Jaime Saenz en Cochabamba
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Domingo por la tarde, Cochabamba ayer, los amigos, chamarra en brazo, se meten en los rincones de las miliunescas chicherías; una, atravesado el canal de la Angostura, con atrayente denominativo: Me da la gana, y cuyas humildes sillas de madera, construidas en los pasadizos de La Pampa, miran un horizonte de lechugares en fondo eucaliptal, sobre cuya lama amarillenta una jauría de perros de la calle devora a un muchacho ofrecido en plegaria a la madre del alcohol.
No es Felipe Delgado, a Cochabamba le falta la sombra de ciudad, aunque a veces, Lanza abajo, se entrevé cansino el vicio en las humedades de orina del lodazal. Y, otra vez, porque Cochabamba es la única ciudad de los perros, una veintena de ellos hurga entre escombros, vegetales y frutas, naranjas que a las cuatro de la mañana, en un recodo de la luna, brillan como solaces piezas de oro.
Qué tiene que ver -pregunto- un repaso indiscreto e inesperado por la memoria del hurto y de la sangre con el poeta Jaime Saenz. Hay en esta crepuscular calle Lanza, de harinas multicolores desperdigadas en las aceras, ajenas al gentío, fraternidad de olvido. En esas botellas que empuja el viento que baja de San Miguel y ruedan hasta estancarse en los eternos proyectos de jardín de la Punata, trashuma el ritual del poeta paceño, haciendo en el alba india de cualquier villa boliviana un acopio de tristeza. Porque tristes son estas soledades oscuridades, esta oscura soledad que en el sabor amargo de la mala chicha y en el peor, dulzón, de un quemapechos, ni siquiera recuerdan -obligan- a sentirse muertos mientras vivos caminamos.
No soy académico ni espero serlo, sólo que me pongan, los ponga yo en verdad, pesados cortinajes que impidan el sol en mi ventana, en días en que parece que el odio del dios ha ingresado en el alma. Dicen los académicos, y más las académicas, que ataqué a Saenz, que osé en mi febril anhelo de titanismo ¿titanía, titanura? desdorar al maestro. Andan unos y otras con libros bajo el brazo, mientras Saenz, que como todos gozaba de cierto flagelo vanidoso, carga con él la tinta de la pena y la belleza, las voces de sus augustas, idas ninfas, que más que mujeres parecen melancolías y cuyos besos fundan inexistentes susurros.
“Y me parece escuchar tu respiración en la frescura de la sombra como un adiós pensativo”.
Perderíamos el tiempo, usted y yo, si divagásemos en asuntos literarios, pobre es mi análisis y profundo mi sentido. No voy a repetir lo dicho sobre Jaime Saenz, ni siquiera repetirme. Hoy encuentro -será la distancia, la hora, la brisa, lo que sea y lo que fuere- sensato recostarme y compartir con él (nuestras diferencias también tienen aristas que se tocan) poemas suyos donde la esencia, a pesar de lo bello del formato, está en lo invisible. Me imagino a Saenz, desde esta torre desconocida de tiempo y espacio, como un personaje de Schulz en Bajo el signo de la clepsidra. Porque en su animoso desandar los pasos que su clase le encargara, en su apuesta sui géneris por los desamparados, en su desdén, encuentro el enigma pesaroso de los anacoretas de la Europa central. Vive en él Raskolnikov y, sin embargo, estructuralmente, asoma en sus versos el nativo, es recurrente con la montaña, con el agua de cristal que el Ande escancia, pero también con el agua de fuego que enhebra el cerebro y lo apabulla, donde el hombre se minimiza para metamorfosearse en insecto, para convertirse en silencio sin hacerse silencioso.
Qué de las tendencias fascistas, de los Talleres Krupp que en La Paz, en su casa, implican cenáculo y oprobio en la guerra. Largo de discutir. Concuerdo con alguien en que lo esotérico y no lo político es la faceta confluyente. Drieu La Rochelle alegaba en esta corriente un último estertor romántico.
Me escribía una mujer desde Salvador de Bahía el 12.8.87: “Ce qui troublait ta foi systématique”. Jaime Saenz contaba con una “fe sistemática”… en la muerte.
Fuente: lecoqenfer.blogspot.com/