Cartas que Abril nunca respondió
Por: Ricardo Bajo
Corre el año 2036 y los periódicos han dejado de existir. La (decisiva) batalla del papel ha terminado con todo: libros, revistas, poemas… Los gacetilleros han anunciado un silencio hasta las últimas consecuencias que nos hará menos personas. La nostalgia por el grito será. El Gobierno ha cedido ante las potentes organizaciones ecologistas, y no hay segunda parte en este partido perdido. Los solitarios son multitud y los potenciales suicidas han regresado para ser millones. Reina una paz de robots que destroza los tímpanos. Los pelotones de gente esquivan las miradas (uno de los efectos desastrosos de los vetustos e idiotizantes “smartphones”). La ciudad está tomada por lisiados, obesos y autómatas. Es el futuro insalubre y distópico, lo llaman la era del “post-progress” que llegó tras la post-verdad. Es La guerra del papel: facsímiles de funebrero y cuerpos del futuro de Oswaldo Calatayud, y cinco personas (los miembros del jurado se llaman Martín, Gio, Magela, Mauricio y Marcelo) han dejado por escrito que es la ganadora del Premio Nacional de Novela 2016.
No leemos para estar más cerca de lo que somos, sino de lo que deberíamos (no) ser, dice en una columna el escritor pucelano Gustavo Martín Garzo. Lo he leído ayer en un periódico de papel, pastiche exótico en estos tiempos virales, artilugio que no será. Los escritores jóvenes deberían hacer algo nuevo, no por la novedad, sino porque su imaginación es (o debería ser) fértil y libertaria. Los libros sobre futuros negros están muy vistos, a menos que se escriba sobre ellos de un modo que sea nuevo. Y Calatayud lo hace: recortes de periódicos lejanos, textos mecanografiados, tachaduras, diarios, cartas secretas… No leemos para buscar lo que ya existe, leemos para no ser lo que estamos condenados a ser. Por donde quiera que vaya, Calatayud llevará consigo esta novela.
K es un viejito achacoso de 60 años; exdeportista de élite, ahora es un discapacitado y escribe epístolas a una compañera de armas, Abril Almenpena, que nunca contesta. El silencio nunca miente. Padece una enfermedad rara llamada “tílger”, que afecta a la mutación de los órganos vitales. La guerra del papel es una historia de amor con un testigo: el “nuncio” que lee labios y lleva cartas que Abril nunca contesta. Es un “futu-folletín” rosa casi oscuro, inventado para acallar los dolores misteriosos del cuerpo presente, cicatrizado y vaciado. Dicen que una persona mutilada pierde (partes) de su alma, y en 2036 todo el mundo está así: triste, solitario y final. Es una historia de soledad, páramo y muerte. Abril no responde ni una palabra y K hace velorio de su propio cuerpo. Es un escritor, como Calatayud, de ésos que espera con cuerpo ausente en las noches hambrientas (cuando escribe); no es de ésos que aguarda con velas y vino la ligereza de las musas en las madrugadas sedientas. “El cuerpo es un hematoma del alma tras el golpe de la vida”, escribe K y Abril nunca contesta. Quizás no existe. Quizás es una ficción y K (como Calatayud) sobrevive gracias a ella (y a su mentira). Por doquiera que vaya, el novelista llevará a rastras su obra.
Calatayud redacta sobre su cuarta piel que no duele, que rechaza la muerte. ¿Escribe para alguien o para todos? El ganador del último Premio Nacional tiene una extensa obra i-nédita sin publicar. Pero ahora ha entrado en el lugar mercante de las letras vanidosas donde la trata de ficciones es irreversible, donde los traficantes sin escrúpulos subastarán su post-silencio. Un libro puede dañar o persuadir. La guerra del papel causa ambos efectos: te hace daño pues sabes que la soledad no es una distancia, es un lugar abolido sin tiempo ni espacio. Y te persuade: quien no tiene tiempo para escribir, no saca tiempo para leer. Es una historia de “cosmoagonías” y otras bajezas melancólicas de personajes que rinden tributo a la ausencia.
Cuando recién nos vuelva la palabra al cuerpo, recién podremos decirnos muertos. Abril nunca responde. No existe. K ha callado en siete silencios y ya no hay periódicos en las calles para contarlo.
Fuente: La Razón