Vuela Kurukuta, alas de escalera
Entrevista a David Mondacca
Por: Cecilia Romero
Kurukuta era el apodo de niño de David Mondacca por el color de sus ojos rojos, tono que pintó su mirada quizá producto de su arribo de La Paz al Beni. Él sabía leer, e hizo de los libros su refugio y su pertrecho. En una escena de la obra Ojos de Kurukuta, él era un infante y escapaba corriendo de sus compañeros de curso que lo perseguían con piedras en las manos porque en la hora cívica del colegio fue el único que podía contar lo que los libros guardan y esto les había despertado un inusitado odio. En esa persecución, el pequeño Kurukuta sube por una escalera, la que mágicamente se convierte en unas alas con las que vuela libre al encuentro con un Mondacca adulto que en el tiempo actual lo abraza.
De esta forma se festejan los cuarenta años de hacer teatro, en la obra de teatro Ojos de Kurukuta, que se presentó en Cochabamba el mes de julio, dejando el testimonio de Mondacca y su andar por el mundo de las tablas.
En palabras del actor: “Hacer cuarenta años teatro en Bolivia y estar vivo, es motivo de fiesta, porque si no pasaría desapercibido hasta para nosotros mismos. Entonces, nos habíamos preparado hace años junto con Claudia Andrade, quien dirige la obra y la puesta en escena, y con quien estamos haciendo veintidós años teatro, de que a los cuarenta años teníamos que tirar la casa por la ventana, porque no es así no más, mi generación, la generación de actores a la que yo pertenezco, en su mayoría tiró la toalla, porque es muy dura la vida, seguramente yo tuve mucha suerte. También hubieron crisis que parecieron definitivas, eso cuento en la obra, porque yo vivo del oficio”.
En Ojos de Kurukuta evidenciamos el amor por las historias, por la magia que guarda cada personaje, por la entrega permanente, Mondacca se pregunta: “¿Cómo has vivido cuarenta años de teatro en Bolivia? Y la respuesta es: lo hice porque no sabía que era imposible. Lo hice posible porque no sabía que era imposible, esta es la actitud suicida, quemamos naves, soltamos amarras, dejamos todo. Yo no quería darle al teatro el tiempo de sobra, hacerlo mi hobby; mi pasatiempo. El teatro que nosotros queríamos hacer requería las 24 horas y no podía estar metido en una oficina y siendo ratón de biblioteca, no, no podía. Había que cargar los bultos e ir a actuar, no había teatro pero había que inventarse. Hemos ido a actuar a todo lado. El teatro requería agallas, no podía estar de funcionario en una oficina o en un banco y hacer teatro, no, esto requería darse con todo, entonces, yo había asumido mi profesión ya de entrada profesaba, porque profesión es profesar. Sabíamos que el teatro requería entrega, no podías darle el tiempo que sobraba”.
No busquemos razones a la emoción
Mondacca ejerce el oficio y en su transcurrir hay una presencia imperiosa y vital como es la del poeta Jaime Sáenz, escritor paceño que es representado en las obras “No le digas”, “Los cuartos” “El aparapita” y “Santiago de Machaca”, ante la pregunta si es fácil sacarse la piel de Sáenz, nos dice: “Jaime Sáenz tenía un poder de seducción muy fuerte, ejercía un poder magnético sobre la gente. Cuando entró al aula donde era estudiante suyo, me asusté, me cubrí el ombligo porque ante fuerzas muy poderosas hay que cubrirse el plexo solar, eso yo sabía (sonríe). Yo creo que hay algo que nos preserva, sobre Sáenz dicen que era el comealmas, la gente que se acercaba a él era seducida, era como la polilla que se acerca al fuego, alguien entendido me dijo que yo había logrado entrar y salir. Necesita uno cierta candidez, el único que le podía jalar la cola al diablo era el niño, el único que le podía decir barbaridad y media al rey era el bufón, yo creo que es posible acercarse y poder salir sin quemarse. Nunca fui un fanático de Jaime, nunca, siempre tuve una distancia, porque advierto su fuerza, si hubiera sido un fanático de él no hubiera podido acceder a su mundo, tomar esa objetividad que creo que tomé para poder retratarlo”.
Es evidente que el tiempo que muchas veces corroe la emoción a fuerza de cotidianidad, pero Mondacca sigue hechizado por esas fuerzas sobrenaturales que el teatro genera, que lo efímero permite: “Ahora percibo más conscientemente el trance, de este carácter animista del teatro, hay fuerzas que no las controlamos y que acuden a uno cuando uno puede despojarse de su pertrecho, de su personalidad, de su yo; de su importancia personal, ya Carlos Castañeda hablaba de la importancia personal de despojarse del yo, esa es la condición para que ocurra lo mágico. El teatro es celoso, es un templo en su origen, es sagrado y es lugar de conocimiento, entonces advierto todo lo que es el trance, hay cosas que se dan, en ese aquí y ahora, en ese huidizo momento que es el presente cuando estamos ante el público con el que nos volvemos uno(…) entonces no busquemos razones a la emoción”.
Sobre su relación de comunión con el público, nos dice: “El público vuelve a ser niño. Los actores distinguimos lo efímero de la belleza, percibimos la impermanencia de las cosas, nada permanece y sabemos que el arte es un momento de encuentro donde hacemos ese clic. El público y nosotros hemos gozado, después el mundo otra vez nos sujeta, nos quiere volver zombis. Creo que el arte nos hace sentir como un niño, nos hace vivir en ese asombro”.
Un espacio donde no hay tiempo
Ojos de Kurukuta es un andar con pasos de cangrejo, un desandar los caminos que se abren tras este tiempo de vivir del oficio. Como público espectador, sentados en las butacas del Teatro Adela Zamudio, también formamos parte de la puesta en escena, somos los viajeros en las alas del Kurukuta, de alguna manera todos hemos sido ese niño de ojos rojos, a todos nos duele la marginalidad, la esperanza y el secreto dolor de los personajes que desfilan en la obra. Nos pesa el lustrín del lustrabotas pero reímos de su agudo sentido del humor y miramos con sus ojos a nuestra clase política, también es nuestro el coraje del minero lector y de igual manera cantamos como lo haría su madre Silvia, porque en nuestra piel también habita el coleccionista; el diseccionador de historias.
En el epílogo Mondacca afirma: “Cargamos las cosas, yo soy aparapita, hacemos las funciones cargando las cosas, vamos a Potosí, vamos a Sucre, vamos a La Paz, venimos ahora a Cochabamba, llegamos a las seis de la mañana, alguien nos dice ¿no se cansan? Y no nos cansamos. Viene todo el proceso de preparación, empieza la obra y cuando esta termina, digo qué duro y me pregunto ¿En qué momento he sido feliz? ¿Por qué hago esto? Parece que hay un tiempo en que ocurre algo, como tocar algo en cierto sitio y volver. Me doy cuenta que desciendo de algún sitio y me siento feliz, pero concretamente no encuentro el momento preciso, pero de pronto hay algo acá (señala su pecho) y el aire es más fresco. El teatro es durísimo, pero hay algo como que se daría en otro espacio (sonríe viajando a otro lugar) y siempre ha sido así, se va a un espacio donde no hay tiempo, entonces es la idea de que hemos estado no sé dónde, pero fue formidable”.
Fuente: Ecdótica