L. Cohen, desde el fondo de su voz
Por: Carlos D. Mesa Gisbert
Había algo en su voz, algo que traspasaba el límite de la mente y se te alojaba en el estómago. Lo escuché por primera vez en 1971, tenía entonces 18 años, una edad en la que todo lo que vives, lo que sientes, lo que esperas, se clava en el alma y te acompaña por siempre. Fue en un invierno en Madrid. Allí descubrí a Leonard Cohen. Nunca olvidaré la tapa del long play. Bordes negros, el nombre del artista en la parte superior y la fotografía en sepia de un rostro que evocaba al Dustin Hoffmann de “El Graduado”.
El disco de vinilo estaba sobre el plato. Bajó el brazo con la aguja que dejaba escuchar las imperfecciones y suciedades alojadas en su entraña y comenzó “Suzanne”. La voz de Cohen en esos años era menos cavernosa, más suave, acompañaba la cadencia con una cierta suavidad. Era como un bálsamo. ¿Escuchaba una canción de amor? Era algo que nunca había escuchado, ni siquiera en Dylan. Era la historia de una relación contradictoria y fascinante, el té de China, el lugar cerca del río y la aparición de la figura de Jesús que dice algo tan definitivo como “Todos los hombres serán navegantes hasta que el mar los libere”.
En esos años Cohen era una rareza, algo así como un cantante impropio. Muchos de mis amigos pensaban que en realidad no sabía cantar. Pero no, estaban errados, se trataba de un poeta, un gran poeta que cantaba como nadie. Cuando llegó a mis oídos “Famous blue Raincoat” quedé perplejo. “Todo lo que puedo decirte/hermano, mi asesino es…/¿Qué puedo decir?/ Supongo que te echo de menos/ supongo que te perdono/…si alguna vez vienes por aquí…/tu enemigo estará durmiendo/ y su mujer es libre de hacer lo que quiera… Es la carta desgarrada al amigo, es la separación en cuerpo y alma de su mujer, es la palabra de quien mide en la balanza los años compartidos y la puñalada en el corazón…
Y llegó, en 1988, muchos años después, ese disco mágico de aguas densas, de homenajes, el mayor de ellos al gran poeta del siglo XX Federico García Lorca (“Take this Waltz”), y esa obra maestra que es “I’m Your Man”, más allá del amor, más allá de la convención, clavada en el centro de la pasión humana. “Voy a hacer todo lo que me pidas/ si quieres otra clase de amor/ usaré una máscara para ti…/Ah, la luna tan brillante/ las cadenas tan apretadas…/ si necesitas dormir un momento a la vera del camino/ yo conduciré por ti…” Es lo incondicional, es lo definitivo, es el momento en que en la profunda y brutal paradoja del amor y la pasión, pasas cualquier línea, cualquier convención y sabes que no hay otra manera que la de las manos en las cadenas y el cuerpo en el fuego, que son –a la vez– una forma, la mayor, de libertad.
Cohen es intransferible porque parecía escribir y componer para su cuerpo delgado, sus ojos intensamente brillantes, su rostro enjuto y seco y su voz, sobre todo su voz, que fue creciendo con los años desde su abismo interior. Su primera interpretación de “Suzanne” en 1967, ciertamente no es la misma que aquella versión en vivo que hizo en 1994.
Siempre dijo que su origen judío marcaba su forma de ser y de estar, de concebir lo divino. Transitó por la cienciología y el budismo, pero siempre desde el eje de su historia personal. “Por eso, y a pesar de todo, soy un tradicionalista” dijo y, como tantos de los genios que vivieron la extraordinaria década de los años 60 (de la que –ironizó– no quedaba nada porque nunca había existido), asumió que había que lanzarse al vacío. Siguió la corriente devastadora de un río desbordado que se llevó todo por delante. Arriesgar, probar, descubrir, lanzarse, era casi un imperativo. El joven canadiense llegó a Nueva York y cayó, porque así tenía que ser, en el mítico Chelsea Hotel. Conoció y estuvo con esa cantante tan vulnerable y tan intensa que fue Janis Joplin (quizás la más emblemática y verdadera de esos años), tantos de aquellos que se quedaron precisamente en el borde de dos décadas enganchados hasta la muerte en los brazos de la heroína.
Cohen labró un estilo que era él mismo, porque como muy pocos ancló su condición creativa en los poemas que comenzó a publicar en los 50, los años de los beatniks en obras tan duras como “La Energía de los Esclavos” o “Flores para Hitler”. Ya maduro, muy mayor en realidad, se convirtió en un icono, atrapó multitudes y dejó de ser un poeta-cantante para unos pocos. Se volvió casi un artista de masas. Sin dejar su estilo, el gris como color dominante de su atuendo y el añadido de un señorial sombrero clásico, tocó las fibras de millones. Cuando mis hijos, que escucharon a Cohen desde muy niños, lo incorporaron a su cofre de la mejor música, supe inequívocamente que a Leonard Cohen, el de “El Partizano”, el de “Everybody Knows”, se aplicaba perfectamente aquello que él dijo de Dylan cuando este ganó el Nobel. “Es una redundancia darle al Everest una medalla por ser el monte más alto del mundo”.
Fuente: Los Tiempos