07/13/2017 por Marcelo Paz Soldan
Expresar la Siringa

Expresar la Siringa


Expresar la Siringa
Por: Ricardo Aguilar

Si la expresión de los hombres creados por las divinidades mayas fue determinada por su alimento (Popol Vuh), la expresión de los cruceños lo fue otro tanto según el juicio del narrador-personaje de Siringa. Memorias de un colonizador del Beni (1946), de Juan Coímbra.
Expresa lo inexpresable
En La expresión americana, dice Lezama-Lima interpretando el Popol Vuh: “La simbólica que se desprende del Popol Vuh, parece como si fuese a colmar el problematismo americano. Mientras el espíritu del mal señorea, los dones de la expresión aparecen lentos, errantes y somnolientos. Antes del surgimiento del hombre, le preocupan los alimentos de su incorporación. Parece como si preludiase la dificultad americana de extraer jugo de sus circunstancias”. Este problematismo, explicará luego el cubano, consiste en cómo los americanos expresan la imagen (imago) de su paisaje, de la tierra que los alimenta.
El narrador-personaje de Siringa (reeditado por la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia) parece estar inmerso en ese mismo conflicto: ¿cómo expresar la Siringa, ese territorio tan ajeno para ese colonizador cruceño que viaja a las tierras de Mojos?
Como si Coímbra y Lezama hablaran de la misma contrariedad, el narrador del libro dice: “Santa Cruz de la Sierra, ciudad fundada por los más temerarios conquistadores, alimentados de carne como los pastores de Sierra Morena, fue un pueblo de lanzas y arcabuces, un pueblo guerrero y conquistador. El transcurso de tres y medio siglos de paz le hizo volver los ojos a la tierra, tornándolo agricultor. Y alimentado ya de frutas se convirtió en pueblo nocturno, en el pueblo de las guitarras y las coplas”.
Mientras los habitantes de esas tierras se alimentaron de carne -parece decirnos el narrador- no miraron más allá de la guerra, no apreciaron el paisaje que los rodeaba, menos intentaron darle una expresión. Es como si sólo la sustitución de mollejas por frutas los hubiese hecho reparar en su entorno y, aún más, les impelió a que expresen tal paisaje con sus guitarras y coplas.
Pues más allá de los modestos límites que se pone el narrador como objetivo (“Permítasenos enunciar solo las disciplinas sociales y políticas de estos pueblos [de Mojos], sin entrar en su interpretación, que dejamos a mentes capacitadas para ello ya que, por otra parte, este libro sin pretensiones -páginas de heroísmo civil- está dictado por la contemplación y el recuerdo, antes que por la creación en su sentido trascendental”), está claro que el libro los excede, tornándose relato de la problemática de cómo narrar ese paisaje siringuero tan hostil, tan marcado por la muerte.
Personajes y ambiente
Intercalando como alimento la carne y la fruta, se tiene entonces a un puñado de jóvenes cruceños colonizadores de fines del siglo XIX como personajes de Siringa. La combinación de estas viandas resulta entonces en la ambición de conquista de ese “Paitití vegetal”, pero también en la necesidad de darle una expresión, hacerle su copla, escribir su libro. Estas dos inclinaciones resumen el carácter del grupo de jóvenes aventureros que parten de Santa Cruz hacia la Amazonia boliviana.
Como se dijo, la urgencia de expresividad comienza como un conflicto que se refleja en las diferentes maneras de encarar el relato: el narrador no podrá comunicarse con esta naturaleza selvática desbocada de calamidades climáticas, de enfermedades intratables, etc.
La naturaleza de Mojos es pintada como una fuerza misteriosa y terrible que destruye la vida. El narrador no puede comunicarse con ella, solo puede sentir pavor ante esas enormes masas de agua que serpentean el Beni: “Sobre aquel océano-fantasma, ausentes de todo paisaje, yacíamos como agobiados por algo oscuro y terrible que se cernía en nuestras vidas…”
Muchas veces se caracteriza a la naturaleza amazónica como algo proveniente del mal y la irracionalidad. “Océano-fantasma”, “vórtice bravío”, “ceguera cósmica”, “siniestro bosque” son algunos de los sustantivos con que el narrador designa esa fuerza absolutamente ajena a su comprensión, son los sustantivos que recuerdan a ese “espíritu del mal” que hace trastabillar la expresividad en la cita de Lezama.
Varios de los personajes que avanzan en pos del “oro negro” mueren en el camino, pero en cada pascana aparecen las guitarras y comienzan las coplas.
La Siringa es sintetizada por la contradicción: por un lado la riqueza, por el otro la muerte. Otra vez la muerte: “El mito de la Siringa era el mito de la dicha: cambalache arriesgado de temeridades y de miserias por un puñado de oro… ¡Lo de siempre en la humana historia!”.
Ese paisaje brinda las riquezas inimaginables de la goma; el precio, la vida. Las cuarentenas de los enfermos de viruela, lepra, paludismo, malaria, beriberi, espundia, etcétera, etcétera, son descritas al detalle de lo monstruoso, infecto en todo aspecto. Los seres humanos se degradan: “Cuando se contagiaban las mujeres, el cuadro era ya insufrible: juntos en el mismo camastro o tirados por el suelo sobre un cuero de vaca, maridos y mujeres en promiscuidad, taladraban con su quejumbre la noche densa y lóbrega.”
Los viajeros pasan adelante para enrolarse en alguna de las actividades de la cadena de producción de la goma y la imposibilidad de diálogo con el paisaje y el signo de la muerte persisten hasta que -finalizando el libro- reciben una llamada que cambia toda su perspectiva y hace posible, de alguna manera, la materialización de la expresión de ese paisaje en relato.
Lucio Pérez Velasco los manda a regresar a Villa Bella para que los protagonistas se hagan cargo de la imprenta que había decidido instalar para fundar un periódico que sea “la voz de los siringueros”.
No hay contrastes, se trata justamente de dar expresión, con la imprenta, a esa tierra. Es entonces cuando el diálogo con la Siringa se hace posible y se cierra el signo de la muerte: “Los cabañales, por ambas márgenes del río, se mostraban empenachados con el humo del hogar y, desde el fondo del bosque lejano, nos era devuelta por un eco multiplicado la palabra de nuestro grito.”
Sólo a partir de este momento es que el narrador logra sumergirse y dar expresión a la imago de la selva con que ahora dialoga. La “problemática americana” se resuelve, el narrador “saca el jugo de sus circunstancias” y las vuelve ese fruto que ahora digiere en copla narrativa.
Fuente: Letra Siete