Sobre las Crónicas del llokalla jailón
Por: Isabel Suárez
“Era un llokalla, pero no era llokalla jailón, todavía no”, cuenta Oscar Martínez en su segundo libro, relatándonos pasajes de su juventud, entre humor y reflexiones existenciales, aunque más lo primero que lo segundo.
Si Diez de la mañana de un domingo sin fútbol era una ventana a la mente, a la imaginación del autor, este libro constituye un ventanal que da a su alma, a sus recuerdos más tiernos, tanto como a los más amargos, entre la vulnerabilidad de la infancia y el desprecio a uno mismo; ese sentimiento que se vuelve tan recurrente en algunos de nosotros, sobre todo durante la carrera universitaria, entre el marco teórico y el combo de Pampeño.
Oscar Martínez se desnuda en breve. Habla de ver mujeres desnudas antes de los cinco años, con un arbusto más bien parecido al de un animal sin dientes. Se quita los pellejos del decoro y del recato. Si sus familiares y amigos se sintieran atracados en lo más íntimo, sepan comprender que el oficio del escritor, entre otras cosas, se nutre de la infidencia.
La lectura es rápida y amena: nos habla un amigo, con cercanía y franqueza. Nos cuenta sobre las peripecias que tuvo que atravesar para ratificar su legítimo nombre en su carnet de identidad, pesadilla boliviana que ha sulfurado a más de uno a lo largo de todo el territorio nacional. Nos escribe, casi cantando, cómo se compone una pelea en un boliche de Sopocachi en la que se enfrentan un paisano y un gringo mal encachado.
Es interesante tener la oportunidad de analizar la biografía tras bambalinas de un escritor, no solo por el ejercicio morboso de espiar la vida privada a través de una ventana, hecho que podría ser el principal gancho comercial de esta publicación, sino más bien porque tal como actúa el universo, que se refleja en lo macroscópico o en lo microscópico y viceversa, nos podemos encontrar con la sorpresa de enfrentarnos a un espejo. Sí, a nosotros también nos pasó, de una forma u otra: los tres padres y una madre mejor que los tres, la profesora de colegio que creía en ella más que en los demás, los bares en Potosí, o Tarija, o La Paz, y esa angustia interminable provocada por saberse una decepción para mamá.
Estas crónicas, en la inocencia de su sinceridad, cavan en lo profundo del ser humano como tal, articulado a éste como un títere, por los hilos de la memoria y la nostalgia.
A su vez, como escenario para este personaje, el autor repasa la evolución atolondrada de una ciudad que tanto abraza como patea.
Me causa cierto alivio, sin embargo, conocer a Oscar, pudiendo seguir, a parcialidad, algunos detalles de su vida actual en las redes sociales. Quizás, si no lo conociera, me preguntaría si el autor de estas crónicas habría logrado por fin pensar como blanco y convertirse en un jailón, iniciar una carrera en letras con la valentía para leer que ésta exige, o cumplir su sueño de ser cocinero y andar comiendo en los mejores restaurantes de La Paz. Gracias a la providencia, lo conozco y sé que está bien parado.
Sé que inició y finalizó dos carreras, la de Psicología y la de Antropología; sé que se presentó su segundo libro, luego del éxito arrasador del primero y, bueno, la verdad es que no sé qué tal cocina, pues nunca he tenido la suerte de probarle un plato, pero en definitiva sé que se pampea seguido por los mejores restaurantes de La Paz, no perdiendo la oportunidad de sacarle fotos a sus manjares culinarios para mostrarlos a sus contactos, quienes reaccionamos entre la envidia y admiración; y esto, en definitiva, lo convierte en un llokalla jailón.
Fuente: Tendencias