregal murió a causa de un proyectil ni Saenz, pero su entierro fue casi tan surrealista como su vida. “Con su cuerpo aún caliente, llegó el doctor Cayo Rivera –el único ser humano, según sus amigos, al que obedecía-. Jaime le había pedido un sinfín de veces que cuando muriera le cortaran la cabeza para que no existiera la posibilidad de ser enterrado vivo. Finalmente, tan sólo se le seccionó la yugular”, me relató su sobrino Bernardo mientras ordenaba los recuerdos en la mesa de su despacho. Para meterle al ataúd le quitaron los zapatos, pues tenía unos pies realmente enormes. Unos minutos después se produjo la última despedida, que fue al más puro estilo Jaime Saenz. Según Bernardo, “un tintero y una pluma de escritor surgieron por los palazos sobre las sobre la tierra donde fue enterrado”.
Hasta aquí llegan estas letras que Saenz nunca escribió, pero que las palabras de otros han escrito por él. Yo, por mi parte, me quedo con una peculiar imagen que el filósofo Cachín Antezana le llamó siempre la atención cuando todavía estaba vivo: “Cuando fumaba partía en dos todos sus cigarrillos, decía que así fumaba menos”.
08/29/2007 por Marcelo Paz Soldan