Pompas de papel
Por: Ricardo Bajo
Con donaire desgarbado, Rómulo Balsa seduce a sus potenciales compradores. Alto, despeinado y todavía con los efectos de la verbena paceña dibujados en el rostro, acaba de estirar en la mesa —que de aquí en más se llamará puesto— seis libros de cuentos. Tiene un ch’aqui fulero y el sol paceño de invierno cae irremediable sobre el mediodía de Villa San Antonio Bajo. Ha llegado tarde —como siempre— a la II Feria de Autores, organizada por el activista Elías Blanco Mamani, y es el único que se ha perdido la foto que sale al día siguiente en el periódico. El poeta tarijeño Jorge Campero también arrastra su resaca; de tan paceño que es se ha bebido la verbena entera él solito la noche anterior.
Al puestito de Rómulo llegan dos chicas. Una de ellas se llama Cinthia. Rómulo no la reconoce, tiene una memoria pésima, que se exacerba cuando se bebe él solito la verbena, de tan paceño que es. Es una vieja compañera de un periódico que estaba en Villa Fátima. Ya ha comprado varios libros, así que le deja sus dos cuentos en 60 pesitos nomás.
Gradas más arriba, Manuel Vargas vende como pan caliente. A cada comprador le dedica el tiempo preciso, como debe ser. Sus Cuentos Tristes bien bonitos son. Promociona incansable sus obras y las de otros colegas. Y sigue vendiendo.
Alejandro Canedo Peñaranda, inexplorado músico paceño, no se despega de Camperito. Ni de día ni de noche. Ha presentado su primer Poemasesino (así, todo junto) en el célebre Bocaisapo, tugurio bohemio donde no croan sapos, sino poetas que beben de las fuentes de la madrugada. Jaguar Azul editores es el sello que también se estrena.
“Tendido a la hora que no has de recordar / mosca muerte en el cenicero / ¿Dónde dormiste la última de tus borracheras?”. Así termina el poema “Trágame bar” de Canedo. La tapa del libro es de Gonzalo Llanos. Más conocido por los cuates como Golla, es uno de los firmes en la placita, ésta que ha visto pelear a los vecinos de San Antonio Bajo contra los tractores despiadados del alcalde stronguista para defenderla. Golla ha vendido ya 15 de las coquetas ediciones independientes de sus microcuentos hermosamente ilustrados. ¿O son ilustraciones hermosamente contadas?
Desde su puesto, Rosario Aquim remata sus libros de poesía erótica para “heterosexuales o lesbianas”, al gusto del cliente. Más allá, escritores jóvenes venden sus fanzines a diez pesitos y no faltan publicaciones de esoterismo y ovnis junto a clásicos literarios, de ayer y de hoy.
Por la feria caminan dos viejos amigos, Ponchis y el Varguitas. Le preguntan por el precio de un libro de Sinclair Thompson al Golla. “Estos libros son del Baúl del René. Si fueran míos, te rebajaría fija”. Cuentista uno, ensayista el otro han caído a la feria convocados por el esporádico rito de la cofradía de las letras.
En el corazón mismo de la plaza, rodeada por puestos de verdura y fruta sobre el piso, correteando bajo un sombrero de ala ancha, el motor imparable de la fiesta saluda cariñoso a quienes llegan. El capo Elías no solo ha reunido escritores y lectores, sino también invita un almuerzo a los primeros en El Museo del Aparapita, sobre la colina.
El Ayatolá Quino y Asterix parecen salidos de una película de Felini. Después de la comida, se toman unas chelas frías. Hablan de la copucha literaria, de noches farreadas y “prima donnas” y de las viejas ferias ochenteras. En ésas no había almuerzo ni fanzines, pero sí metralla, té con té y rebeldía. A ratos, Rómulo cree que estas ferias son más lindas que ninguna. En las comerciales, una de ellas se alista en diez días, pareciera que venden solo pompas de papel.
Los cuentos del puestito de Rómulo han desaparecido. Tiene 200 pesos en el bolsillo y el almuerzo solucionado. En el Aparapita, el ch’aqui fulero le exige una chela, dicen que ese es el mejor remedio para los autores desgarbados.
Fuente: La Razón