05/08/2015 por Marcelo Paz Soldan
La nobleza del silencio

La nobleza del silencio

Magela

La nobleza del silencio
Por: Magela Baudoin

(Discurso leído en ocasión de la entrega del Premio Nacional de Novela 2014)
En 2010, una mujer, la celebérrima y septuagenaria artista serbia, Marina Abramovic, realizó una de las performances más controversiales de su carrera. Se sentó impasible por ocho horas al día, durante tres meses, en el MoMA de Nueva York, recibiendo uno a uno a los visitantes al museo, que se ubicaban frente a ella y la contemplaban en silencio.
Así fue. Sin importar la lluvia ácida de la prensa neoyorquina (a la que Marina hizo ningún caso), más de 800 mil personas acudieron a aquella cita de acción poética, en la que los visitantes se establecían en su silla e iba reaccionando a los gestos y miradas de la artista, generándose las respuestas más emocionadas a ese solo contacto visual, subjetivo y afónico. ¿Qué fue lo que vio la vestal y carismática Marina?, se preguntaron muchos. ¿Por qué debemos llamar a esto arte?, dijeron otros; preguntas que, desde mi punto de vista, no hacen sino achatar el concepto inmanente de la performance y la vuelven un cliché publicitario. ¿Qué fue lo que vieron realmente los visitantes en la mirada de Marina? ¿Qué fue lo que hallaron en ese espejo?, son para mí preguntas mucho más enigmáticas e interesantes. ¿Qué extrajeron de ese silencio? ¿No hay en él una clave filosófica que merece ser considerada? ¿No está, acaso, en lo no dicho lo más importante de la vida y del arte?
Pareciera que estamos perdiendo la capacidad de a escuchar; que tan ahítos de estímulos vivimos que hemos malogrado el don de ver, de mirar y de sentir. La maravillosa Flanery O’Connor decía que para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que se está viendo realmente. Decimos por ejemplo de ese objeto que es “de mal gusto” o “prosaico” o “sinuoso” o “bello”, pero no nos ocupamos de la materia, de ese doble fondo más allá de lo aparente. Si lo pensamos bien, pasamos mucho tiempo haciendo juicios rápidos, definiendo, atrapando con adjetivos el mundo. Sin embargo, eso que en la vida sirve para darnos certezas y seguridades; en el arte, en la literatura no sirve de nada. La sabia Hebe Uhart, ese tótem de la literatura argentina contemporánea, dice algo que me gusta mucho: Para escribir hay que mantener una “duda” razonable, quedarse antes del concepto, de la crítica, del criterio rápido. Para escribir hay primero que callar.
En una carta, fechada en noviembre de 1871, Gustave Flaubert le reprocha a Zola eso, precisamente: no callar. Zola hacía concluido Calle Murillo, 4. “Solo censuro el prefacio —le reclama el maestro a Emile Zola—. Para mí estropea su obra que es tan imparcial y elevada. Usted dice su secreto, lo que resulta muy ingenuo, y expresa su opinión, cosa que en mi poética (la mía), un novelista no tiene derecho a hacer”.
¿Cómo honrar el silencio?, es una de las cosas que más me obsesiona en mi búsqueda como escritora. ¿Cómo componer un relato de silencios? Y silencio, como lo saben bien los lectores, no es igual a vacío. Silencio en literatura es el arte de decir sin decir, el arte de componer esa fuerza ubicua e invisible que opera y se apodera del lector; esa fuerza que construye sentido. Ese poder que grita, aunque que yace escondido, y que no es otro que el de la H.
Disculpen ustedes si no me siento muy ecuánime al referirme a esta primera, imperfecta y, sin embargo, amada novela, que escribí durante casi cuatro años, en un movimiento primero estomacal y luego de podado infinito. En estos días en que se me ha pedido que me pronuncie sobre ella, he tenido que hacer el ejercicio de teorizarme, lo cual no es necesariamente fiel a mi proceso creativo, ni verdadero. Me parece, y lo digo con toda honestidad, que hacer un mapa de ruta sobre “El sonido de la H” es una trampa literaria inadmisible —ya se lo advertía Flaubert a Zola— que tiende a matar al lector y a subestimarlo. Las lecturas le corresponden a él y mientras más interpretaciones surjan, mejor. Amo los libros que quedan latiendo, aquellos con un sustrato denso, que no se pueden definir muy fácilmente. Aprecio el quedarme con más preguntas que respuestas cuando leo y espero que lo que escribo tenga alguna capacidad de movilizar. Creo, como la maravillosa Clarice Lispector, que escribir es usar las palabras como carnada, para pescar “algo” que está fuera de las palabras.
Es por ello que hallo más útil contar el tipo de literatura que me gusta que definir la que eventualmente creo yo hacer. Me gustan los “lugares” mínimos; aquellos que funcionan como condensadores sociales, que iluminan un tiempo y un espacio con un gesto, que se fundan en algún lugar recóndito de la memoria y luego la despedazan, que muchas veces ni siquiera se pueden definir conceptualmente por su complejidad pero que en cambio se pueden sentir.
Me veo con frecuencia explorando los extremos de los que son capaces mis personajes, en el borde de sus convicciones, en el filo del amor, en el abismo de sus deseos. Tal vez la única cosa sobre la que me pronuncie, respecto de “El sonido de la H”, sea la siguiente: esta novela es sobre todo “amoral”, no juzga, no hace ningún juicio ético o estético, prescinde de todo fin pedagógico y no tiene la más mínima intención de pregonar. Acaso su pequeño atrevimiento sea, y ojalá lo consiga, el de desplazar al lector de lugar. El de colocarlo —igual que Marina— frente a un espejo.
Una última cosa voy a apuntar sobre mi escritura, y es probable que este sea uno de los aspectos donde más trabaje para acercarme a lo que leo. Me fascinan las novelas y los cuentos que habitan en la poesía. Y con esto no me refiero solamente al repujado que un escritor puede hacer del idioma; sino al tallado fino de la historia, a la dignidad de los personajes y a las conexiones simbólicas que se quedan navegando entre el oído, el cerebro y el corazón. En definitiva al misterio.
El sonido de la H es, si se quiere, una vindicación de la poesía en tanto mirada oblicua, en tanto capacidad de descorrer el velo. Pero también, una alegato a favor de la palabra, en tanto rugido hondo que emerge, como diría el escritor argentino, José María Brindisi, de la nobleza del silencio.
Muchas gracias,
Fuente: Ecdótica