¿Cómo se debe leer un libro?
Por: Ramón Rocha Monroy
Debo a la conjunción de la revista La Mariposa Mundial y mis visitas frecuentes a la Librería Plural (Nataniel Aguirre, primera cuadra, Cochabamba) la lectura de una conferencia de la escritora inglesa Virginia Woolf de la cual copié el título de esta columna.
¿Cómo leer un libro? En los primeros párrafos, esa gran mujer que tenía sobrados méritos para ganar el Premio Nobel, y no lo ganó, manifiesta su intención central: “Admitir autoridades en nuestras bibliotecas, por más pieles y togas que tengan, y permitirles decirnos cómo leer, qué leer, qué valor darle a lo que leemos, es destruir el espíritu de libertad que es el alma de esos santuarios. En todos los demás sitios pueden limitarnos leyes y convenciones; allí no tenemos ninguna.” Yo añadiría lo mismo sobre el acto de escribir.
Quizá el encanto de una biblioteca personal radica en que no tiene la clasificación mortuoria de la biblioteca del erudito embutido en sus casillas. Dice Virginia Woolf: “Poemas y novelas, memorias y libros de historia, diccionarios y libros oficiales, libros escritos en todos los idiomas por hombres y mujeres de todas las índoles, razas y edades, se codean unos con otros en los estantes. Y afuera rebuzna el burro, las mujeres charlan junto al pozo, los potros galopan por los campos. ¿Por dónde debemos empezar? ¿Cómo poner orden en este multitudinario caos para obtener, de ese modo, el mayor y más profundo placer de lo que leemos?
Claro: afuera transcurre la vida con sus cantos de sirena, mientras el acto de leer significa hurtarse de ese flujo vital para vivir vidas vicarias y, para peor, inventadas por otros.
En ese caos, ¿qué criterios nos llevan a leer una novela y no un libro de poesía, un ensayo y no un libro de historia? Dice la Woolf que escogemos “pidiéndole a la novela que sea verdadera, a la poesía que sea falsa, a la biografía que sea halagadora, a los libros de historia que reafirmen nuestros prejuicios. Si pudiéramos suprimir todos esos preconceptos al leer, sería un comienzo admirable”.
Este comentario enlaza con una epifanía que tuve hace algún tiempo: ¡Qué hermosas son las mujeres que leen! Se abstraen, miran soñadoras, sonríen o ríen solas, juegan con un bucle de sus divinos cabellos o encienden un cigarrillo con una sensualidad felina. Quizá obran así porque se acercan a un libro sin prejuicios, con el bagaje conceptual debidamente oculto en el desván y con la languidez del disfrute. En cambio los hombres, hay que ver la pose de sabios, de críticos; la tensión que les arruga el entrecejo; la suspicacia y los gestos de desdén que hacen cuando el libro no ratifica sus prejuicios.
Aquí viene otra vez la Woolf en nuestro auxilio con un consejo supremo para leer un libro: “No le den órdenes a su autor, traten de convertirse en él. Sean su colega de trabajo y su cómplice. Si se quedan a un lado, y escatiman y critican en principio, están impidiéndose obtener de lo que leen el valor más pleno posible.”
Leer para escribir
Advertíamos citando a la escritora inglesa Virginia Woolf que el acto de leer es un acto de libertad y que no deberíamos admitir que nadie, por más autoridad que tenga, nos diga qué y cómo leer. A continuación conjeturamos que ese consejo debería ampliarse a cómo escribir. Hay miles de consejos de los más grandes escritores sobre el arte de escribir; lo bueno es que no son leyes divinas ni científicas, sino consejos que uno bien puede ignorarlos porque uno puede hacer exactamente lo contrario de un consejo y tiene posibilidades parejas de acertar. ¿Nos dicen que hay que disfrutar de ciertas comodidades financieras y existenciales para escribir? No las tuvieron Shakespeare, Cervantes, Quevedo, Rousseau, Voltaire, Dostoievski, Poe, Lautréamont, Faulkner, Borges, García Márquez, Cortázar o Alfredo Medrano. De modo que es bueno escribir con plena libertad, a condición de admitir humildemente que se trata de un oficio centrado en la corrección incesante y no en la segregación o evacuación inicial, que a ratos parecería limitarse a un acto fisiológico.
Un error frecuente del escritor es opacar a sus personajes transmitiéndoles sus prejuicios ideológicos o existenciales, usándolos como títeres para que repitan lo que él quisiera decir si lo escucharan. Hay que ponerse en el pellejo de cada uno de los personajes, entender su lógica, la motivación de sus acciones e ideas, y no tomar partido por ninguno de ellos. Es muy eficaz subrayar en cada personaje la complejidad del alma humana y no encasillar a los personajes endilgándoles el rígido papel del héroe, de la heroína, del villano, del bufón, de tantos estereotipos que son útiles como referencias, pero jamás como moldes para crear buenos personajes.
