Épica ilícita desde la ciudad de la Furia
Por: Daniel Averanga Montiel
(Ponencia leída durante las jornadas “La ciudad revisitada” dentro el Festival Internacional de la Cultura en la ciudad de Chuquisaca, 2016)
Uno: De ciudad y de literatura
Cierto pensamiento de un sabio carnicero que era, a su vez, personaje en una novela de Felix Guzzoni, decía lo siguiente: «Si deseas conocer al hombre, estudia sus ciudades, su organización, la forma que tiene de ocultar sus errores por debajo de la alfombra, y sobre todo: su modo de tratar a los ancianos, a los desposeídos y a los niños».
Esta verdad se aplica también a la literatura y más que todo, a su oasis menos cuestionado: la narrativa. Si uno quiere conocer, por ejemplo, a la ciudad de París profundamente, morder sus huesos primordiales y chupar la médula de su identidad primigenia, debe leer básicamente a Victor Hugo, o al menos a Eugenio Sue; si uno desea conocer, más allá de las películas de culto de Woody Allen, a la ciudad de Nueva York, debe leerse algo de Auster y la grandiosa novela de William Peter Blatty, titulada románticamente: “Les diré que te recuerdo”; y aterrizando más en nuestro contexto nacional (por no decir plurimultituttifrutti), debe leer a Bartolomé Arsanz y sus crónicas tan acertadas sobre el «ser boliviano», desde la ciudad que antes fuera la cuna de la plata, y lo que sorprende: mucho antes de la aparición de la (tirada de los pelos) posmodernidad, con Dussel, Hinkkelammert o el empírico-no-titulado García Linera entre sus más conocidos teóricos.
Una carta escrita por el famoso Marqués de Sade, dirigida a un francés de la nobleza, y que mucho más tarde, serviría como prólogo para su libro de cuentos «Los crímenes del amor», dice que uno de los nortes más emblemáticos para el escritor, debiera ser, y cito: “El sentido común y la coherencia”; en otras palabras, el famoso Marqués le dice a su discípulo noble que si va a crear un mundo ficticio con duendes, primero debe delimitar ese mundo ficticio para no divagar: crear límites y respetarlos al momento de dar forma a la acción de sus protagonistas, sean duendes o seres humanos. Más de cien años después, la misma carta impulsaría a un filólogo famélico y en apariencia xenófobo, a escribir una novelita para sus hijos: «El Hobbit», la cual, por cierto, serviría a su vez como base para comprender su obra magna: «El señor de los anillos»: si uno lee con cuidado «La comunidad del Anillo», el primero de tres libros que comprenden su novela más famosa, se topará con un estudio profundamente etnográfico acerca de los Hobbits, o como si Bronislaw Malinowski hubiera estado en la Tierra Media y, más específicamente, en Hobbiton.
¿A qué voy con todo esto? ¿Qué me empuja a dar ejemplos sobre escritura de ficción que abarca el espacio del contexto de las historias, más que a las historias? ¿Estoy perdiendo el tiempo de mis oyentes, o quizá divagando en el sentido más ombliguista posible?
Me refiero a la construcción del contexto urbano en narrativa… Me refiero, también, a ese esfuerzo que pone el escritor por hacer verosímil un cuento o novela, tomando un contexto en particular, para convencer al lector, o al menos, para hacerle sentir que no está leyendo algo acartonado.
Y eso me lleva a pensar en algunos de los pilares más clásicos de la narrativa: la verosimilitud, el microuniverso y la cosmovisión; el autor apela a la visión de su espacio urbano para poner allí a sus personajes, puede ser un espacio ya creado (La ciudad de La Paz), o un espacio ficticio per-se (un barrio de la ciudad de La Paz); el autor se apoya en este contexto y, si es posible, hace hablar a sus personajes sobre ese contexto; mas, el hacer que el contexto urbano sea el protagonista, es algo que requiere de mucho más esfuerzo y dedicación. Hay novelas que huelen a tierra, a identidad, a contexto, a lo urbano y a lo rural. Olfateo, por ejemplo, a tierra mojada por la lluvia, cuando leo a Jesús Urzagasti, porque él lo determina así: su espacio y contexto es el del Chaco profundo, y aún en ese contexto, se respira la genuinidad: Jesús ha creado su espacio, su versión literaria del Chaco profundo, y ha comprendido la cosmovisión de ese contexto, y sus novelas son eso: unos lentes que nos ponemos y desde los cuales podemos ver como el autor quiere que veamos.
