Acerca de un homenaje a Jaime Saenz
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Leo el homenaje de Blanca Wiethüchter a Jaime Saenz, un buen poeta, nada más. Sólo entiendo la excesiva exaltación como una característica nacional. Crear mitos es la forma más común de aceptar nuestra incapacidad. Mientras no rompamos con ellos no podremos jamás descollar en nada que intentemos, desde el sexo hasta la física nuclear. Basta de mitos y basta de vírgenes, lo que Bolivia necesita es una imparable dinámica. En un mundo de peculiares características, hay que buscar para el país una salida moderna, un espíritu que logre destruir este bucolismo hipócrita que nos está llevando a la desertificación total del ser y a convertir, hablando en términos físicos, geográficos, la nación en no otra cosa que un gran desierto cubierto de basura y de mierda.
Wiethüchter habla del alcohol, dice que lo que se ignora es que éste abre puertas “que conducen a lo desconocido”, sin más explicación. Es una falaz ambigüedad. Quisiera preguntarle a ella cuánto ha bebido, y si podría especificar con más detalle aquellas ignotas sendas. No hacerlo es como si alguien nos dijera que tiene algo hermoso y oscuro entre las piernas sin jamás mostrarlo.
Saenz es rescatable y valioso en la palabra, pero sin la grandeza que le dan unos por amigos, por buenos, por ignorantes, o porque siendo tan débiles y miserables como él se identifican con su verbo y su accionar. La búsqueda del alcohol es un capítulo interesante, pero no es la que nos acerca a alguna respuesta, mucho menos a la revelación.
Jim Morrison, artista excepcional, buceó en los laberintos del vicio, con mayor extensión y profundidad que Jaime Saenz, y pereció en su búsqueda. Pero en Morrison no se apologiza la miseria humana, sino que se trata de ubicar en los espacios ultraterrenos un lugar de amor y de luz, para aprehenderlo y trasladarlo a nuestro esclavizante mundo.
Los harapientos, indios venidos a la ciudad o no, no tienen otra cosa que enseñarnos que el universo es cabrón. Estos “extraordinarios seres” no debieran existir, porque no es justo que existan, mucho menos como objetos de alucinación intelectual. No podemos presumir acerca de sus visiones, o de su mirada fija ubicada en un “horizonte invisible”, porque no lo conocemos. Amo al hombre que pueda
enseñarme y acompañarme en el camino con plena conciencia. Eso no evita que en el transcurso nos emborrachemos una vez, muchas veces, pero sólo como parte irrenunciable de la búsqueda, nada más. Opinar diferente equivale a hacer un “viaje” con ácido lisérgico y quedarnos allí, sin regreso. No hay nada que el alcohol pueda revelar que la disciplina mental no revele mejor, como lo sugiere mi esposa.
Volviendo al tema de los pobres: los cargadores en su completa orfandad recurren al alcohol para olvidar, recordar, o crear mundos ilusorios donde todo no es tan tremendamente jodido y desesperanzador. Llamarlos “seres extraordinarios”, en el sentido en que lo hace B.W., es una burla a la pobreza, un alegato en favor de la desigualdad. Saenz tendría sus razones para beber con ellos y para tratar de hallar a su lado un sitio desconocido y sobrecogedor.
Ese humano común, sobrecargado de hambre y espanto, tiene el derecho a emanciparse de su realidad con el trago, y debiera tener el mismo derecho de liberarse de aquellos esnobistas que no encuentran en él más que un souvenir a ser expuesto en reuniones artísticas, o de ser idolatrado como el supremo poseedor del fuego por unos poetas borrachos que jamás han encallecido sus manos. Para el hombre de verdad, poetas incluidos, no hay tal cosa como la de encender el fuego con las propias manos para quemarse, ni hay Alto, ni hay Altísimo. El fuego está, ardiente siempre, en la frente y en la entrepierna de hombres y mujeres. ¿Cúal es la mentalidad del explotador? Preservar un sistema que le
permita eternizar su dominio. El artista que “explora” en el submundo sin ser capaz de hacer nada por erradicar tamaña ofensa, no es mejor que aquél.
He sido cargador en los mercados de Washington, de noche. Allí los haraposos negros y latinos hacían del alcohol más que necesidad. Y bebíamos en la parte trasera de los camiones vacíos y mezclábamos el peor alcohol con crack por cuestiones de efecto. Y cuando ya había salido la luna, los hombres salían a buscar putas. Y eran muchachas de catorce años, condenadas a muerte rápida, que se bajaban los rotos calzones por un dólar. Peso tras peso, o sexo tras sexo, para explicitar, reunían la cantidad suficiente para comprar una dosis de droga, mitad cocaína de baja ley, mitad detergente. Yo, poeta, cómo podría hacer mi exposición maestra hablando de los desconocidos mundos de los alcohólicos y la extraordinariedad de las putas, de la grandeza de esas “puertas” que se abren a lo “desconocido”, cuando sí sé a donde llevan: al hambre, a la prostitución, a la pérdida del conocimiento, que es justamente lo que quieren aquellos arriba, el poder tirarnos al basurero y afirmar qué mierda somos. No, señores, lo somos porque las circunstancias así lo obligan, no porque nosotros, en una lucidez mental extraordinaria, querramos destruirnos como logro supremo, como rebelión mayor ante lo injusto, como lo deduciría un cómodo teórico.
