Prisionero de guerra
Por: Gonzalo Lema
Compañera inigualable del libro de cuentos Sangre de Mestizos, de Augusto Céspedes, Prisionero de Guerra, la novela de Augusto Guzmán, yace olvidada en los anaqueles de la literatura boliviana. Es un olvido que debería avergonzarnos. Claro, no lo hace porque no acompañamos nuestras vidas con lecturas de valor, sino con memes a granel. O con textos leves que ayudan a pasar un día más de esta larga vida.
Este Junio se celebra nuevamente el fin de la triste guerra del Chaco. Lo curioso es que también en Junio, tres larguísimos años y ocho días atrás, la guerra comenzó definitivamente con la toma de la laguna Pitiantuta por parte de nuestros soldados a la cabeza del Mayor Oscar Moscoso. Por cerca a tres semanas, esta misma laguna se llamó Chuquisaca. Antes de 1932, sin embargo, en varias oportunidades se enfrentaron patrullas militares de los dos países, se capturaron fortines para arderlos, aunque luego, gracias a diversas intermediaciones, se los devolvieron recíprocamente envueltos en celofán, debidamente refaccionados y hasta mejorados. Ese es el caso del fortín paraguayo Boquerón que, en 1928, ya fue tomado por los bolivianos y devuelto a sus dueños con galpones de adobe y un tajamar.
La guerra del Chaco fue nuestra primera Asamblea Constituyente (de hecho) que practicamos todos los bolivianos. La del año 1825, en cambio, se realizó con al menos dos exclusiones fatales: la racial y la territorial. La República, cosa pública, no tomó en cuenta a todos ni a todo girón del país, y conservó, más bien, la servidumbre del indígena y el campesino hasta la mismísima revolución de 1952. En las trincheras del Chaco (1932-35), en cambio, se encontraron de frente los quechuas, aimaras, guaranís y criollos y diagnosticaron a plenitud el feo temario medieval, latifundista, colonial, rosca-minero y piramidal que caracterizaba a la sociedad y que nos tenía sumidos en el barro y sin esperanza alguna. Nadie estaría exagerando al afirmar que, pese a perder la guerra, ganamos la revolución que posibilitó que Bolivia brincara, si bien tardíamente, por fin al siglo XX e incubara pensamientos y sueños de democracia real que ahora disfrutamos.
La novela de Augusto Guzmán es un diario. Es decir: es testimonial y narra otra experiencia, la vivida por veintitrés mil soldados: la prisión en campos de concentración o haciendas en las profundidades del Paraguay. Es, digámoslo de una vez, la historia de su vida en la contienda. Escrita con la claridad de su intelecto, Prisionero de Guerra nos sitúa en pleno drama de la esclavitud de nuestros soldados, sometidos a la humillación del látigo, al vejamen diario, al salvaje intento de despojo de su condición humana y al indisimulado afán de aniquilarlo. Semejante infierno no concluyó con el cese de fuego, ni siquiera con el tratado de paz firmado en 1937, sino que continuó a lo largo de 1938 y parte de 1939. Son datos escalofriantes, todos capaces de llenarnos la boca de espanto y provocarnos llanto. Recién por entonces volvieron todos.
Varios diarios se escribieron a propósito de la guerra. Algunos, como el querido Repete de Jesús Lara, durante la batalla. Otros, como Prisionero de guerra, tiempo después. A diferencia de Oswald Spengler que afirma sin anestesia que la historia no tiene en cuenta para nada nuestras ilusiones, yo pienso, con mucho de ingenuidad, que bien haríamos en recuperar nuestra larga historia sentimental, afectiva, leyendo a quienes tuvieron la valiente decencia de escribir su diario y contarnos su dolor, el profundo miedo que tenían de seguir viviendo, o de su súbito coraje para defender la astilla de vida que les quedaba e ilusionarse por empezar de nuevo al día siguiente. ¿Por qué no nos proponemos y los leemos? Esos soldados eran los abuelos, no están tan lejos en el tiempo pero están a punto de desaparecer en el más profundo olvido. ¿Acaso esos valientes no nos legaron lo que somos hoy? Sin excepción: lo que todos somos hoy, porque la mentalidad del boliviano, su misma visión de la vida, proviene, en grueso, de esa guerra.
El magnífico proyecto de la Biblioteca del Bicentenario debe tomar en cuenta esta novela. Ahora que sabemos de la imposibilidad de publicar a todos los autores consignados en su lista primera, Prisionero de guerra se pone de pie para que cada año celebremos el fin de la guerra con verdadera convicción. Es una novela sin rival y va firme de la mano con la obra de Céspedes. Una formidable pareja de libros para entender ese drama.
Fuente: Puño y Letra