09/01/2017 por Marcelo Paz Soldan
Contra patetismos más pesados que existir

Contra patetismos más pesados que existir


Contra patetismos más pesados que existir
Por: Daniel Averanga

“Qué patética la literatura que habla de Bolivia”, me dijo, mientras yo atendía el stand de Nuevo Milenio en la pasada feria del libro, una muchacha que estudiaba en cierta carrera social.
Recuerdo que se me aproximó, con la expresión de analista ecofeminista, digna de atención y de respeto, y me dijo aquello; después de su juicio se acomodó los lentes de marcos gruesos y oscuros, tipo lentes de Rick Moranis en Querida, encogí a los niños (esto lo digo sin subtexto, por si acaso), apretó contra sus brazos el bolso con la imagen de una Frida en caricatura (horrible caricatura, por cierto), sopló un mechón fucsia que le caía cerca de la boca y esperó mi réplica.
Como la estudiante no era la Wara Godoy, ni David Bowie, ni Lady Gaga, ni siquiera Lisbeth Salander, ese mecanismo de defensa (y ofensa) que tengo y que sólo parece activarse cuando estoy atendiendo el Facebook, se activó.
Pero sólo pude, en ese momento, responderle con una sonrisa, porque en vivo y en directo me propuse, hace algunos años, lo recuerdo muy bien, en celdas de la avenida Pando, ser o tratar de ser buena gente. A veces no me resulta, claro, y en vez de sonrisa, parece que esbozo una mueca como la de alguien que ha sufrido un problema estomacal interno grave.
Le señalé la novela de Sara Gallardo y el impresionante libro de no ficción de Saúl Montaño y le repetí los precios; ella tomó ambos ejemplares y empezó a esbozar otros juicios de valor, ensalzando de pronto a Cortázar y a Andahazi, mezclándolos como si se hicieran cruzar a la fuerza a un chihuahua con un rottweiler (adivinen quién es el chihuahua).
Algo en mi mente, algo que parecía, quizá, el sentimiento de rebeldía que nacería de un José Arcadio Segundo frente a los militares en aquella estación de trenes, hace casi 45 años, hizo que dijera:
-¿Vas a comprar o no?
La estudiante retorció los labios pintados de lila y dijo:
-¿Disculpa?
-A ver lee estito -retruqué antes del cataclismo, y le alcancé El señor don Rómulo, señalándole el pasaje en donde se hablaba de potos y de violencia ecomachista.
La muchacha leyó primero en voz alta y se calló de pronto. Se aclaró la garganta y siguió leyendo, pero ahora silenciosamente. Esa fue mi réplica.
Gracias, Claudio, por escribir tan jodidamente bien.
“Los dos sombreros del gallego”
Y bueno, después que la muchacha se fuera con una mirada a lo Norma Piérola que aseguraba un rencor continuo, o como la típica de oficialista por haber comido sin llajua en Obrajes, abrí el libro de José Guerrero y comencé a leerlo ese rato, antes que apareciera alguien más a hablarme de lo patético que es escribir una novela, o un cuento, o una crónica, que tuviera a Bolivia de tramoya.
Estaba ronco, con una de esas ronqueras que sólo se curan con ron, cachaza o singani, y sinceramente Los dos sombreros del gallego me jodió más la ronquera.
Les explico por qué.
Francisco, el personaje central de la novela de Guerrero, es un español que tiene una especie de anticorazonada, y ésta misma le empuja a viajar a Bolivia.
Está escapando de un amor extinto, con el corazón batido como pelota después de un partido en la cancha Zapata (futura cancha Evo Morales, por si acaso); y lo hace porque su corazón está golpeado, no roto, golpeado por la ausencia voluntaria de su expareja, una tal Almudena (no Grandes, Almudena a secas) y por supuesto que el pretexto racional para viajar no es el que dice Steinbeck en Traveling with Charlie, su libro-crónica, sino que viajar se lo hace principalmente para escapar, sin decir que se está escapando. En síntesis, todos escapamos siempre de algo.
Este leitmotiv es la base para Los dos sombreros del gallego, y Bolivia, que se presenta como una tramoya más al principio de la lectura, poco a poco se convierta en el personaje central que fagocita a un sorprendido y cándido Francisco, sin opción a réplica ni a arranques emocionales exagerados.
Si has venido a curar tu “corazón rebotado” a Bolivia, parece decirle nuestro país a Francisco, tomá.
Y las situaciones se van agolpando, una a una, con una significación interesante, haciendo que los pensamientos que construyen a la Bolivia desde la perspectiva de Francisco cambien, se metamorfoseen y hasta se integren en un todo que exuda clase, ritmo, humor inagotable y también una forma enigmática de ver la realidad.
No estamos ante intelectuales que vanaglorian a Sharpe, Carver o Auster (escritores buenos, y que hay que leer, pero que no debieran ser santos de devoción primordial para escribir algo sensato, como la novela de Guerrero); estamos ante un personaje que no sabe qué quiere al final, o sí sabe, pero que no devela directamente lo que está buscando, sino que lo muestra en subtextos, en las descripciones de su problema estomacal y de su miedo inocente, ese miedo que los extranjeros tienen cuando van a un lugar como Bolivia, y que a veces (muy pocas veces) se concreta cuando se topan con una organización subterránea que secuestra españoles o en sí europeos y, en la línea de Hostel, los vende para juegos de tortura.
Patetismos
En fin. Si la muchacha del cabello fucsia y sentido de dignidad millenial se hubiera quedado un poco más, creo que le hubiera conminado a ir hasta el stand de Kipus ese momento a gastar el dinero que de seguro se gastó en una biografía de Kahlo, mal escrita por Jodorowsky. Pero no. Me pasé esos días, los últimos de la feria en los que había poca gente, leyendo la novela de Guerrero y riéndome hasta el momento peligroso de provocarme gargajos del tamaño de babosas achocalleñas, que obviamente terminaban en el basurerito que estaba al lado del stand de Impuestos Internos. (Ahora que lo pienso, hubiera puesto más fluidos innecesarios en ese basurerito…).
Le hubiera dicho a esta muchacha que la literatura en sí era un acto patético, de egolatría, que buscaba atención, que nacía de las ínfulas por lograr algo menos patético que existir, haciendo al mismo tiempo, paradoja de paradojas, algo más patético.
Le hubiera dicho que quizá por ser patética, la literatura que habla de Bolivia merecía algo más que eso.
Y la respuesta estaba en el libro de Guerrero, obviamente.
Estaba en este libro, como estuvo siempre en los libros de Nisttahuz, o en Los cuartos de Sáenz, o en los libros de la Spedding, o en los cuentos y novelas de Manuel Vargas.
Incluso, ahorita que sigo con este resfrío mal curado, pienso que si me hubiera comportado amablemente quizá esta muchacha que no era la Wara, ni Andy Warhol, mucho menos Rihanna, me hubiera hecho el favor de írmelo a comprar un maldito antigripal o un respetable antitusivo.
O no sé, unos dulcecitos de eucalipto aunque sea…
Fuente: Ideas