“Lo rural es mi respiración… pero ya he aprendido a respirar otra clase de noches”
Entrevista a Manuel Vargas
Por: Martín Zelaya
“Más largo, más corto, la cuestión es contar”, dice Manuel Vargas, destacado y avezado cuentista y novelista que tras varios años de persistir en la narración de largo aliento – Nocturno paceño, Música de zorros, Sal de tu tierra– vuelve a publicar un libro de cuentos; cuentos largos y cuentos cortos.
En los próximos días la editorial 3600 presentará en La Paz Recuento de daños, una colección de 15 relatos de mediano y largo alcance, y 17 breves o brevísimos. Gentilmente Manuel y los editores nos cedieron algunos de estos textos que invitamos a leer primicialmente, a modo de no comer ansias hasta tener en las manos la nueva obra.
“Siempre estoy comenzando, aprendiendo, hasta que escriba, -¡vaya pretensión!- el último cuento”, confiesa el autor que reunió en este volumen trabajos que salieron de su pluma a lo largo de 40 años, ni más ni menos.
– ¿Cuéntanos un poco del origen de los cuentos y qué periodo temporal abarcan?
Algunos de estos cuentos se publicaron en revistas y periódicos, pero la mayoría son inéditos. Son cuentos escritos a lo largo de 40 años, más o menos. Con los editores acordamos no darles un orden cronológico, pues durante el paso de los años fueron revisados y no tiene una relevancia la fecha en que fueron escritos.
– ¿Hay algún hilo conductor temático, o estilístico…?
Supongo que van señalando una vida, un recorrer de años hacia un mismo fin, más pegados a mi experiencia urbana que a la rural, propia de mis anteriores libros de cuentos y novelas.
– A propósito, justo iba a preguntarte: algunos críticos señalan que te caracterizas por las temáticas rurales, (sin que esto caiga en literatura costumbrista) tanto de tus relatos como novelas. ¿Estás de acuerdo? ¿Qué crees que determina esto?
Lo rural era mi respiración. He tenido que pasar años en la ciudad para poder aprender a respirar otra clase de noches, otra clase de aires y sonidos, y espacios diferentes. Ahora más o menos me da lo mismo. En este libro hay bastante variedad en ese aspecto: hay algún cuento rural de mi viejo estilo, los más son urbanos, entre realistas, fantásticos, del presente y del pasado lejano.
– ¿Por qué Recuento de daños?
Pues, por un lado es un juego de palabras con el término “cuento”, y a un tiempo considero que cada texto es un momento especial de la vida del autor, o de sus personajes; un golpe, una herida, o simplemente algo que ocurre y no me deja indiferente. No podría llamarle recuento de alegrías o de goces, de eso no me salen cuentos.
– El libro tiene dos partes, “Nuevos cuentos tristes” que, según parece, son cuentos normales en extensión, y “Cuentos brevísimos”. ¿Cómo determina a un cuento su extensión? ¿Cuál es la diferencia a la hora de pensarlos y escribirlos?
Los cuentos largos detallan momentos, avanzan, y se dan un tiempo cabal para preparar el golpe, que finalmente ocurre. Los brevísimos, son de un solo golpe. Por lo tanto, merecen un tratamiento diferente del lenguaje, de las palabras.
– ¿Te consideras más cuentista que novelista? ¿Vale la pena hacer esta diferenciación?
Soy un cuentista que escribe novelas. En mis novelas se meten cuentos, y no viceversa. Más largo, más corto, la cuestión es contar.
– Cómo ves al Manuel cuentista de hace 20 o 30 años en relación al de hoy. ¿Escribirías los mismos cuentos, de la misma manera?
Uno. Soy exactamente el mismo. Dos. No podría hacerlo con la inocencia y la ignorancia de esos tiempos. De pronto digo: pero si ya pasé los 60, qué más me puede pasar. Pero, por otra parte, tengo que olvidarme de todo y pensar que siempre estoy comenzando. En realidad, siempre estoy comenzando, aprendiendo, hasta que escriba, o se escriba -¡vaya pretensión!- el último cuento. Por lo menos quisiera que así sea.
– ¿Estás al tanto de lo que se está escribiendo actualmente en el género en el país? ¿A qué cuentistas te animarías a destacar?
En eso también creo que he cambiado. Antes me animaba nomás a realizar mis selecciones de cuentos, como una urgencia, una necesidad de hacer conocer lo que se estaba haciendo en el país. De esa manera en 1995 preparé un Antología del cuento boliviano moderno, y luego una Antología del cuento femenino. Es que hacía años que no se hacían antologías y nos quedamos con Soriano Badani y Raúl Botelho.
Ahora hay ya muchas antologías nuevas, para todos los gustos. Ahora hay más editoriales, de todo tamaño, y eso está bien. Ya no me siento capaz de dar nombres (alguna vez hasta se han enojado conmigo por mis atrevimientos), aparte de que me he enredado o me he atrasado en novedades. Hay que tener paciencia y darle más protagonismo al señor Tiempo.
