Los linderos opacos de ‘Eisejuaz’
Por: Álvaro Vásquez
Es una historia diferente y está relatada de una manera diferente. Podría llamársela, seguramente, un novela indigenista, pero no en el sentido en que lo son los textos de Ciro Alegría, José María o Alcides Arguedas, ni de Jorge Icaza. No busca tomar partido frente a un conflicto siempre presente en los países latinoamericanos: indio-blanco. No maneja una postura maniquea que reparta virtudes a uno y defectos al otro, y muestra al indígena Eisejuaz como lo que es en su sentido más elemental: un ser humano, con virtudes y defectos, con dudas y certezas.
Es también una novela distinta por la forma que tiene el relato, reflejando una oralidad propia de ciertas culturas. No es casual que las dos primeras partes del libro comiencen con la palabra “dije”. La forma en que se usan las palabras muestra mucho del que las pronuncia. Y Eisejuaz (la novela) logra eso, que el relato, además de transmitir al lector ideas, diálogos y circunstancias, le comunique también cómo piensa, siente y vive Eisejuaz (el personaje). Especialmente en culturas ágrafas como la mataca, la palabra tiene una importancia que excede el acto comunicativo puntual e inmediato.
Vargas Llosa, en el prólogo de su novela El hablador, rescata la función de cohesión social de los contadores de historias entre los indios machiguengas de Perú, y esas líneas vinieron a mi memoria al leer Eisejuaz, pues en varios lugares de la novela, un diálogo simple, que podría tomar apenas unas líneas, se extiende por media página o más, debido a que el personaje que habla incurre en múltiples digresiones antes de llegar al concepto que desea comunicar, es decir… cuenta una historia, aquella que no podrá ser registrada en una hoja de papel, pero que quizá sobreviva gracias a su repetición, aparentemente injustificada.
Y la palabra juega también otro rol fundamental en la novela: relacionar al protagonista con la divinidad.
El judeo-cristianismo prácticamente equipara a la palabra con la divinidad, por su capacidad creadora: el primer capítulo del Génesis menciona varias veces “dijo Dios” (tal como al inicio de Eisejuaz), citando a continuación las distintas etapas de la creación. Por otra parte, el primer versículo del evangelio según Juan inicia diciendo: “Al principio, ya existía la palabra, y la palabra estaba junto a Dios, y la palabra era Dios” (otras traducciones cambian “palabra” por “verbo”).
Como antecedente literario, García Márquez rescata en Cien años de Soledad el poder creador de la palabra, cuando en la primera página de su célebre novela dice: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Es decir, que si algo no tiene nombre (si no es nominado a través de la palabra), se necesita señalarlo/verlo para saber qué o cómo es, para comprobar su existencia.
En la página 19 de la edición boliviana de la novela, Eisejuaz dice: Veo y digo. “Aquí descansaremos, aquí paramos”. Los lugares no tenían nombre en aquel tiempo. La primera edición de Cien años de Soledad se lanzó (en Buenos Aires) en 1967. Y Eisejuaz se publicó (en la misma ciudad y también con Editorial Sudamericana) en 1971. ¿Simple casualidad o Sara Gallardo leyó la obra cumbre del colombiano antes de escribir su propia novela, y fue influenciada por aquella?
Supongo que es imposible saberlo, y parece bien que así sea.
La palabra relaciona a Eisejuaz con la religión y la divinidad. El texto habla de la religión cristiana (menciona a las misiones holandesas, que eran jesuíticas), pero da a entender que el aspecto religioso en Eisejuaz era anterior a la influencia misionera. Por eso, incluso después de su conversión, reza a los ángeles del anta, del tigre, del sapo, de la abeja y de la serpiente; y ante el regaño del sacerdote, responde que él no es traidor, que es buen cristiano, pero que conoce a los mensajeros del Señor, desnudando un sincretismo evidente en nuestro país hasta hoy (pienso en los sacerdotes bendiciendo ekekos y billetes de Alasita, compitiendo con yatiris que metros más allá, sahuman y ch’allan los mismos objetos; pienso en el cráneo de Mariano Melgarejo, compartiendo espacio y fieles con diversos santos en dorado retablo de la iglesia de Tarata).
Eisejuaz sabe que su tiempo ya pasó, quizá sienta que el tiempo de su religión también pasó, y de forma casi obsesiva busca en su nueva religión alguna señal que le ayude a definir su destino y justificar sus acciones (¿acaso no todos los creyentes hacemos lo mismo en alguna medida?), sabiendo que él no eligió esa vida, pero debe vivirla. Y transmite vívidamente esta sensación a través de algunas de las mejores líneas de la novela, de una belleza casi poética:
¿De qué vale la baya, la algarroba del mes de abril? Ya perdió el gusto, ya perdió su suavidad, pero ella no eligió la hora de su vida. Debe cumplir. Debe ser molida, alimentar al hombre. Deber caer y sembrarse. Debe cumplir.
¿De qué vale el hormiguero que quedó en el desmonte, donde la tierra es negra, donde pondrán la caña? ¿De qué vale? La hormiga mira lejos y ve negro. Mira cerca y ve negro. No hay hojas, no hay pastos. Debe cumplir. No eligió la hora de su vida. No eligió su lugar.
No eligió. No eligió. Debe cumplir. Oh, no eligió. Debe cumplir.
Es sintomático que el sacerdote llame a Eisejuaz siempre por su nombre “cristiano”, Lisandro Vega, confirmando que un nombre no es solo una etiqueta, sino una forma de mostrar la esencia del nombrado. Por eso, quizás, el personaje que da nombre a la novela es nombrado a lo largo del relato con tres nombres distintos, acaso mostrando esa confusión de identidad que marca su vida.
Y la contracara de la palabra, el silencio, también tiene un valor en el texto. Eisejuaz calla cuando podría decir “no sé” o “prefiero no hablar de ello”. El valor del silencio parece haber sido relativizado por la cultura occidental, como si su presencia significara no tener nada que comunicar, pero Eisejuaz nos recuerda que el silencio también comunica. Y tal como Eisejuaz repite tantas veces la expresión “dije…”, también varias otras menciona “nada dije”. En ambos casos tiene algo que comunicar.
Eisejuaz se siente en deuda con el Señor, por quien dice haber sido “comprado”, a quien le “entregó sus manos”, y de quien busca la aprobación para poder, finalmente, encontrar sentido a su existencia, tan marcada por constantes contradicciones.
Es así que llega a la inmolación, que algunos podrán entender como aceptada, otros como provocada, redondeando la idea cristiana de la redención a través del sacrificio.
Aunque el relato se desarrolla en el norte argentino, bien podría ocurrir en el sur boliviano. Y es que las fronteras políticas y religiosas se vuelven linderos opacos, divisiones absurdas, cuando recorremos estas páginas de la mano de Eisejuaz.
Fuente: Tendencias