Narrativa boliviana y dictaduras
Por: Sebastian Antezana
En este presente latinoamericano variado y tensionado, en este laboratorio ideológico en que consiste el continente, en esta coyuntura en que un socialismo con evidentes debilidades por el mercado libre y un capitalismo más tradicional se disputan el escenario político, se siente todavía cierta incomodidad, un nudo no resuelto que reclama una revisión crítica, un careo con el pasado no democrático inmediato que produjo este presente democrático variopinto y bullicioso.
¿Dónde se ve esto? Quizás en las fisuras expresadas en el lenguaje, en nuestra insistencia discursiva sobre la democracia, en la importancia que parecemos darle a la palabra, a la idea.
¿Por qué tanto insistir en ella? Acaso porque el lenguaje consagra y condena en un mismo acto, dice lo uno y, al hacerlo, aunque por un camino inverso, dice lo otro. Acaso porque la insistencia discursiva sobre la democracia en Latinoamérica está basada en su existencia parcial, en su carácter desplazado o en el hecho perverso de que no es esa forma idealizada del gobierno compartido en sociedad, no es la conducción del Estado por el pueblo, sino la conducción del pueblo por el Estado -y el mercado.
Voy a tratar de aterrizar. Si hablo de nudos irresueltos me refiero en concreto al periodo de las dictaduras militares. Y para aterrizar en un solo espacio quiero referirme al caso boliviano.
¿Desde dónde hacerlo, sin embargo? La clave está en la mencionada insistencia discursiva. Ya que el lenguaje político latinoamericano concreta por lo menos una postura –la que anuncia que la democracia neoliberal es bálsamo y puerto de llegada– y, por lo tanto, aparenta una posición sólida, habría que concentrarse en discursos que nos muestran cómo esa posición es más bien frágil o está descentrada. En suma, en lenguajes o discursos –bolivianos- como la producción narrativa de periodos como el de las dictaduras militares.
A diferencia de otros países en los que es copiosa, la narrativa boliviana de la dictadura corre otra suerte. Es sencillo encontrar información sobre literaturas que tratan desde su nacionalidad el espinoso tema del autoritarismo, es fácil conformar un corpus literario, o remitirse a alguno de los ya establecidos, que nos hable de las trayectorias dictatoriales en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay, etc. Pero si el lector curioso se dedica a la misma tarea en el caso boliviano se encontrará, por lo menos al principio, con una poco sistemática serie de libros, historias y personajes.
¿Por qué? En general, podríamos decir que las dictaduras no consagraron en Bolivia una generación literaria ni un corpus porque, por una parte, si bien hay gente que escribió en el periodo, no conformaron un horizonte común, una instancia de resistencia compartida, no lograron aglutinarse como para constituir un contradiscurso que se opusiera al discurso vertical del poder militar.
Por otra parte, es difícil hablar de un corpus literario contradictatorial porque, como lo indica Blanca Wiethüchter: “La literatura, a partir de la revolución de 1952, expresa una especie de proceso de individuación, las grandes multitudes que habitan nuestra literatura tradicional quedan desplazadas por individuos localizables en las clases medias o intermedias”. En otras palabras, la trayectoria política del país generó una literatura que, tanto a nivel interno como externo, se fue individualizando, haciendo más personal, fragmentaria.
En general, esta literatura adopta un punto de vista desesperanzado y a sus personajes no parece importarles tanto la recomposición de las estructuras sociales como dejar marcada, por medio de la extravagancia, el desencuentro, la marginalidad, lo ridículo y hasta lo burlesco, las huellas del trauma político. Se trata de un tipo de literatura que se desplaza hacia la disolución de las formas tradicionales y se concentra en los límites, los excesos, en personajes excéntricos, periféricos, rebeldes.
A esta luz puede entenderse la aparición de textos casi subgenéricos como El Quijote y los perros. Antología del terror político, organizada por Néstor Taboada Terán, Los golpes, de Adolfo Cáceres Romero, y Cuentos violentos, de Víctor Montoya; la llegada de una literatura que trata la rebeldía, como en Los fundadores del alba, de Renato Prada Oropeza y Matías el apóstol suplente, de Julio de la Vega; el surgimiento de voces ni urbanas ni rurales, periféricas a la ciudad (de La Paz), como las de En el país del silencio, de Jesús Urzagasti, Rastrojos de un verano y Cuentos tristes, de Manuel Vargas.
La denuncia contra del orden político como en Fábulas contra la oscuridad, de Jaime Nistthauz, La máscara del gorila, de Alfonso Gumucio Dagrón, Huelga y represión, y Días y noches de angustia, de Víctor Montoya; la llegada de una expresión minera desde el interior mina y no desde el exterior letrado, como en El militante y la muerte, y El paraje del tío y otros relatos mineros, de René Poppe; la aparición de un registro político que se consagra desde la distancia, como en el caso de Sombra de exilio y Morder el silencio, de Arturo Von Vacano; la consolidación de figuras de extramuros, como en La tumba infecunda, de René Bascopé y Felipe Delgado, de Jaime Saenz; el surgimiento del testimonio en una figura como la de Domitila Chungara y su Si me permiten hablar…; y la tragedia de Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien consagra el entrecruzamiento que en esos años se da entre literatura, política y autoritarismo.
Algo más. Además de acallar la libertad de prensa, silenciar a opositores, mantener un estado de constante amenaza y utilizar la violencia en contra de quienes consideraban sus enemigos, los gobiernos autoritarios bolivianos tuvieron clara una determinada idea de “modernización” que pasaba por abandonar cualquier pretensión comunista o modelo de desarrollo nacional autosuficiente para abrazar abiertamente el capital multinacional.
Como indica el crítico Idelber Avelar: “Después de los militares ya no hay modernización que no implique integración en el mercado global capitalista. Este fue el papel central de los regímenes militares: purgar el cuerpo social de todo elemento que ofreciera alguna resistencia a una apertura generalizada al capital multinacional”.
Es claro, con la colonización económica de los países latinoamericanos y el endeudamiento externo, la idea de la democracia que vivimos hoy, tras las dictaduras, resulta por lo menos problemática.
Así, en el caso boliviano no sorprende que algunas manifestaciones literarias de la actual sociedad democrática –o postdictatorial– sigan llevando aquella huella de extrañeza, trauma y exceso que caracterizó a la literatura contemporánea e inmediatamente posterior a los gobiernos militares. Eso porque, con la democracia neoliberal, las causas de las desigualdades sociales permanecen intocadas y –exacerbadas por el mercado– se dan con la misma frecuencia.
Ya lo dice Avelar: “Nada se parece tanto a la naturaleza como el capitalismo tardío. En América Latina la introducción de esta nueva etapa del capital fue precisamente el papel epocal que jugaron las dictaduras”.
La tarea de cuestionarse por el pasado ha sido siempre asumida por la literatura, y la que toca el episodio dictatorial boliviano no renuncia a las preguntas trascendentales del periodo.
Esto es meritorio y lo es doblemente si la función estética de esta narrativa tiene un peso igual o mayor a su función política e histórica. Pero si consideramos que –más allá del oprobio imborrable que lo mancha ya por siempre, y de la deuda impagable que el sistema militar autoritario tiene en Bolivia con sus miles de víctimas– uno de sus triunfos perversos es la consolidación de un modelo económico despiadado, podríamos ver a la literatura del periodo como un discurso paranoico, seguro de su dependencia de la democracia neoliberal, como un significante que sospecha permanentemente su asimilación por el mercado. Será tarea de otro analizar esta hipótesis.
Fuente: Letra Siete