Los años pasarán
Por: Christian Jiménez Kanahuaty
—No hay nada malo en llamarlo por teléfono.
—No, claro que no.
—Entonces, ¿por qué me miras así?
—No te miro de ningún modo. Estás a la defensiva. Si quieres llamarlo, hazlo.
—Lo haré.
Era la segunda vez en la semana que sostenían esa conversación madre e hija. Un sábado por la mañana, justo antes del mediodía, luego de preparar la comida. Cuando ya la casa estaba limpia y los graznidos de los pájaros en los árboles por fin les permitían comunicarse sin sentir que estaban gritándose para hacerse entender.
Su padre se había mudado hace unos meses. Empezaba una vida en solitario tras veinte años de vida junto a su madre.
-No puedo estar más con ella. La amo, pero ya no podemos vivir juntos.
Esas fueron sus palabras.
Aquellas frases casi repetidas infinitamente en los hogares de esa ciudad por esos años ya no serían útiles tras unos años cuando ella tuviera consciencia de lo que de verdad significaba dejar de amar a alguien. De momento, en cambio, Lorena, sólo pensaba en que deseaba ver a su padre porque quería pasar el fin de semana con él.
Lo amaba.
Lo extrañaba.
Pero tampoco él parecía estar muy dispuesto. Su teléfono estaba apagado.
—¿Cómo alguien puede tener el teléfono apagado a medio día de un sábado? –dijo ella tras el quinto intento por comunicarse con él.
Su madre se abstuvo de lanzar comentario alguno.
No quería empeorar las cosas.
Sabía que su hija no soportaría la cruel verdad y la necesidad de los adultos de no decirlo todo. Por algo ella tampoco le contaba que estaba pensando dejar su empleo para poner un negocio propio.
Desde hace unas semanas salía con un hombre que importaba electrodomésticos de China y le había ofrecido ser socios. Ella podría atender la tienda y él hacer los viajes, los contactos, tener lista la cartera de clientes. Sería la forma perfecta, según él, de ir de a poco construyendo un futuro juntos. “Si el negocio funciona, nuestra vida funcionará”. Ésa era su frase. La repetía constantemente, casi como una oración. Y ella estaba sorprendida de la fe que parecía tener aquel hombre que rondaba los cuarenta.
Pero algo no cuadraba. La rapidez del asunto. El mercado. El lugar donde quería instalar la tienda. Ella como vendedora, ¿de verdad podría hacerlo?, ¿en serio deseaba dejar la seguridad de su trabajo por algo así? Después de todo trabajaba como administradora de una cooperativa de ahorro y crédito por más de once años. Eso de algo debía servir.
Tampoco el mundo estaba como para que ella buscara opciones, así como así, como en su juventud.
Sabía que ya no era joven, que el reloj había dado vueltas y que ya no tenía ni la fuerza ni las ganas de antes.
Incluso algunas mañanas luego de que su hija se fuera a la calle, ya sea a sus clases de la universidad o a pasar el tiempo haciendo lo que hiciera, llamaba a su trabajo y les decía que estaba indispuesta. Volvía a ponerse el pijama y se metía en cama. La televisión prendida sólo era un ruido de fondo. Nada más que ella y sus pensamientos. Sentía en esas mañanas cómo sus huesos se enfriaban y entonces cuando empezaba a llorar. Sollozos enormes, de esos que cortan la respiración. De esos que cuando son escuchados logran asustar y nos hacen pensar que la persona que los lanza no está del todo bien.
Ella quería ser abrazada.
Ella sólo necesitaba tiempo.
Pero su hija quería que volviera con el hombre que estuvo con ella tantos años que ya no podía pensarse sin él. Sus recuerdos de mujer sola casi se habían borrado.
Todo cuanto tenía en la memoria estaba anclada a él.
Y él, hasta dónde sabía, ahora estaba al otro lado de la ciudad, intentando recomenzar su vida.
-No es fácil. Te extraño, quiero verte, llamarte, estar contigo. Incluso volver a pelear por las mismas cosas —eso le dijo ella la última vez que se vieron—, un poco sosteniendo algunas de las lágrimas que intentaba sacar de sí para purgar el dolor.
—No creo que sea lo mejor. No creo que sea lo que necesitas.
—¿Cómo lo sabes?
—Vivimos juntos. Por eso lo sé. ¿Acaso no fue ya suficiente?
—Pensé que el amor era para siempre.