Wiethüchter debiera hacer una separación necesaria: el accionar y la búsqueda de Saenz son válidas para él, como hombre y como artista. Y sus experiencias le sirven a él individualmente y a sus seguidores. No critico el derecho de unos u otros a decir y a hacer lo que les venga en gana. Pero no acepto ni literatura ni discursos que hieran la humanidad dándose atributos de arte. Sí Saenz quería
destruirse, allá él. De ahí a filosofar sobre los ocultos universos detrás de la cortina de alcohol es pervertir una realidad desigual que debiera desaparecer. La otra cara, la del pobre que bebe hasta “morir”, es completamente distinta a la primera, y no pueden los intelectuales tratar de intervenir con doctas charlas sobre lo que está o no en la mente de los míseros. Habría que aprender de Victor Hugo,
releer “Los miserables”, y darse cuenta que cuando detalla el bajo mundo parisino lo hace desde una óptica que denuncia la atrocidad social; Hugo no intenta encontrar senderos escondidos de luz ni en el hampa ni en el vicio. ¿Y Dostoievski? “Soy un enfermo, un hombre malo” ¿quiere acaso en sus “Apuntes…” apologizar la maldad? Podría decir que no, que él como Donatien De Sade usa infinitos vericuetos para apuntar justamente de qué lado de la sociedad se encuentra, combativamente.
Viene al caso mencionar una crítica que hizo el lúcido Papini a la filosofía de Nietzsche, en su “Crepúsculo de los filósofos”. Sugiere que toda la doctrina nitzscheana se basa única y exclusivamente en la debilidad física y moral de su autor. Zaratustra, el superhombre, son invenciones de la rica imaginación del filósofo, tratando de encontrar en teoría y palabra lo que no fue él carnalmente. Su disgusto con Wagner, presumo, viene precisamente de allí, de la diferencia entre los dos hombres: el músico, poderoso y seguro, y el poeta-filósofo, cansado de ser débil y no tener salida. Ahí se relaciona Saenz con Nietzsche, ambos se atormentaban con la debilidad. El alemán tratando de excederse hasta superarse a sí mismo, y Saenz absorto e inocuo en su tragedia personal.
Pero eso es Saenz, y déjenlo tranquilo, ya hueso o polvo, en su tumba. No mengüen con su memoria y, sobre todo, no traten de incluir en sus alucinaciones unas respuestas que ni Cristo sabía. Personalmente Saenz no me hace gran efecto. Escribe bien, pero se desubica completamente perdiendo la punta del ovillo. Al final no es Teseo ni el Minotauro, ni Icaro o Dédalo, es el Laberinto mismo y no conozco laberinto que haya encontrado donde comienzan o terminan sus propias entradas o salidas. Me duele pensar cuánto hubiera podido alcanzar Jaime Saenz si no caía en devaneos de adolescente débil.
Para hablar de lo oscuro, de la noche, como lo hace Saenz, hay que vivirla, pero eso lo hace cualquiera; lo importante es vencerla. Y, repito, haciendo las diferenciaciones necesarias sin teorizar inútilmente acerca de las conexiones de lo inconexo: el mundo de los cargadores pobres, su alcohol y su visión no tienen relación más que circunstancial con la búsqueda personal de un autor. Y, es más, tratar de hacer creer, aunque fuese cierto, que alcoholizarse es la manera boliviana de buscar cambios es sólo tinta. En ese caso nos hubiésemos quedado, ya que no en la Colonia, en el ancestral festejo de los huacas con toda su carga de miseria y borrachera. Jamás será el alcohol, instrumento de poder de curas, brujos, sacerdotes y ricos, un vehículo de revelación, ni tan siquiera de contacto con la realidad. El pobre Saenz dubitaba entre una dualidad angustiosa y doblemente ficticia: entre el alcohol y Dios, entre la mística y la niebla. Ese es un sendero yermo e interminable, la búsqueda de nada creyendo que se posee el todo. Jaime Saenz pensaba que se había iniciado pero la única iniciación está en la lucidez y no en la bruma.
No he querido criticar la poesía de Jaime Saenz, simplemente no concuerdo con su forma de ver el mundo. Y concuerdo menos con la posición de Blanca Wiethüchter, muy bien escrita, cierto. Una cosa es gustar e idolatrar a un hombre, otra cosa es confundir su realidad personal con una realidad colectiva, cultural, económica, filosóficamente distinta. Ni Saenz es un mendigo, en la extensión en que lo son los reales, ni los harapientos (que son víctimas) son maestros luminosos que nos enseñan el camino de Santiago.
Fuente: lecoqenfer.blogspot.com/