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La última cena
para el paladar exigente, el perro comestible;
para el hombre, el Celeste Imperio
J. L. Borges / Bioy Casares
El perro estaba en una bandeja, sobre la mesa del comedor. Olía bien, en su jugo y rodeado de papas y manzanas peladas. La mujer acababa de levantar el aluminio, bajo la mirada de su marido y la pareja de invitados.
—¡Perro al horno! —dijeron los cuatro, y no se sabía si era de gusto o de sorpresa.
La casa, ubicada en un barrio alejado del centro, era de madera —el piso, el techo, las paredes—, se podían oír los gritos y pasos de niños jugando en las piezas de arriba. Los invitados sabían que los dueños de casa tenían dos hijos pequeños.
—¿Más vino? —preguntó el esposo. No era una voz amable.
—Sí, por favor.
Ruido de vidrios en contacto y del chorrear del vino. Los cuatro levantaron sus copas. Bebieron, quedando todos con los labios enrojecidos. La anfitriona se levantó a cortar el perro; se lo veía suave y tierno.
—Las piernas para los hombres —dijo—; las costillas para nosotras —y sonrió mirando a la otra mujer, que estaba sentada en línea oblicua, respecto de ella.
Ya estaban las dos piernas en sus respectivos platos y apareció el arroz.
—¿Ayudo sirviendo el arroz? —se ofreció la invitada, y la mujer dijo que sí, agradeciendo.
Qué extraño, pensaba el invitado, ellas, tan amigas, y yo, que creía ser el invitado de confianza.
—¿Y los niños? —preguntó.
—No te preocupes, aún queda bastante, les gusta la espalda y las patas delanteras. Además, tenemos mucho que hablar entre mayores.
—Sí —dijo el marido—, comiencen, por favor, yo voy a traer un poco más de vino.
Nadie entendió si se refería a comenzar a hablar, o empezar a comer.
—Sírvanse, por favor —dijo la mujer—, sirvámonos.
La carne estaba deliciosa, aunque no les recordaba a ninguna otra carne. Además de papas y manzanas había verduras picadas en un ahogado perfecto.
—¿Y de dónde viene esta costumbre de comer perro? —preguntó el invitado.
Las dos mujeres lo miraron con cierta pena como diciendo: qué pregunta más impertinente. El hombre volvió con otra botella y procedió a descorcharla.
—Nos hemos reunido aquí para conocernos.
—Así es, no hay mucha comunicación entre los matrimonios.
—El mundo anda revuelto.
—Hoy es un día especial, el cumpleaños de mi esposo.
—Salud por eso.
—Pero tenemos que hablar de otra cosa.
—¿Cuál es el motivo, finalmente?
—Bueno, la incomunicación.
—El amor.
—No, lo que pasa es que no hay moral en estos tiempos.
—¡La traición!
—Todo está podrido.
—Oh, no, ¿para qué tantas vueltas? ¡Me da asco!, ¡todo esto es un asco!
El marido se levantó, rojo de rabia, retirándose de la mesa, dejando su plato a medias. Antes de perderse por las gradas que subían al piso de arriba, vieron cómo de su bolsillo sacaba la caja de fósforos. Los tres seguían sentados a la mesa, con los platos casi vacíos y las copas también. De pronto la mujer se levantó.
—¿Un cafecito?, creo que hay tiempo todavía.
—Gracias, no te molestes.
Se volvió a sentar, los tres se miraban como si recién se interesaran por conocerse, por descubrirse. Entonces comenzaron a sentir el humo que bajaba por las gradas, y los golpes de muebles, y los gritos infantiles. Nadie se movía.
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Dos “cuentos brevísimos”
¿Cómo?
A (de) Jesús Urzagasti
Me encontraba en un sendero intransitado y húmedo del bosque, solo y cansado, con las primeras luces del día después de una larga noche de extravío. Muchos días y leguas me separaban de cualquier ser humano. Escuché de pronto una leve brisa que mecía las hojas de los inmensos árboles. Entonces la vi, a menos de diez pasos, apoyada a un tronco, de limpio vestido floreado, sonriendo y mirándome, en su firme soledad de niña.
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Rostros
Antes te mirabas al espejo y veías lo que creías era tu rostro.
Ahora lo haces igualmente pero ya no te ves, si no a tus hermanos mayores: el que murió, el que está cerca tuyo, o el otro, que se fue lejos y quién sabe si ya no vuelva.
Mañana o cualquier otro día, al intentar mirarte ya no verás ninguno de esos rostros sino el de tu padre.
Y sabrás que, ayer y mañana, quien está detrás de ese vidrio esmerilado, es/era/será el mismo, el único y verdadero rostro del tiempo.
Fuente: Letra Siete