Guillermo Ruiz Plaza: ‘Narrar es pervertir’
Por: Naira de la Zerda
El exilio voluntario de Claudio Ferrufino le reveló a Guillermo Augusto Ruiz Plaza una verdad trascendente para su escritura: hay experiencias que solo pueden crearse allí, en ese territorio que bordea lo ilimitado. Ruiz, que ya ha publicado cuentos, poemas y ensayos —y que obtuvo una mención en Premio Nacional de Poesía Yolanda Bedregal 2007 y el Premio Municipal de Literatura de Santa Cruz en 2009 y 2012— ganó con su primera novela el premio nacional de este género en 2018.
— Teniendo en cuenta que no es el primer premio que recibe, ¿qué significa para usted haber ganado éste en particular? ¿Y para su carrera?
Significa que tendré más lectores y eso es una alegría, por supuesto. El principal objetivo de un premio literario: ampliar el círculo de lectores. Por lo demás, basta que un solo lector comprenda la obra para que ésta haya valido la pena. Todo será, tarde o temprano, del olvido; pero el proceso literario no culmina hasta que encuentra un lector.
— ¿De qué trata Días detenidos?
Lea G, una migrante boliviana (36 años), relata en primera persona los sucesos imprevistos que le han ocurrido en los últimos tres meses de su vida. Sucede en una extrema contemporaneidad, a caballo entre La Paz y Toulouse, Francia. Es un drama psicológico, con alguna ambigüedad de corte fantástico, unos cuantos toques de humor (a veces negro) y ciertos recursos del suspenso. Al mismo tiempo, es una galería de personajes y un árbol de historias (tramas secundarias en las que se va ramificando la historia principal).
— ¿Qué lo llevó a desarrollar esta trama?
El deseo de profundizar en los personajes que se me iban apareciendo como fantasmas de carne y hueso, dejar fluir las historias que tenía en mente desde hacía años y que no habían encontrado cabida en mis relatos. Escribir para recorrerme, como quería Henri Michaux, pero también para recorrer a los demás o al menos intentarlo.
— ¿Hay experiencias biográficas en la novela?
No. En mi ficción predomina la invención, la imaginación pura. Pero algo nos pasa a todos los que escribimos, me parece, y es que no podemos evitar alimentarnos de nuestras vivencias y de las vivencias de los otros. En ese sentido, escribir ayuda a conocerse mejor y, al mismo tiempo, permite adentrarse en la región penumbrosa de la alteridad. La escritura es, sin embargo, un proceso de transformación: narrar es pervertir. Por tanto, resulta ingenuo leer una ficción como un recuento de experiencias propias o ajenas. Así, hay una ambigüedad fundamental en la escritura, incluso en la autobiográfica. “Toda autobiografía es ficcional”, dijo Barthes, “y toda ficción es autobiográfica”.
— ¿Cómo fue el proceso de escritura?
El primer año fue el más arduo. Tras las primeras 100 páginas, dejé de escribir por un tiempo, como si me hubiera quedado sin combustible. Pero una estancia en Bolivia en 2016 me dio el impulso que faltaba. Al volver a Europa ya tenía la energía suficiente para llegar hasta el final. El tercer año fue de reescritura y, a la vez, de juego. Fue sin duda el más placentero. Y así, casi sin darme cuenta, llegué a las 400 páginas. Tal vez se me fue la mano con la extensión, pero lo cierto es que me encantó escribir con la libertad casi total que da el género novelesco.
— ¿Qué marcó el camino creativo para que se convirtiera en su primera novela y no un cuento o poema, géneros que ya transitó en el pasado?
Sentí la necesidad de hacer algo distinto, y escribir una novela era el desafío perfecto. Llevaba años rechazando de forma consciente todo proyecto novelesco, porque creía que era una mera necesidad editorial o una presión del mundillo literario. “¿Para cuándo la novela?”, es la pregunta inevitable que sin duda temen y odian los cuentistas, como si los relatos no estuvieran a la altura de lo que se espera de un escritor. Y, sin embargo, Borges, por ejemplo, nunca escribió novela y, en más de una ocasión, prodigó críticas atinadas del género. Así, yo tenía prejuicios a pesar de haber disfrutado de la lectura de varias novelas. Vencí mis prejuicios al comprender que hay cosas que solo es posible hacer en el género novelesco. Que la novela no es cuento ni poesía ni ensayo, pero que puede contenerlos a los tres, como la vida misma contiene una pluralidad y una riqueza sin nombre. Que si bien no es posible alcanzar el nocaut del cuento, sí se puede ganar por puntos (Cortázar), es decir, envolver al lector durante un tiempo lo bastante largo como para crear la sensación de estar viviendo una rica vida paralela. En este sentido, entre otras, la lectura de El exilio voluntario, la gran novela de Claudio Ferrufino, fue una experiencia clave: me mostró hasta qué punto la novela, antes que un género, es un monstruo de energía que se alimenta de lo que encuentra en su camino, y por lo tanto está en continua transformación.
