Me acuerdo de Banjul
Por: Javier Claure C.
Me acuerdo de Banjul, la capital de Gambia. Hace 5 años viajé por algunos países de África. Había llegado a esa ciudad, desde Barcelona, a las tres de la mañana un día jueves del mes de diciembre. Fatou, una amiga a la que conocí en Estocolmo, me esperaba en el aeropuerto. Después de recoger mi equipaje me dirigí hacia afuera. Allí estaba ella. Nos saludamos cordialmente y luego de intercambiar algunas palabras, me llevó hasta su coche. Me informó que el hotel al cual me iba a llevar estaba situado en una zona llamada Kotu. Pues yo acepté y punto. Me senté a su lado en el coche. Fatou, estaba guapa, bien vestida y de vez en cuando volteaba la vista hacia mí para hablarme amablemente. En el camino hacia el hotel, a un principio, solo veía arena y algunas chozas rodeadas con una luz tenue. Me entró una especie de tristeza, pero no lo demostré. Más bien disimulaba, ese estado emocional, con algunas preguntas que ella muy atenta contestaba. Cuando nos acercábamos a la ciudad empezaron a aparecer casas, aunque la iluminación seguía siendo débil. De pronto, Fatou frenó el coche, y me dijo:
– Aquí está tu hotel, mañana vengo a recogerte a las dos de la tarde para mostrarte la ciudad.
– Okey, le contesté con una sonrisa.
Bajé mi maleta del coche, Fatou me indicó con la mano la entrada al hotel.
Era una puerta grande de madera, en donde decía: “Manjai Lodge”. Me registré y pagué por adelantado la primera semana. Ibrahim, un hombre alto y musculoso, estaba trabajando de turno aquella noche. Entré a mi habitación, me senté en el borde la cama, y me puse a pensar sobre mi viaje. Desde hace muchos años quería conocer algunos países de África, y pues ahora se había hecho realidad este sueño.
Al día si siguiente, a la hora indicada, Fatou vino a recogerme. Me llevó primero por los alrededores de Kotu, a una bella playa de agua turquesa. A Senegambia, el lugar turístico lleno de restaurantes, negocios, pubs, discotecas etc. Me presentó a sus amigas y, ya entrada la tarde, nos fuimos a comer a una especie de quinta llamada “Ali Babá”. Entre risas y bromas cada una me contaba algo de Gambia. La gente de este país es amable, hospitalaria y alegre pese a las adversidades de la vida.
Me acuerdo de los niños cuando caminaba por entre las poblaciones. Una vez estuve paseando por Fajara, un suburbio de Banjul. En este país la gente tiene la costumbre de sentarse a las afueras de su casa para conversar y tomar su famoso “ataya”, una infusión preparada con una hierba especial. En esa ocasión pasé por una calle donde unos niños estaban jugando fútbol. Apenas me vieron, empezaron a gritar tubab, tubab, tubab. Tubab quiere decir en wolof, uno de los idiomas de Gambia, hombre blanco. Algunos niños se acercaban, me tomaban la mano unos segundos, y luego corrían diciendo minti, minti, minti que significa caramelos. Entonces entré a una tienda y compré una bolsa grande de caramelos para repartir a cada uno. Abrí la bolsa, luego traté de que hagan una fila, pero fue imposible. Se formó una avalancha. De repente aparecieron como 80 niños y niñas; y me acorralaron bruscamente. No tuve otra alternativa que arrojar las golosinas al aire para que me dejasen libre. A los niños gambianos les gusta jugar con los extranjeros, que se les tome fotos y que se les hable en un idioma extraño. Siempre están alegres y riendo, aunque muchos de ellos viven en la pobreza.
Me acuerdo de Tanji, una población de pescadores. Sus hermosos paisajes cautivan a cualquier persona e inspiran a escribir preciosos cuentos salidos del mar. Llegué allí a eso de las 6 de la tarde, porque a esa hora retornan los barcos pesqueros a tierra; después de una larga jornada de trabajo que empezó en la madrugada. Se acercan a la orilla, uno tras otro, con la carga capturada. Las gaviotas revoloteaban para aprehender algún pescado deslizado por entre las redes. Algunos hombres trataban también de capturar las piezas que se caían. Miles de personas venidas desde la capital y otros pueblos aledaños, en su mayoría mujeres, se daban cita en este lugar para comprar el pescado fresco. Vendedoras y amas de casa, con sus atuendos multicolores y recipientes de plástico, muchas de ellas con sus hijos cargados en la espalda, estaban ahí regateando el precio del pescado.
Me acuerdo también de Kachikally, un sector situado a una hora y media de Banjul. Me acompañó Faramaz, mi guía personal. Allí hay una laguna bien grande con decenas de cocodrilos. Algunos cocodrilos están tomando sol muy cerca por donde pasan los visitantes. Apenas vi a uno, que parecía una piedra porque no se movía para nada, me oculté tras el tronco grueso de un árbol. Una detalle que me llamó mucho la atención es que algunas personas, entre ellos mi guía, se acercaban para acariciarlos como si fuesen inocentes ovejas. Cuando pregunté el porqué de ese aterrador comportamiento, me contestaban que no eran cocodrilos hambrientos, ya que estaban alimentados con mucho pescado. Digan lo que digan, a cualquier persona se le pone los pelos de punta cuando ve a ese feroz reptil a su frente. En realidad, la laguna de Kachikally, con sus cocodrilos, tiene mucha importancia para los pobladores del sector. Según la leyenda, la transición de niño a hombre está marcada por la circuncisión. Muy cerca de un baobab se realizaban ceremonias de circuncisión. Las mujeres que se bañaban en la laguna quedaban embarazadas por obra y gracia de una divinidad. Pero antes debían ser observadas cautelosamente por los cocodrilos. Podríamos, entonces, deducir que es la laguna de la fertilidad.
Lo que más me acuerdo y se me quedó grabado en la mente es Juffure, la aldea donde nació Kunta Kinte de la tribu Mandinka. Fue el primer hijo de Omoro y Binta Kinte. En este lugar hay un pequeño museo. Todavía existen descendientes de Kunta Kinte que viven en pequeñas casas hechas de barro con techos de calamina. Juffure, de alguna manera, traslada al turista a tiempos de la esclavitud. Ese joven inocente, a su raza y color, fue abatido a latigazos, por los mercaderes de esclavos, mientras buscaba un tronco para fabricar un tambor. Así lo capturaron para trasladarlo a otros mundos a través del Atlántico. Kunta Kinte nunca más volvió a ver a su familia.
El Fuerte de James Island, prisión de esclavos en el pasado; hoy en día está en ruinas y abandonado. Y los únicos visitantes a los pedazos de paredes hechas de ladrillos, son lagartos de diferentes tamaños. Gracias a la novela “Raíces” de Alex Haley, descendiente de Kunta Kinte, la aldea de Juffure se ha vuelto un centro turístico.
Fuente: Ecdótica