El tiempo pasa… Añoranzas
Por: Claudio Ferrufino-Coqueugniot
La tecnología ha avanzado con desenfreno. También el arte. Si pienso en la música, creo que me volví obsoleto. Pareciera que la aparición de artistas con trazas de cambiar la historia ya se acabó. Posiblemente es un prejuicio de la edad que crea cánones a veces ya insalvables.
Me creo moderno en cuanto a música y sin embargo mis alcances no avanzan más lejos de Nirvana y Pearl Jam. ¿Y hace cuánto que murió Kurt Cobain? Catorce años: todo un espacio.
Por las mañanas, mientras manejo, escucho un programa llamado Breakfast with the Beatles. Un desayuno muy antiguo diría yo. Cruzando la avenida Habana tocaban en la radio My sweet Lord, de George Harrison. Aumenté el volumen, y en el signo de pare un grupo de colegiales me miró como algo antediluviano. Pensarían qué mierda son Hare Krishna y el dulce Señor. Con los pantalones en medio del ano se alejaron, caminando apenas porque debe de ser difícil caminar vestido así.
En 1975 traje de Córdoba, Argentina, un casete de los Doors. Tenía 15 años y aquello era nuevo. Lector de Pelo, conocía la historia nebulosa del cantante Jim Morrison. Entonces escuchábamos sobre todo a los Beatles, a Crosby, Stills, Nash & Young (mi madre trajo un disco del cuarteto desde el centro del KKK en Alabama: Tuscaloosa), Pink Floyd y, en las fiestas, bailábamos Chico Puntual de Deep Purple o guardábamos copias de Uriah Heep o Ten Years After. En otros lados ya había explosionado el punk, pero a Bolivia llegó cuando perecía, exceptuando quizá una canción de los Clash.
La música, como la literatura, en términos de novedad, llegó tarde a nuestra juventud. Quizá por ello nos formamos con los clásicos. Aún hoy cuesta ponerse al día con los libros. Esporádicamente recurro a algún novísimo pero mis lecturas trashuman todavía por los años cincuenta (Christopher Isherwood) o, detrás aún, por las bellas novelas de Joseph Roth en los campos de guerra de la Ucrania revolucionaria.
Las miles de canciones incluyen un máximo cronológico que señalaría a Violent Femmes. Anhelo todavía llenar el vacío de mi ignorancia de lo que se produce hoy… En parte lo debo a que en el exilio voluntario de los Estados Unidos, tal vez por la distancia pero más por la diversidad encontrada, me incliné con fervor hacia la música de América Latina y, en menor grado pero con igual expectativa, a cualquier tipo de música ‘étnica’ que me privó de seguir el tranco violento del rock and roll.
No era raro que manejáramos ebrios por el Distrito de Columbia, con Fernando Vargas en un viejo y grande V8 Cadillac. Atronábamos la mañana entonces con Born to be wild o, cuando llegaba el tiempo de reflexión y el crepúsculo se ceñía a las adustas hojas de los plátanos de la ciudad, cambiamos el estruendo de Steppenwolf por las líneas de Leonard Cohen. Pero luego de aquellos años de Hotel Chelsea #10, donde Cohen le canta con nostalgia al espectro de Janis Joplin, aparecieron Rubén Blades, Aymara, Los Fronterizos, que se embriagaron con los amigos en casa. El rock se estancó. Luego, ya ido yo de la comunidad boliviana -andaba en amores con Norteamérica en piel y en cultura- me arrimé a los últimos resabios del punk, no sólo en sus nombres ilustres sino en el punk local que funcionó como una gigantesca base redentora de la música moderna en el país. Pete Townshend -de los Who- decía que el punk había salvado al rock. Murió Ian Curtis, vocalista de Joy Division, y quienes le sobrevivieron crearon New Order: había nacido el New Wave, antecesor del rock alternativo que hoy, primera década del siglo XXI, aún aletea en simulacros de vida. El epitafio de Ian Curtis reza: “Love will tear us apart”, tal vez premonitorio, una secuela al fin del Flower Power que terminó en Altamont.
Había cerveza negra, en vasos de pinta, en El Gallo Negro, bar seudo-punk donde no sólo la cerveza era oscura: también los trajes de las muchachas. Buzzcocks, las sesiones Peel de The Cure, The Gang of Four, los recién aparecidos Mekons, The Pogues, The Pixies. Y siempre retornaba al Rey, Elvis, aunque ahora me gusta descubrir las canciones que cantaba y que eran composiciones de otros ni tan famosos del añejo R&B, sin quitarle mérito a Presley. También lo hicieron -esta suerte de copia- los Beatles y los Stones y de allí nació Bob Dylan, de la gran herencia negra, entre las muchas cosas que su talento cargaba.
Corté la lectura de Rolling Stone, que no sólo es una magnífica revista de música. El tiempo avasalla y resulta imposible perseguir ningún sueño de erudición en campo alguno. No sé siquiera si otra revista excelente del mismo estilo, Spin, sobrevivió al tiempo. La dirigía el hijo de Bob Guccione, de Penthouse y fracasos célebres como Calígula, pero hermosas e inolvidables mujeres: Janine Lindemulder, Leslie Glass que fue arrebatada de su desnudez y de su existencia por el cáncer. Spin denunció los crímenes de Roberto D’Abuisson cuando aún la guerra civil destrozaba a El Salvador.
El avance inexorable de la música moderna se diluye en los entreactos de un cambio de ritmo a otro: Blues, R&B, rock and roll, la música progresiva, el rock metálico, el Punk, el New wave, Alternative, y también las fechas de la historia personal con sus dosis de trabajo, de amor, de concentración, de sexo y de cansancio.
Fuente: www.eldeber.com.bo