También siento la identidad de una clase social en particular, la clase media boliviana por cierto, cuando leo a Miguel Ángel Gálvez y su grandiosa novela «La caja mecánica»: allí no se habla de Chuquisaca, ni de Sucre, ni de un barrio de esta grandiosa ciudad; pero se respira el aire de la clase social del protagonista, mediante las acciones del mismo y de sus preocupados parientes.
A lo que quiero llegar en sí, es a explicar que para escribir narrativa de ficción es indispensable (y esencial) el hablar del contexto, sea urbano o rural, de la historia creada.
Sea una historia fantástica como «El señor de los Anillos», o una novela del paceñismo como «Fantasmas asesinos», el contexto siempre será la médula espinal de esa columna narrativa.
Por ejemplo, la ciudad de La Paz, en la novela de Wilmer Urrelo, está ahí, no hace falta describir al Illimani cada cinco o diez páginas: No hace falta, repito. La actitud provinciana, familiar, casi hipócrita en ciertos momentos, de la sociedad paceña, está en las acciones de sus personajes, y uno dice: «Es así en La Paz»; pero también hay partes de profunda ternura y candidez de ciertos personajes que te hacen decir: «Así son algunos paceños también».
Es inevitable no toparse con la construcción de tu espacio concreto para contar una historia. Hacer hablar a tus personajes un dialecto del contexto y hacer que tus personajes actúen de cierta forma, es también reflejar la base de lo que uno piensa que es su espacio de vida.
Y esto me lleva a lo otro: la ciudad en la que he crecido yo, y cómo se puede construir desde ella.
Dos: la ciudad de la furia
Acá se sueña despierto, dice un vecino de la zona Cosmos 79, después que se ha hallado a un cuerpo sin cabeza, dentro de un saquillo, en un terreno de paredes sin puerta, como si se tratara del hueco que deja la extracción de una muela en la hilera de casas apretujadas por el frío y la cultura del silencio. Eso de soñar despierto se lo decía este vecino a la policía, que si bien ronda con sus patrullas los fines de semana, no lo hace durante las madrugadas en las que tanto las estrellas como los faroles color orín, parecen heridas de luz, pues acá estamos más cerca del cielo y del suspiro de la desesperanza.
En los ochentas se pensaba a El Alto como una ciudad de la furia: allá era donde la gente de la hoyada iba para comprar cosas usadas; allá habían alojamientos para los que querían tener amantes; allá los mineros, desde sus guetos producto de una relocalización caótica, comenzarían a construir sus edificios, los mismos que, años más tarde (hablamos del siglo XXI), sus propios hijos o nietos dotarían con sus caracteres y gustos, como los de los Transformers en las fachadas (Optimus Prime y Mamani Mamani en un mismo espacio), los murales de Homero Simpson y sus “cervezos” en ciertos barrios, o sus cholets: casitas lujosas coronando sus edificios… Ciudad de la furia, ciudad dormitorio, ciudad basurero y ciudad periferia. Ahora tiene más gente que la que vive en la hoyada, e incluso la misma hoyada se ha vuelto el dormitorio de El Alto, no sólo su espacio de fornicación ilícita. Conozco a personas que trabajan en El Alto pero que viven en el rincón más sureño de la hoyada, en esos barrios en los que se habla con “eres” atrofiadas por anglicismos a lo Nikelodeon y que, para distraerse, van los domingos por la mañana a inyectarse adrenalina al recorrer los senderos soleados, ventosos, fríos y rara vez húmedos, de la Feria de la zona 16 de Julio.
Ciudad de la furia, porque hay un promedio de quince asesinatos por mes, veintitrés violaciones por semana, y una cantidad ingente de abortos, suicidios, desapariciones, matrimonios y otras perversiones dignas de ser concebidas por Belcebú o Pazuzu.
Ciudad de la furia, también, porque tiene su asociación de escritores de ensayos políticos, los cuales siempre, con pompa o sin ella, trata de sacar la cara en ferias itinerantes y encuentros de literatura.
Furia también por esa mezcla cultural a la fuerza que parece Kitsch pero que no lo es. Acá hay felación, violación y sodomía de influencias: los apivídeos tienen en cartelera «Las tortugas también vuelan», seguida de capítulos enteros de «Al fondo hay sitio» y rematada muchas veces por «Saw», «The conjuring» o «The hills have eyes», la versión de Ajá, por si acaso. Extrañísima combinación, pero tan cierta como ahora que yo estoy acá, frente a ustedes (o «vosotros», según Xavier Albó).