Enlazando el acto de leer con el de escribir, Virginia Woolf dice que escribir una novela “es algo tan proyectado y controlado como un edificio, pero las palabras son menos palpables que los ladrillos; leer es un proceso más largo y complejo que mirar.” Para valorar lo que uno lee, Virginia propone intentar escribir. “Recuerden para ello –dice—algún hecho que les haya dejado una impresión nítida: cuando se cruzaron en la esquina, quizá, con dos personas que estaban conversando. Un árbol se sacudía, una luz de la calle se agitaba, el tono de la charla era alegre, pero trágico también; toda visión, toda una concepción, parecía contenida en ese momento.” Cuando intenten convertir esa emoción inicial en escritura, aprenderán a valorar las astucias, el oficio, la técnica, los desvelos contenidos en las obras que leen. “Entonces irán de sus confusas y desordenadas páginas a las páginas iniciales de algún gran novelista (…) Ahora podrán apreciar mejor su maestría. No es meramente que estemos en presencia de una persona distinta (…) sino que estamos viviendo un mundo distinto.” Y previene que un gran escritor crea una realidad y respeta con lógica estricta las leyes de su punto de vista. “Jamás nos confunden, como con tanta frecuencia lo hacen los escritores menores, al introducir dos tipos de realidad en el mismo libro”.
El acto de leer nos puebla de sombras fugaces, pero es necesario hacerlas reposar, dejar que las plumas alborotadas en nuestra imaginación se asienten y se conviertan “en una sola sombra sólida y duradera”. Entonces “el libro regresará, pero de otra manera”. Si hemos leído con simpatía, tratándonos de ubicarnos en los calzones del escritor o (ahh) de la escritora, ahora que hemos dejado reposar la lectura podemos ser ya no amigos sino jueces. Aquí Virginia asume su máxima severidad: “¿No son criminales esos libros que han derrochado nuestro tiempo y nuestra benevolencia? (…) Seamos entonces severos en nuestros juicios, comparemos cada libro con los mejores de su clase. (…) Hasta la última y más insignificante de las novelas tiene derecho a ser juzgada de acuerdo con la mejor. Y lo mismo con la poesía.”
Los libros –dice Virginia—”sólo pueden ayudarnos si vamos a ellos cargados de preguntas y sugerencias ganadas honradamente en el curso de nuestras lecturas. No pueden hacer nada por nosotros si nos amontonamos bajo su autoridad y nos echamos como ovejas a la sombra de un seto. Sólo podemos entender sus preceptos cuando entran en conflicto con los nuestros y los vencen.”
La responsabilidad del lector
Virginia Woolf insiste en que tenemos responsabilidades e importancia como lectores. “Las pautas que fijamos y los juicios que emitimos se infiltran en el aire y se vuelven parte de la atmósfera en la cual el escritor respira mientras trabaja. Se crea una influencia que los afecta, aun cuando nunca encuentre su cauce en la imprenta. Y esa influencia, si estuviera bien construida, si fuera vigorosa, individual y sincera, podría ser de gran valor…”
Virginia es severa con la escasez de tiempo de los críticos y reseñadores. Frente a ellos “los libros pasan a juicio como una procesión de animales en una galería de tiro, y el crítico sólo tiene un segundo para cargar, apuntar y disparar, y bien puede ser perdonado si confunde conejos con tigres, águilas con halcones, o si directamente yerra el tiro y le acierta a una pacífica vaca que pasta en un campo vecino.”
El crítico o el reseñador suele dejarse llevar por juicios ajenos, por una lectura en diagonal, por el prólogo de una autoridad o el contenido de la solapa o la contratapa, cuando no por la amistad o enemistad con el autor, que se traduce en un comentario displicente que influye en el lector potencial y en las ventas. El lector libre está menos presionado, y en ello radica la importancia de su lectura. “Si el autor sintiera que detrás del errático fuego de la prensa hay otra clase de crítica, la opinión de la gente que lee por amor a la lectura, lenta y no profesionalmente, y que juzga con gran tolerancia, y sin embargo con gran severidad, ¿no podría eso mejorar la calidad de su trabajo?”Esta mujer entrañable, cuya vida y obra conocemos cada vez más por obra del cine, consideraba que la lectura es de aquellos placeres que “encierran su propio fin”. “A veces he soñado, al menos que cuando el Día del Juicio amanezca y los grandes conquistadores y abogados y hombres de estado vayan a recibir sus recompensas –sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indeleblemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y dirá, no sin una cierta envidia cuando nos vea venir con libros bajo nuestros brazos, “Mira, esos no necesitan ninguna recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Les gustaba leer”.
Un consejo final: compren la revista literaria “La Mariposa Mundial”, que ya va por el número 16/17, a Bs. 25, en Librería Plural.
Fuente: ecdotica-6413e4.ingress-bonde.easywp.com