Sicarios de Homero Aridjis
Por:Wilmer Urrelo Zárate
Imagínese ser secuestrado al salir de su casa, de la oficina, del mercado. Imagínese que lo suben a una camioneta sin placas y de vidrios polarizados con el cañón de una 45 hincándose en su espalda. Imagínese que le cubren los ojos y que sólo puede escuchar detrás de sí las palabrotas de un hombre que, fuera de recordarle a su mamacita, le dice que si levanta la cabeza se la hace volar de un balazo.
Imagínese a la camioneta sin placas y vidrios polarizados dando muchas vueltas por la ciudad, como queriendo perderse a propósito. Imagínese ser bajado de esa camioneta a empellones, ser atado de manos y pies y luego ser introducido en un armario. Imagínese que una voz anónima de mujer le dice a cada momento que su familia no quiere pagar el rescate y encima imagínese que no le dan de comer y que esa anónima mujer escucha cumbia mexicana en el radio (la Qué buena) todo el tiempo. Imagínese los días pasando, a usted pidiendo a gritos ser llevado al baño. Imagínese ser golpeado a cada instante y un día, cuando cree que va a ser liberado (piensa esto porque lo sacan del armario y lo sientan en una silla), una voz de varón le corta una oreja con una navaja o una tijera. Imagínese a su oreja llegando metida en una caja de leche en polvo a su casa. Imagínese a su esposo o esposa abriendo la caja y viendo lo que hay en su interior. Imagínese su cuerpo lleno de balazos, tirado en un descampado. Imagínese que su familia no pagó el rescate.
Sicarios (Alfaguara, 2007) del mexicano Homero Aridjis es una de esas novelas violentas y ágiles que no hacen más que mostrarnos descarnadamente los tiempos que estamos viviendo. Miguel Medina, periodista de profesión, recibe varias amenazas de secuestro. Nada raro dentro del panorama periodístico mexicano, dirán algunos. Las autoridades del ramo le colocan protección (un guardaespaldas, un “guarura”). Pero mientras la novela se desarrolla se dará cuenta de que los que deben protegerlo hacen todo lo contrario. Con Sicarios, Aridjis no hace más que mostrarnos una de las caras terribles de Latinoamérica: el crimen organizado. Policía corrupta, autoridades más corruptas todavía, crímenes no resueltos o crímenes que ocurren y se mimetizan bajo el disfraz de “accidentes”: se accidentó, lo accidentaron, dicen los personajes.
En Sicarios se podrán hallar los ejemplares más truculentos de los bajos fondos mexicanos: el 666, el Tecolote, el Petróleo. Los secuestradores que amenazan a Medina y que cortan las orejas de las víctimas (el jefe de la banda, no hay duda, no es ni más ni menos que el famoso Mochaorejas, personaje real que si no me equivoco ya está encarcelado). Otro punto alto de la novela es conocer (y el reto que significa pasarlo a la ficción, por supuesto) al detalle la forma en que operan no sólo las bandas criminales, sino también los “guaruras” y las mismas autoridades policiales (que, en el fondo, parecen ser los mismos). “Lo que no saben ustedes es que la banda de La Culebra se vengó del comandante que los aprehendió, colgando a su esposa y a su hijo de un árbol en un parque público de Cuernavaca. Sobre la piel del costado derecho de ambos asesinos les marcaron con un cuchillo la palabra Benganza”, escribe en alguna parte. Otro de los méritos de esta novela no sólo se detiene en lo anteriormente mencionado, sino en el empleo de un lenguaje claro, preciso, como el filo de una navaja, el cual parece que no hace más que ser un reflejo de sus personajes, de esa alocada carrera del crimen, del dinero, de los muertos, de los gobiernos corruptos.
¿Una novela pesimista? ¿Pesimista del siglo XX y XXI? Parece que sí, pues tengo la impresión de que Homero Aridjis al final nos dice que nada puede cambiar, que el crimen organizado (anónimo y por eso tan grande y efectivo) es el que preside los gobiernos del mundo por ahora y por todos los tiempos.
Fuente: www.laprensa.com