Sin embargo, a pesar de su fama de radicalidad humana, uno encuentra facilidad de comunicación con su gente. Mi gente.
Yo, como alteño nacionalizado (al igual que Vildoso, chuquisaqueño de cepa y «muñequito» de chapa), puedo decir que no me he sentido mejor que con la gente de este lugar; se la ha tachado de gente agresiva, desconfiada y tímida, pero ¿qué gente no lo es al principio? La ciudad de El Alto es una ciudad de la Furia, porque todavía se respira el aire de la rebelión de Octubre de 2003, y también es una ciudad ilícita, porque siempre es asociada con peligro, y siempre que se nombra a El Alto en alguna película o cuento o novela, sus personajes están por entrar a un lugar donde posiblemente serán, o violados, o asesinados, o traficados de a poco.
¿Ejemplos? Desde «American Visa» de Recaoechea, hasta «Hablar con los perros» de Urrelo, la ciudad de El Alto ha sido vista como un protagonista que respira y se alimenta de los mortales ingenuos que piensan dominarla. En la novela de Recaoechea, el protagonista va a beber a la ciudad de El Alto y casi no la cuenta: la descripción de la ciudad de El Alto es oscura, casi rural. Hay puteros y bares ilegales, y nada más que eso. Ah, y asaltantes.
En la novela de Urrelo, hay un intercambio peligroso de rehenes por plata, y en plena Feria de la 16 de Julio. Los cholets no se ven, pero se presienten en cuanto sabemos que estamos en esta feria, acompañando al Perro Loco y la muchacha dark, a encontrarse con los otros personajes oscuros de la novela.
El Alto huele a una torre de Babel, y tiene una dignidad ajena a las de las grandes ciudades: es como la descripción de Nueva York que hace Clive Barker en «Midnight meat train»: una diosa que agita sus cabellos y se alimenta de algunos borrachos, y que usa a los suicidas para limpiarse los colmillos.
La ciudad de El Alto se ha hecho respetar con el tiempo, y autor que la describe, siempre la toma como personaje ciclópeo que se alimenta de la ingenuidad de quienes la visitan.
Tres: conclusiones que no lo son en realidad
La ciudad de El Alto es diversa, sincera y digna, y como tal, se hace respetar; tiene la esencia de un Hobbiton real y la riqueza de fraternidad de cualquier comunidad andina: hay que ganarse a esta ciudad con sensatez, porque cuando te ganas su respeto y confianza, nunca te traiciona, y eso es hasta el final.
Hacen falta escritores de narrativa para El Alto. SODEAL-BO reúne a los teóricos problematizadores, y algunos incluso son pastiches de Reynaga, pero hasta Viscarra la tomó como personaje: eso sí, la ciudad de El Alto nunca pasará desapercibida, será siempre un personaje que influye en los demás, y no como sucede en cierto tipo de narrativa simplista: que los personajes influyan en su contexto, como si fueran héroes maniqueos o lugares comunes.
Cierto analista social de los ochentas en gringolandia dijo alguna vez que para que una ciudad lleve el nombre de CIUDAD, así, con mayúscula sostenida, debiera tener un asesino serial, ¿por qué? Pues porque un asesino serial demostraría lo más pérfido de la humanidad, y si hay ese extremo, ¿por qué no pensar que puede existir el otro extremo, el de la solidaridad, el de la madurez humana, el del amor al prójimo?
El Alto es una ciudad bella, puede tener peligros y susceptibilidades, pero también es un espacio rico en universos y microuniversos que espera ser estudiada y abordada por autores de toda talla; eso sí, para pensarla y reflejarla desde una óptica personal, debe ser respetada. Acá hay de todo, y sólo falta perder el miedo clasemediero a ser mellado por recorrer sus calles y su riqueza extraordinaria. Tiene mucho para ver y para, sobre todo, enseñar sobre eso que hemos llamado humanidad.
Invito así a los escritores a que dejen su miedo y se adentren en la musa ciclópea, será una aventura extraordinaria, porque ya vivir en sus calles, compartir con su gente, reír con sus caseras los jueves o durante las distintas ferias que poseen sus zonas, y más aún, festejar con sus vecinos, será todo un incidente Épico.
Nuestra torre de Babel espera.
No se preocupen, allá igual se puede ser feliz.
Fuente: Ecdótica