Teresa Gisbert: resituando la obra ‘Iconografía’ en el contexto internacional y nacional
Por: Rossana Barragán Romano
La hermosa edición de Iconografía y Mitos Indígenas en el Arte es una de las joyas de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia cuyo estudio introductorio fue realizado por la reconocida historiadora Therese Bouysse-Cassagne. En este espacio quisiera dirigirme a las personas que no necesariamente conocen su obra y deben preguntarse ¿Por qué es tan famosa Teresa Gisbert? Y ¿por qué este libro es tan excepcional?
La respuesta no es fácil cuando estamos frente a una mujer pionera en un espacio tan masculino como el de los arquitectos de 1950, pero una pionera también en sus perspectivas y contribuciones a la historia del arte y la historiografía. Por ello me parece importante resituar su obra en el contexto internacional y nacional considerándola también a la luz de los debates más contemporáneos.
Mencionemos primero que Teresa Gisbert y José de Mesa se encontraron en España con reconocidos estudiosos como los españoles Diego Angulo y Enrique Marco Dorta que, con el argentino Mario José Buschiazzo, escribieron, antes de 1950, varios volúmenes sobre la Historia del Arte Hispanoamericano. Fue allá también que se vincularon al americano Harold Wethey, un gran especialista de la pintura renacentista que escribió sobre la arquitectura en Bolivia en 1951. Teresa Gisbert recordaría décadas después que fue él quien les preguntó sobre la esquina de la plaza… es decir, sobre la casa que por entonces estaba lejos de ser el Museo Nacional de Arte.
La historia del arte hispanoamericano, como se decía entonces, iba a tener acalorados debates cuyo origen se remonta a por lo menos 1925 cuando Angel Guido, de Argentina, quiso desarrollar una arquitectura propia denominándola como “fusión hispano indígena”. Más tarde, buscó que la identidad americana pudiera plasmarse en las ciudades, encontrándola de alguna manera en el altiplano, denominándola de manera simultánea estilo mestizo, criollo y arte hispano incaico. Se abrió así, entre 1961 y 1980, lo que sería una larga batalla semántica por los términos, que fue también una pugna de interpretaciones: ¿la arquitectura y el arte en América entre 1500 y 1800 tenía aún influencias prehispánicas? ¿el arte fue derivativo del europeo y por lo tanto provincial, folk y hasta deformado? ¿Fue resultado de una mezcla o se trataba de un producto nuevo y autónomo? Un importante académico recordaría que “Los más condescendientes … llegaron a admitir que se trataba de una ‘arquitectura española con decoración americana’”. Lo que estaba en debate era la autonomía o no del barroco americano frente al barroco europeo.
¿Qué pasaba en las ciencias sociales y la historia? América Latina estaba atravesada entre los años 1950 y 1970 por las teorías de la dependencia que planteaban que fue el desarrollo el que engendró el subdesarrollo. Paralelamente, se discutían los modos de producción en América Latina, publicándose un libro que tuvo mucha circulación, bajo ese título, con contribuciones de Ernest Laclau, Carlos Sempat Assadourian, Juan Carlos Garavaglia, entre otros, y unos años más tarde, en 1978, Waldemar Espinoza Soriano publicó Los modos de producción en el imperio de los incas.
Lo increíble, por extraño que pueda parecer, es que las preguntas que tenían los señores que discutían los modos de producción, estaban ligadas a las preguntas de los señores estudiosos del arte. Ambos buscaban definir las sociedades que se desarrollaron en América a partir de 1500: unos se preguntaban sobre la autonomía o no que había tenido el arte; los otros, sobre cómo caracterizar la economía colonial y si habían coexistido y por qué, regímenes esclavistas, feudales y capitalistas. Ambos estaban acechados, en todo caso, por el modelo y prototipo europeo y cuán cerca o lejos se estaba de él.
