Tierra de montañas e historias
Por: Manuel Vargas
La Antología del cuento boliviano ya está presente y terminada en su primera etapa. No hay por dónde arrepentirse en relación con su contenido, su tamaño y su figura. Ahora viene un segundo momento, se inicia un nuevo camino, pues llega la etapa de ustedes, los lectores.
En este justo tranco me corresponde contar El cuento de la Antología. Para lo cual ya no me siento obligado a utilizar un lenguaje medido, formal y muy pensado. Más bien me permito un lenguaje emotivo que se acomode a esta situación de presentar el libro en la FIL de La Paz, digamos que entre amigos, no todos míos pero sí de los libros.
Puedo hablar, por ejemplo, sobre el origen de este libro de más de 700 páginas, como ya se anda diciendo. Ahora que está en nuestras manos, me gusta pensar que esta Antología se fue gestando muchos años atrás, se originó en las noches estrelladas de Huasacañada, mi mundo natal.
Esto no es poesía, leyenda ni exageración. Resulta que la palabra cuento, al inicio fue nomás la voz de un padre, de un hermano o de una hermana, y las caricias de una madre. Fueron las voces queridas que decían “Había una vez…”. Y también las que se leían en mis primeros libros prestados, de no más de 10 páginas y del tamaño de la palma de mi mano. Comenzaban así: “Había una vez…”.
El cuento estaba ahí: en el miedo y en el chiste, en la loca fantasía, la bruja y los niños perdidos en el bosque, en el sonido de las palabras, en la emoción y en el viaje a los mundos de la felicidad y del olvido.
Entonces, junto con mi hermana —ella y yo éramos los últimos hermanos de una tracalada de 10—, decíamos: ¿Y vos, cuántos cuentos sabes? ¿Y vos, cuántos cuentos? 10, 20, 30 cuentos. Nos sabíamos de memoria tantos cuentos, y nos contábamos y recontábamos los más interesantes. Estábamos haciendo la antología.
Pero claro, el mundo siguió girando. En algún momento de la vida me tuve que topar con otros libros. Y con otros conceptos. Con novelas de aventuras y no tanto. Con breves historias escritas por cuentistas que inventaban extraños cuentos que no parecían tales, por lo menos de acuerdo con mi entendimiento.
Y tuve que aceptar, inclusive, que no todo es cuento. Estoy hablando, simplemente, de la diferencia del así llamado “cuento de hadas” de mis primeros años, proveniente de la tradición oral, y del “cuento-cuento”, escrito, armado, inventado por un autor.
Y ahora puedo decir, cosa que no me estaba permitida cuando trabajaba en las palabras iniciales de esta Antología, que el enterarme de la diferencia entre cuento de hadas y cuento de un autor fue un gran trauma para mí. El saber que el cuento del que ahora estamos hablando es un invento moderno, y que para leerlo, gustarlo y degustarlo, como todo, se necesitan ciertas condiciones. Una nueva postura, un olfato y otra sensibilidad. Un aprendizaje, que, realmente, vale la pena.
Y ahora sí. Una vez explicado el asunto, libre de cuentos, vuelvo, llego, me encuentro con esta Antología que tienen a la vista.
Debo reconocer, y aquí sí valen los agradecimientos, que es asimismo producto de una invitación de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB). Pero su puesta a punto no fue el resultado de tres ni de seis meses de trabajo, en solitario y en equipo. Más bien la considero como la culminación de unos buenos años de andar metido, entusiasmado, gozoso, curioso —leyendo, escribiendo, compartiendo, viajando—, en la busca y formación de este ramillete de cuentos —Antología significa “recolección de flores”—. Y estos cuentos son un producto —planta y fruto— nacido y crecido en Bolivia, bien o mal que nos pese. Tierra de montañas y pesadillas. País de breve, maravillosa y terrorífica historia, querida, gustada y padecida por todos nosotros.
Fuente: Tendencias