Man Césped y el lenguaje simbólico
Por: Óscar Rivera Rodas
Hace un siglo, hacia 1920, llegaba a su culminación la confluencia de dos importantes movimientos de las letras latinoamericanas: el modernismo y el vanguardismo. Ambas renovaron y modernizaron el lenguaje a partir de 1880, vitalizando la expresión anquilosada impuesta por el coloniaje español y sus fábulas religiosas. Ambos movimientos impusieron una nueva modalidad de pensar según su propia “modernidad”, familiarizada con las corrientes de otras regiones y lenguas, por lo que fue reconocida también “cosmopolita”.
Representante conspicuo de ese movimiento fue el boliviano Man Césped (Manuel Céspedes, 1874-1932) que cultivó excepcionalmente esa estética de transición, entre el fin del siglo XIX y el alborear del siglo XX.
Su primer libro fue una crónica, Viaje al Chimoré (1907); en los dos siguientes rechazó los versos y eligió la prosa poética: Símbolos profanos (1924) y Sol y horizontes (1930). Su obra es testimonio que refuta a la crítica literaria tradicional que quiere ver en esta época una ruptura violenta entre ambas corrientes, siendo una rica experiencia de transición al futuro: la literatura latinoamericana propia de los 50 y 60 del siglo XX.
Cada época literaria tiene su propia visión del mundo. Esa visión del mundo es su propia interpretación de la realidad y forma parte de su pensamiento. Esa visión del mundo es un producto del ser humano, es decir un objeto más de su propia cultura; en consecuencia, de la misma realidad que le rodea. Y como objeto así instalado entre los demás objetos adquiere jerarquía especial para el conocimiento, porque a través de su estructura el ser humano da sentido y función a los demás objetos.
A finales del siglo XIX la modernidad hace ver que la tradición española impuesta durante el coloniaje ha estado viviendo más en sus creencias que en la realidad: fue su propia visión del mundo. La tarea de la modernidad es desmontar esas construcciones de la tradición literaria colonial cristiano-española, dominadas por creencias escolásticas dogmáticas que se negaban a ver el mundo tal como es. La modernidad rechazó esa cosmovisión y permitió que el pensamiento contemporáneo empezara a manifestarse.
La escritura de Césped es un modelo del discurso que asume esa expresión moderna. Su primer libro de prosa poética, Símbolos profanos (1924), rechaza toda descripción religiosa o sagrada del mundo. Ciertamente, su antecedente fue el nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) y sus Prosas profanas (1896). El segundo motivo del libro de Césped titula Lance de honor y presenta uno de los conflictos mayores del pensamiento humano de finales del siglo XIX: la duda sobre la existencia de un creador del mundo o ser supremo. El texto dice:
Me olvidé de los hombres, ya que no alcanzaban a la dignidad de mi memoria, y me acordé de Dios; pero no con la timidez de los creyentes, sino con la bravura de los poderosos. Me enfadaba la rivalidad de su grandeza, y retándolo por el honor de los cielos, le dije con la voz de trueno de las lóbregas tempestades: ¿Dónde me esperas?
En el lenguaje del símbolo, en el habla inarticulada del verbo sin lengua, mi provocado me contestó: Aquí…
La voz salió de bajo de mis plantas. Bajé los ojos, busqué, y sólo vi una brizna de carne pálida y traslúcida, una miseria viviente, la más débil e inofensiva de las criaturas.
El otro, mi rival, me había citado al terreno del gusano. Me estremecí.
Yo no seré quien vaya; pero, cualquier día, un cortejo doliente me llevará encajonado a ese macabro lance de honor.
Los textos de esta corriente de transición no han recibido todavía la importancia que tienen: son escrituras en las que se puede examinar la evolución y cambio de aspectos del pensamiento y la expresión estética. Las características del discurso de Césped corresponden, por una parte, al lenguaje simbolista del modernismo consecuente de su actitud fenoménica y, por otra parte, a las descripciones nuevas con las que trata de crear e instituir un nuevo código artístico de representación del mundo por el lenguaje.
La actitud fenoménica de su escritura se produce a partir de la percepción exclusivamente sensorial de los fenómenos aparenciales de la realidad: la sola apariencia, múltiple en sus manifestaciones incitadoras de la captación sensible, ante la ausencia –por su dificultad– de la captación inteligible de la substancia o esencia de la misma realidad. Esta escritura es también consciente de la falta de certeza de las descripciones que mantuvo la tradición escolástica y dogmática, a las que niega implícitamente al proponer las suyas.
En base a las experiencias modernistas con el lenguaje y como continuación de las mismas, el vanguardismo desarrolla al máximo su afán re-descriptivo o re-interpretativo mediante las operaciones metalingüísticas de la definición. La fase inicial del vanguardismo se caracteriza precisamente por volver a definir los objetos de la realidad, recurso primordial de su escritura.