Pero paralelamente emergieron otras perspectivas como las de la etnohistoria, entendida como la historia de los pueblos y etnias sin escritura, así como la de sus identidades culturales. Sus análisis permitían escapar de los debates interminables, centrándose en las perspectivas locales reconstruyendo también lo que se fue llamando “lo andino”. El mexicano Miguel León Portilla había publicado en 1959 La visión de los vencidos, un análisis de las crónicas sobre los pueblos prehispánicos, título retomado por Nathan Wachtel en su libro que marcó un importante hito historiográfico en 1971. John V. Murra publicó en 1975 Formaciones económicas y políticas del mundo andino, y tres años después La organización económica del estado inca. En ambos se concentró en la importancia del maíz y los tubérculos en el mundo andino, en el control vertical, en los rebaños, en los tejidos y en la prestación rotativa campesina. En nuestro país, una nueva ola de sociólogos, historiadores y antropólogos publicarían en la revista Avances de 1977, estudios sobre el control vertical donde estaría su precursor, Ramiro Condarco Morales, trabajos sobre la tributación colonial, la participación indígena en los mercados a partir del siglo XVI, pero también sobre las haciendas y los latifundios del siglo XIX-XX.
Ese era parte del ambiente cuando el libro Iconografía fue publicado en 1980. Por eso resulta interesante constatar que Teresa Gisbert no le dedicara ni mucho tiempo ni muchas páginas a caracterizar el tipo de arte estudiado. Escribió lo mínimo necesario y la cito: “la sociedad virreinal fue una sociedad heterogénea pero integrada”.
Se situaba, claramente, en la posición no hispanista que abogaba por los caminos propios que había tenido el arte en América. Se concentró, en cambio, en desarrollar su argumento: “Los valores indígenas fueron modificando los aportes europeos hasta convertirlos en algo muy diferente de lo que originalmente eran”. Las cinco partes del libro despliegan esa idea. En la primera examina la sobrevivencia de los mitos bajo las formas occidentales, como el caso de Tunupa y Sabaya.
En la segunda se analiza cómo se fue modificando la iconografía cristiana. A partir de la tercera hasta la quinta parte, el libro tiene que ver con las élites indígenas. Nos encontramos con los caciques de sangre que pagaban por cuadros religiosos y financiaban enormes iglesias como la de Jesús de Machaca. Figuran también retratos de las dinastías incas, de los descendientes incas emparentados incluso con las más grandes familias de los jesuitas, como San Ignacio de Loyola, y ahí están igualmente los escudos de familias: señales de estatus pero también de reivindicación política.
Iconografía es un libro rico y denso, que fue resultado de una larga carrera y de algo que frecuentemente se invisibiliza: la rutina cotidiana y la continuidad de décadas de investigación. En este sentido se puede afirmar que lo edificado por miles de manos trabajadoras en diversas partes de este territorio a lo largo de varios siglos, y que tenían el peligro de desaparecer, fue reconstruido, una segunda vez, en gran parte por Teresa Gisbert porque ella visitó, identificó, dató, describió y analizó cada una de las iglesias, cada uno de sus cuadros y pilares, cada uno de los chullpares y cada uno de los sitios históricos.
La acumulación sistemática de conocimientos anclados en la tierra que habitaba, pero, vinculada al mundo, le permitieron volar. Voló reuniendo, de manera bastante pionera, las miradas y perspectivas de la historia del arte y del amplio campo visual y de la antropología, historia y etnohistoria. Su combinación de aproximaciones, que hoy nos parece natural, era bastante única para entonces y constituye sin duda uno de sus más sólidos pilares.
Sus perspectivas le permitieron ir más allá de la preocupación del trauma de la conquista y del mundo que irremediablemente iba desapareciendo. Ella encontraba a los llamados “vencidos” que no habían sido completamente sometidos, pero tampoco aparecían peleando en las rebeliones que Silvia Rivera y otros historiadores analizaban. Gisbert mostraba algo aparentemente menos fulgurante pero tal vez más extraordinario: que las huellas andinas más cotidianas, las del trabajo, podían encontrarse en el propio corazón y espacios de la conquista y la colonización, como en las iglesias.
El análisis y sistematización cuidadosa de esas “huellas” y objetos materiales estaba enriquecida con lecturas e interpretaciones de crónicas, misales, mitos o inventarios de iglesias, que le permitieron acercarse a ellas de manera creativa. Ponía en práctica el recurso a diversas y complejas fuentes que historiadores y otros cientistas sociales recomendaban una y otra vez…
Podemos afirmar ahora que ella estuvo a la vanguardia de las problemáticas de la historia del arte, de la historia social y la sociología. Mencionemos tres de estas problemáticas: el debate sobre la cultura popular y si era posible su diferenciación con las culturas de élite; el rol de la agencia de los sujetos y, finalmente, la importancia de la cultura visual.
