Altas y bajas de Fantasmas asesinos
Por:Martín Zelaya Sánchez
Personajes e idiosincrasias bien retratados, artesanía literaria minuciosa, por un lado; demasiadas páginas y desenlaces no siempre adecuados, por otro. Eso y más tiene la obra ganadora del Premio Nacional de Novela 2006 Fantasmas asesinos puede gustar o no, pero más allá de algunos excesos —y no precisamente en lo sangriento o “rojo”, que el mismo autor trató de justificar al recibir su premio—, más allá de bastantes imágenes poco creíbles y algunas construcciones demasiado forzadas, no cabe duda de que es un trabajo pulcro, complejo y profesional, tan poco común y necesario, esto último, en nuestras letras. Atrapa a momentos, cansa a veces, confunde si no se está muy entrenado, finalmente son 610 páginas, más de una docena de personajes, tres épocas de ambientación e infinidad de escenas superpuestas, entrelazadas, simultáneas, circulares. La habilidad es indudable, pero no por más difícil es “más mejor”. Wilmer Urrelo, quien mereció, creo yo, justificadamente el Premio Nacional de Novela 2006 (no leí las otras obras candidatas, a más de la segunda mención, pero la magnitud del esfuerzo es evidente, y lo formal, al menos, es casi impecable), contó que se desveló incontables meses en un trabajo agotador y enfermizo para lograr esta su segunda obra. Ése es, lo repito una vez más, el gran mérito. El entregar gran parte del valioso tiempo cotidiano, para brindarle a la gente una propuesta que cuando menos exige, atrae y no subestima, como lo hicieron casi todos los otros libros antes premiados, la inteligencia y capacidad de comprensión. Vamos a la trama. Un muchacho (un “idiota” para el autor) que se obsesiona por un crimen, hasta morir; un asesino, pederasta, desfigurado; varios policías sanguinarios, pero funcionarios rutinarios al fin; alguna madre, novia, prostituta y una ladrona (las mujeres en este libro siempre están sólo para engranar la trama, no para protagonizarla), y un par de niños muy paceños, muy normales. Una Bolivia ochentera (muy bien retratada desde el ambiente colegial y los códigos adolescentes), en una dictadura demasiado ficticia quizás, un todopoderoso dictador (adeudado al “Chivo” de Vargas Llosa). Diálogos, escenas, pensamientos y suposiciones “sexuales-grotescas”, (quizás lo más vargallosiano del libro, casi al nivel del fanático autor), y asesinatos, violaciones, y mutilaciones varias. Básicamente, esto forma la galardonada obra, con una prosa muchas veces muy bien resuelta (sobre todo la primera parte, a manera de diario) y otras tantas, no tanto. Se me vienen a la cabeza algunas ideas. Que la entenderán notoriamente mejor que otros los de la generación del autor (que es la mía), que conocen (conocemos) la idiosincrasia y formas de hablar de los adolescentes-jóvenes de los 80 y 90; que si hubiese tenido, digamos, unas 200 páginas menos, nada se habría dejado de contar, y tal vez hubiese estado mejor redondeada. Que si no se hubiesen forzado al extremo algunos desenlaces (la locura y tragedia del joven que quiso escribir la historia del crimen, o la telenovelesca coincidencia, en los 2000, de los hijos de los personajes de los 80, o de estos mismos ya viejos, o la locura de una vieja que crucifica a su nieta), el libro hubiese ganado mucho. Pero sobre todo, lograría atraer la atención, creo yo, de innumerables lectores más, —y, en resumidas cuentas, lo amerita— con una portada mínimamente buena. Lo bueno es que una segunda edición puede remediar esta terrible falta de tino.
08/08/2007 por Marcelo Paz Soldan