—Lo es. Pero la convivencia no lo es. Yo te amo. Quizá nunca deje de amarte, pero entiéndelo, ya no podemos vivir bajo el mismo techo. El mundo se hace pequeño cuando estamos juntos.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Yo no fui quien lo dijo.
—Estaba enojada.
—Lo sé.
Siempre con esas palabras terminaban esas discusiones. Uno de ellos, al parecer, sabía demasiado bien cómo y cuándo habían sucedido las cosas para precipitar el final.
Quizás era así.
Dejar ir. Dejarse ir y volver a empezar.
Pero ella se resistía.
No podía creer que veinte años fueran a jugar tan poco a la hora de afrontar los nuevos tiempos: la vejez, la jubilación, el abandono de la hija por sus propios viajes, los amigos que se van perdiendo y los familiares que van muriendo.
“¿Tan poco de verdad?” se repitió esa mañana luego de ducharse.
Era así. Ella sentía que era poco.
Entonces una mañana tomó la decisión.
Llamó una vez más a su oficina y les dijo que no podría ir, su hija había tenido un accidente y debía ocuparse de ella.
No le dijeron nada salvo las palabras de aliento para que todo saliera bien y que no se preocupara de nada. Que volviera al trabajo cuando todo con su hija ya estuviera bien.
Así que con la confianza de no haber defraudado a nadie en su trabajo se lanzó a la calle. Paró el primer taxi que vio y se dirigió a la dirección de la casa que él le había dado hace un tiempo cuando decidieron que su hija pasara el fin de semana con él.
Llegó hasta la casa y tocó el timbre.
Él salió con la ropa que ella conocía de memoria.
Se sorprendieron al verse. Parecían los mismos y sin embargo el sonido que los comunicaba ya era otro.
Hablaron en la sala. Tomaron café negro, como siempre. Rieron a veces y cerraron los ojos tratando de recordar algo.
Se dijeron lo de siempre: que no era culpa de nadie. Que las cosas simplemente pasan. Que ahora debían concentrarse en dar a su hija una buena vida. También lanzaron quejas veladas sobre cosas pasadas hace muchos años.
Al final ella se lo dijo.
-Quiero volver. Que lo intentemos más. No podemos dejarlo así.
Él le dijo que también lo había estado pensando. Le reconocía el dolor que le ocasionó con todos sus viajes y sus silencios.
—Pero lo que no sé, es si podré cambiar. Ya es una costumbre. Te amo, pero no puedo hacerlo mejor.
—No se trata de hacerlo mejor o peor. Sólo de estar.
—No te entiendo.
—Se trata de que tú estés. Con eso basta.
—Pero si siempre estuve.
—Estar al cien, Antonio, no estar un día al cien y otro al veinte. Quiero saber que puedo confiar contigo.
—¿Es que no confiabas en mí?
—Claro que sí, ¿cómo si no estuvimos veinte años?
—Ahora quieres más.
—No quiero más. Quiero lo necesario para que podamos vivir. Para continuar con nuestro plan de envejecer juntos, cuidarnos y viajar y tantas otras cosas de las cuales hasta yo he perdido la cuenta. Teníamos tantos planes, ¿recuerdas?
—Claro. Éramos jóvenes cuando los hicimos.
—No, Antonio, no éramos jóvenes; éramos decididos.
—Tenemos miedo, ¿es eso?
—Puede ser. No lo sé.
—Habrá que averiguarlo.
—Eso es lo que yo digo.
Se abrazaron. Lloraron.
Ella le ayudó a empacar. Revisaron todo para que él no dejara nada en el camino.
Él mandó un mensaje de texto a su hija contándole las cosas y su hija respondió con un audio donde lloraba y les daba las gracias a ambos.
En casa las cosas salieron bien por un tiempo.
Con los años su hija se fue de la ciudad para hacerse con un trabajo que parecía ser el de sus sueños.
Cuando se encontraron después de muchos años. Con los cabellos de distinto color y las arrugas en el rostro, se vieron asimismos una mañana tomando té frente a la televisión y no se dijeron nada. Sabían que a esas alturas ya el silencio era parte de ellos. Que las palabras no eran necesarias.
Que sí, había una música que los comunicaba, pero ella había cambiado tantas veces en los años que vivieron juntos que les costaba cada vez más reconocer su frecuencia y seguir el ritmo. A veces, decidían, como en esa mañana, olvidarse de la música y dejarse llevar sólo por el calor del cuerpo de la persona que amaban dentro de ese silencio que tanto se parecía a la mañana justo antes del amanecer.
Fuente: Ecdótica