Con relación al primer tema, es decir la diferenciación entre cultura letrada y de élites vs. cultura popular, Teresa Gisbert evidenció la presencia de los subalternos antes que este término, proveniente de la historiografía de la India, y emparentada a la visión de la “historia desde abajo” de los historiadores marxistas, fuese de uso común después de los años 1980. El libro de Teresa Gisbert abordó, en los hechos, y en el arte, la problemática planteada por el famoso microhistoriador Carlo Ginzburgo que escribió sobre la concepción del cosmos que tenía un campesino italiano en 1550. Ese campesino molinero Menochio había declarado: “Yo he dicho… yo pienso y creo, todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y poco a poco formó una masa, como se hace el queso con la leche y en él se forman gusanos, y éstos fueron los ángeles; y la santísima majestad y… también estaba Dios creado también él de aquella masa, y fue hecho señor con cuatro capitanes, Luzbel, Miguel, Gabriel y Rafael…”
Lo que hizo Ginzburg fue reconstituir el mundo de influencias orales y lecturas de Menochio preguntándose sobre las relaciones entre la cultura de la clase subalterna y la de las clases dominantes viendo cómo finalmente, además de dominación y hegemonía, había también interpretaciones propias y creatividad. Es lo que hizo Teresa Gisbert mostrándonos la interacción entre las culturas de élite y las culturas subalternas, con aproximaciones y conclusiones que se hicieron también antes de que la llamada “nueva historia cultural” se consolidara, al iniciar la década de 1990.
En cuanto al segundo tema, el de la agencia, que la historiografía y ciencias sociales enarbolan como parte de la discusión entre agencia y estructura, podemos decir que Teresa Gisbert tuvo también un rol vanguardista. Ella analizó de diversas maneras “los valores y la creatividad indígena” que se introdujeron en el arte de origen europeo hasta transformarlo completamente (Introducción al libro).
Finalmente, en cuanto al tercer tema, el de la cultura visual, hoy es un término en boga. Dos historiadoras del arte, Dana Leibsohn y Barbara Mundy, en un hermoso proyecto y sitio web, Vistas, plantean como premisas de su trabajo la articulación entre la historia del arte y las perspectivas históricas y antropológicas, así como el reconocimiento de que la América colonial era culturalmente transnacional, una perspectiva presente también en un autor muy reconocido ahora, Kenneth Mills, especialista además en religiosidad. A estas alturas, podemos reconocer que muchas de estas perspectivas estuvieron presentes en el trabajo y los aportes de Teresa Gisbert.
Por todo ello, el libro Iconografía debe situarse al mismo nivel e importancia de otras obras clásicas como la del conocido historiador italiano Carlo Ginzburg al que me he referido, u otras similares. Debemos situarla también como una de las académicas más importantes de nuestro país en el siglo XX. Ella, como sus trabajos, tienen la virtud de su enraizamiento por un lado y de su trascendencia a problemáticas más amplias por otro lado.
Valorar su trabajo no significa que todo está hecho, dicho y escrito. Hay nuevas preguntas y aproximaciones junto con las nuevas generaciones. Hoy por hoy, como escribió recientemente Denise Arnold, hay un cierto tránsito de la iconografía a la historia técnica de los objetos a tal punto que la BBC cuenta la historia del mundo en su portal a través de ellos. Por otra parte, muchas de las imágenes pueden ser analizadas como parte de procesos complejos de religiosidad que van más allá del rótulo de sincretismo y la metáfora de dos conjuntos o culturas que sobreviven eternamente casi sin tocarse y que tanto imbuye la forma en cómo analizamos nuestra sociedad, perspectiva que está siendo cuestionada en las investigaciones precisamente con perspectivas “globales” y transnacionales. Finalmente, no menos importante es reflexionar, como Carolyn Dean y Dana Leibsohn, lo hacen, sobre la constante construcción y homogeneización discursiva de un “nosotros”, un “ellos” y unas “mezclas” que implican cuestiones de pureza y autenticidad, que conllevan visiones genéticas y raciales, lo que significa negar el transcurso del tiempo y por tanto la propia dinámica histórica. Queda ciertamente mucho que hacer y sería un gran error mirar el libro de Teresa Gisbert del año 1980 con las aproximaciones de casi 40 años después. Ella fue definitivamente una pionera en su tiempo y nos ha dejado uno de los libros clásicos más hermosos y muchas de sus preguntas están vigentes.
Fuente: Tendencias