Eisejuaz y el llamado de Dios
Por: Edmundo Paz Soldán
Nuevas ediciones de las novelas de Sara Gallardo (1931-1988) –Enero (1958), Pantalones azules (1963), Los galgos, los galgos (1968)— hacen pensar que su lugar inestable en la literatura argentina ya no lo es tanto. Solo quince años atrás se inició la rehabilitación de esta autora que era amiga y admiradora de Jesús Urzagasti –ella escribió una memorable reseña de Tirinea;él la convirtió en personaje de su novela De la ventana al parque—.
Fue a partir de Ricardo Piglia, que incluyó su novela Eisejuaz (1971) entre los 24 libros de su colección de Clásicos Argentinos, publicada por Clarín, que la obra de Gallardo volvió a circular. Gallardo era de la clase alta, y parte del olvido en que se la tuvo se debe a que fue injustamente agrupada junto a otras escritoras de ese mundo –entre ellas Silvina Bullrich— que escribían novelas livianas y comerciales. De ahí está saliendo poco a poco, lector a lector.
Hay otras razones. Eisejuaz no es un libro fácil; el trabajo de condensación de Gallardo con la lengua, el extrañamiento que produce el habla poética y parca del narrador, Eisejuaz, un indio mataco que tiene sueños y oye voces que le anuncian que debe seguir un llamado de santidad, recuerdan, a su modo, a Mário de Andrade o Rulfo: “El rayo fue a caer en un árbol grande. Y el árbol: ‘¿Dónde iré a caer?’ El miedo: ‘Aquí, donde nadie nombra al Señor’. El árbol cambió su pensamiento, cayó sobre la casa, hundió el techo”. Este lenguaje que Gallardo, más que recrear, inventa, nos revela una cosmovisión sincrética: el Dios de Eisejuaz es cristiano, pero su animismo viene de esa cultura indígena que él representa y se halla en vías de desaparición.
Gallardo no solo escribe a contramano de su clase, sino también de lo que se lleva en ese momento; para situarla, no hay que buscarle pares contemporáneos sino retrotraerse a la mitad del siglo XX, la gran época de una narrativa transculturadora (desde Arguedas hasta Guimarães Rosa) que no busca decir el mundo indígena desde el costumbrismo y el regionalismo sino a partir de un trabajo complejo con la lengua, que busca representar el mundo indígena desde adentro: “… allí tantos kilómetros saliendo del Pilcomayo a pies hicimos por la palabra del misionero. Allí mis dos hermanos. Allí yo, Eisejuaz, Este también, el más fuerte de todos. Veo y digo: ‘Aquí se descansamos, aquí paramos’. Los lugares no tenían nombre en aquel tiempo”.
Precisamente la elección del punto de vista es una de las genialidades de la novela. Eisejuaz, el narrador, no tiene dudas de lo que le está ocurriendo. Para él solo existe un llamado divino: si una lagartija le habla en el monte, él escucha. Eso no implica la ausencia de ambigüedad, sobre todo porque en la novela Dios es ausencia y silencio: cuando Eisejuaz ve al baldado Paqui tirado en el barro, le pregunta a Dios si debe ayudarlo (“Si es éste, hacémelo saber”); Dios no contesta, y sin embargo Eisejuaz decide ayudar a Paqui y cargar con él durante varios años. La grandeza de Eisejuaz tiene mucho que ver con él, tan sencillo a la hora de entregarse a su misión, y a la vez tan complejo en la forma que toman las reverberaciones de ese llamado en su mirada del mundo.
Fuente: Brújula