— ¿Cómo surge la necesidad de circular por diferentes géneros, incluyendo el ensayo?
Supongo que se debe a que soy lector de varios géneros; y eso se refleja en lo que escribo. No sé de dónde viene, sin embargo, la necesidad de escribir. La escritura no es una comprensión, dijo alguien, sino un nuevo misterio.
— ¿Qué piensa del momento que está pasando la literatura boliviana? ¿Qué rescata de ella? ¿Hay una necesidad de circular por diferentes géneros, incluyendo el ensayo?
Es una pregunta muy vasta y, por razones materiales, no puedo ser exhaustivo. Además, debido a la distancia, soy un ignorante de nuestra literatura actual. Pero responderé con la intrepidez del ignaro. Por lo que sé, en Bolivia se publica muchísima poesía. Parece que somos sobre todo un país de poetas. A mí me encantan los de la “generación dispersa”, poetas y ensayistas nacidos de 1936 a 1947: Eduardo Mitre, Pedro Shimose, Norah Zapata-Prill, Blanca Wiethüchter, Jesús Urzagasti,… Y el más antiguo: el gran Edmundo Camargo. Y me parece que varios de los poetas que publican actualmente —y que he tenido la suerte de leer— rescatan ese legado de lucidez crítica: Vilma Tapia Anaya, María Soledad Quiroga, Humberto Quino, Benjamín Chávez, Juan Carlos Ramiro Quiroga, Jessica Freudenthal, Montserrat Fernández, Juan Cristóbal Mac Lean, que por cierto también es un excelente ensayista. Pienso igualmente en los desaparecidos Rubén Vargas y Emma Villazón, dos grandes pérdidas para nuestra literatura. No menciono a todos los poetas que me gustan porque no cabrían en esta página.
En narrativa rescataría, egoístamente, las obras que más me han gustado: El exilio voluntario y Muerta ciudad viva, de Claudio Ferrufino, además de sus crónicas reunidas en Madrid-Cochabamba; las dos novelas del cubano boliviano Alejandro Suárez, El perro en el año del perro y Por nuestra Perestroika, dotadas de un humor discreto e irresistible, raro en nuestra literatura; los cuentos y la novela 98 segundos sin sombra, de Giovanna Rivero, que tiene una prosa única; los cuentos de Edmundo Paz Soldán reunidos en Billie Ruth y Las visiones, libros en los que muestra un dominio cierto del género (hace poco, Willy Camacho me recomendó su última novela, Los días de la peste). Los cuentos de Liliana Colanzi (Liliana es de los pocos autores bolivianos que se animan con el género fantástico). No hay que olvidar a autores ya clásicos de nuestra literatura, como Manuel Vargas y Juan de Recacoechea. De ellos recomendaría Nocturno paceño y Kerstin, respectivamente. En crónica, disfruté muchísimo de Bolivia a toda costa y Hora boliviana, libros que reúnen a varios autores, entre ellos a algunos de los arriba mencionados, además de Santiago Espinoza, Leonardo de la Torre, Álex Ayala, Willy Camacho, Maximiliano Barrientos, Roberto Navia, Darwin Pinto.
La narrativa de Sebastián Antezana, Fabiola Morales, Mauricio Murillo, Rodrigo Urquiola, Daniel Averanga, Magela Baudoin… El teatro de Camila Urioste.
Quisiera leer las novelas de Wilmer Urrelo, Alison Spedding, Iván Gutiérrez, las novelas ganadoras del Premio Nacional, los cuentos de Saúl Montaño, Brayan Mamani, Óscar Martínez, Paul Tellería, el libro de crónicas alteñas No me jodas no te jodo, publicado por Alexis Argüello… Mi problema es que siempre que voy a Bolivia debo cuidar el peso de la maleta. ¡De cuántas cosas buenas me estaré perdiendo! Espero que pronto nuestras editoriales ofrezcan publicaciones también en E-book, para los sedientos de literatura boliviana que vivimos fuera.
En definitiva, creo que actualmente hay bastante riqueza en nuestra literatura. Es palpable, además, el esfuerzo por renovar el espacio literario nacional. Y ese es un buen síntoma, claro. Solo falta un discurso crítico autónomo y coherente. La crítica es quizá el género literario menos cultivado en nuestro país, a pesar de contar con grandes estudiosos como Luis H. Antezana y colecciones valiosas como La crítica y el poeta, publicada bajo la dirección de Mónica Velázquez. Asimismo, faltan lectores. Debemos formar lectores y eso empieza en la casa. Soltemos un poco el celular y mostremos el ejemplo (leerles a los hijos es un placer por partida doble). Porque en las condiciones actuales, la literatura boliviana es un grito o un canto en medio del desierto.
Fuente: Tendencias