El discurso de Césped, si bien organiza sus enunciados sobre imágenes impresionistas, pronto se desvía, mediante la re-definición (paráfrasis, re-descripción) hacia enunciados abstractos que refieren realidades que carecen de forma concreta y que se reducen a la representación simbólica.
Sin embargo, su lenguaje conserva riqueza sensorial, fruto de la herencia modernista. Veamos este aspecto en una muestra: un enunciado del texto XVIII (Pastoral) de los mismos Símbolos profanos. El enunciador contempla una corriente de agua y la describe de este modo: “La esmeralda del regadío engastada en el oro otoñal, se descolora y acaba por desaparecer en la creciente ascensión de las sombras”.
Mediante redefiniciones y re descripciones de la realidad, las percepciones a veces se intensifican en extremo y los términos que integran la estructura de la sustitución se distancian hasta el extremo de la autonomía, lo cual diseña ya la emancipación que caracteriza al lenguaje vanguardista con relación a la realidad y su universo semántico en el lenguaje regular.
Para ejemplificar tomaré ahora un versículo texto XXX titulado Loba capitalina. Se verá que la autonomía del enunciado se produce precisamente como consecuencia de las nuevas descripciones y definiciones: “Hembra de la ubre sonora. Arpa eolia de metal de campanas y clarines, que al roce del tiempo modula sinfonías de auras triunfales”.
El lector puede reconocer al sujeto real del enunciado: se trata de la mitológica loba romana que alimentó a Rómulo y a Remo. La materia metálica y sonora de la sustancia de la expresión puede ser explicada por el versículo precedente, que dice: “Loba inmortal que ha pasado al símbolo, cobrando para sus formas bronce: carne de héroes”.
Es decir, la loba romana de la leyenda expresada por la escultura de bronce. El metatexto no sólo refiere la expresión y el contenido de esa escultura, sino el material de la que está hecha: el bronce, metal con el que se elaboran tanto algunos instrumentos musicales de viento como los monumentos a los héroes.
El texto XL, Oro de la tarde, puede mostrar claramente esa pugna entre la tendencia por crear realidades propias mediante los recursos de la modernidad vanguardista y el afán por el simbolismo modernista. El objeto referente del texto no es ninguna realidad del mundo natural, sino una imagen o percepción: “Oro de la tarde” o, en otras palabras, la visión del “atardecer”.
Césped discute este aspecto lingüístico (el significado) de esa metáfora y propone una compleja constelación de significados simultáneos; es decir, una enumeración heterogénea propia del estilo modernista.
Dentro de esa constelación se incluye, como se podrá ver en el versículo tercero, una derivación (o presuposición) de la imagen tradicional (entendida en su sentido recto como celaje), pero dentro del marco de una figurativización propia, celaje deviene oro, moneda, dinero “con que el día sufraga el pomposo entierro del sol”).
Los cinco versículos dicen:
Las enamarillecidas hojas que perdieron el color de la esperanza y se desprenden del árbol con la palidez de la ilusión muerta, son oro de la tarde.
Los maduros granos de las espigas y mazorcas de las sementeras que crujen al roce de las asperezas en que se tornaron sus lozanías, son oro de la tarde.
El gualda ardiente del encendido celaje, es oro de la tarde con que el día sufraga el pomposo entierro del sol.
La palidez seráfica de los muertos es oro de la tarde con que se paga la miseria de las vanidades.
La resignación del pobre, la piedad del anciano, son oro de la tarde.
Tales son los primeros versículos del texto XL, suficientes para demostrar el caso en que una imagen (“oro”, en este caso) se transforma en un símbolo único que actúa como elemento sincrético para reunir elementos dispersos y unificarlos bajo una sola magnitud semiótica.
La imagen inicial se transforma y paulatinamente toma el carácter de símbolo, para el que resulta difícil señalar un referente individual, debido a la multiplicidad de figuras a las que representa desde concretas (“hojas”, “espigas”, “mazorcas”, “moneda”), hasta abstractas (“sabiduría”, “piedad”, “ilusión”, “serenidad”), y las significaciones que representan virtud, perfección, conocimiento, poder.
El símbolo esconde un significado directo que, no obstante, es intuido a través de múltiples posibilidades, pero dentro de una categoría axiológica que presupone excelencia. La representación metafórica original (“luz del atardecer”) queda invalidada en su aspecto sensorial.
Cabe destacar la seguridad y el aplomo del enunciador vanguardista, cuando define, describe y discute las significaciones, en comparación con el enunciador modernista enfrentado siempre a la duda y oscilación respecto a su propio conocimiento.
La obra de Man Césped permite un entendimiento claro de la confluencia de dos movimientos importantes de las letras latinoamericanas: modernismo y vanguardismo. Pero sobretodo permite ver la transformación del lenguaje cotidiano en lenguaje simbólico.
Fuente: Letra Siete