Todas las cosas sin brillar. A propósito de la reedición de El asesino de chanchos
Por: Agustín Ducanto
El primer libro de cuentos del escritor argentino Luciano Lamberti, El asesino de chanchos (Tamarisco, 2010. Nudista, 2014), acaba de ser reeditado. El narrador de uno de los cuentos, “Febrero”, dice “El verano brillando y los árboles y las piedras brillando y todas las cosas dentro suyo, sin brillar”. Algo de eso hay en los relatos que componen el libro. Un cierto malestar. Una conciencia sobre el estado de las cosas: están irremediablemente mal y eso es inevitable. Desde el primero de los relatos, que da nombre a toda la colección, Lamberti nos sumerge en el mundo opresivo de sus personajes y sus pequeñas tragedias personales, íntimas, privadas. Ahí están las palabras que usa, las cosas que menciona, los objetos en los que la mirada se detiene y la forma en que arma las frases. Ahí están el protagonista de “El asesino de chanchos”, paseando a Lucía, una bretón de siete meses, a través del claroscuro de la madrugada, sin entender mucho sobre nada; su amiga Mara, entregada al devenir de una casa que apenas le pertenece; y Belisario Amaya, mirando la telenovela de la tarde en casa de su hermana, tranquilo, consciente de que no hay lugar a donde escapar, ni tampoco la necesidad de hacerlo. Son personajes dolidos, solos y a la deriva.
La reedición del primer libro de narrativa de Lamberti está compuesta por nueve cuentos, los originales de la primera edición, más un bonus-track. Después del cuento que da nombre al libro, sigue el relato “El arquero”, que empieza así: “Marcos tiene treinta años y está deprimido”. De ahí en más, todo lo que sucede en la narración puede explicarse perfectamente en función de esa matriz. Marcos endureciéndose. Marcos buscando su centro hasta ser indestructible. Marcos desubicado por culpa del dolor. Marcos comportándose de manera extraña. Marcos sin tener donde dormir porque su madre ahora ocupa la habitación de su infancia. Sin embargo, todavía hay lugar para el humor, o para algo parecido al humor, o por lo menos para apenas una sonrisa tímida. Por ejemplo, en la presentación del antropólogo amigo del hermano y la cuñada de Marcos, el antropólogo trotamundos al que Jodorowsky le practicó anoterapia. Un humor cansado, como si no tuviera gracia. Aunque, en realidad, la tiene porque le alcanza con su peso para hacer reír.
Ese mismo malestar, aunque en otra de sus caras, está presente en “Agua viva”. Ya desde el comienzo del relato sabemos que todo está mal, que irremediablemente todo está mal y que nada va a mejorar. Sin embargo, los personajes de Lamberti igual tienen que existir y moverse y respirar y preparar el desayuno. “Autoabastecerse te hace bien acá, dijo Jorge, señalándose la sien.” Pero los personajes de “Agua viva” difícilmente pueden autoabastecerse o vivir sin depender de alguien. Son como niños, pero adultos. Adultos perdidos. Por eso no están, ni pueden estar, bien de acá.
Las pequeñas tragedias, individuales en su mayoría, y por eso trascendentes para quienes las padecen, dan vueltas alrededor de los relatos como insectos alrededor de la luz. O bien son inminentes e inevitables, o bien ya sucedieron y dejaron huella. Hay comuniones entre los personajes de Lamberti. Un tipo de comunión en el dolor, en la angustia. O si no tanto, por lo menos en la sensación de malestar y en la incomodidad. Los personajes de Lamberti parecen aprendices de Sísifo subiendo la montaña. Están condenados. Pero igual tienen que seguir.
Después sigue el cuento “Febrero”, cuyo protagonista, El hombre que llevaba la nariz en el bolsillo, aparece como un planeta aislado en algún rincón del universo, con una órbita sin centro y guiado simplemente por el ritmo de las cosas. El hombre que llevaba la nariz en el bolsillo como un vacío, como una suerte de Bartleby que, a diferencia de este, hace algo, pero cuyo hacer se asemeja demasiado a la nada. El hombre que tenía la nariz en el bolsillo y olor a kerosene.
La literatura de Lamberti en El asesino de chanchos tiene la forma de un frente de tormenta, la forma de la inminencia, nunca la de un aguacero desatado. La tormenta se ve, pero todavía no llega. O ya pasó y lo que hay es barro por todas partes. En el cuento “El cazador, los galgos, la liebre”, el narrador habla de “un chico que se llamaba Diego y que después se murió cayéndose de un puente en Corrientes”. Es decir, no solo todo está mal, irremediablemente mal, sino que va a seguir así e incluso las cosas van a empeorar. Sin embargo, los personajes tienen que seguir. “Una vez al mes, se lavaban las manos con agua ras, se vestían con la mejor ropa y llevaban flores a una tumba en el cementerio.” Porque los hombres y mujeres que construye Lamberti aprenden a vivir en la tragedia. Y en ese mismo aprendizaje la invalidan, le quitan peso. Todo deja de ser tan terrible aunque lo siga siendo. Como el chico, guía y cazador, que le pega un tiro en un ala a un colibrí y después lo mata para que deje de sufrir.
El único paraíso en un árbol quebrado.
En “Monocigótico” se da el diálogo que sigue: “- Soy tu hermanastro. Nuestro padre tenía dos familias./– Ya lo sospechaba – dijo él.” La realidad golpea de lleno en la cara de los personajes y estos la aceptan como algo más que sucede y en ese movimiento la disuelven en una nada apática o tediosa. “…ella aspiró una gran bocanada de aire y la fue soltando despacito. Así de simple.” Así pasa la gente por el mundo que crea El asesino de chanchos. Como si lo que sucede fuera tan agobiante que mejor aceptarlo sin más antes que reflexionar al respecto.
En los cuentos de este libro abundan los flashforwards. Dispersiones temporales que miran hacia el futuro, solo para encontrar que todo sigue igual. En “La tortuga”, mi cuento preferido, vemos el momento previo al desastre, o a los desastres, como debe ser la última foto que algún turista les haya sacado a las torres gemelas de Nueva York. Hay tres amigos tomando cerveza en un bar. Hace calor, pero todo está bien, todavía todo está bien. Y hay cariño, cariño de amigos, quizás el último bastión para resistir contra el mundo. Pero sabemos que pronto las cosas van a cambiar, que la tormenta se avecina, porque, en realidad, el tiempo es simultáneo y todo ya sucedió, sucede y va a suceder. “Pero todavía no. Todavía no.”
Después está ese cuento crudo que se llama “Una casa llena de insectos”. Y otra vez el tedio y la costumbre frente a lo que está torcido, hasta que aparece una luz en una bolsa de basura. Y entonces, de repente, aparece la posibilidad de estar en compañía. Y eso es bueno. Porque en realidad estamos solos, lo sabemos bien y ya casi no nos pesa, pero cada tanto nos gusta tener a alguien al lado. El final de “Una casa llena de insectos” es de una belleza triste, una belleza de madrugada en un día de semana.
Y al final, “Una visita al señor”, donde aparece la esperanza o, mejor dicho, la posibilidad de la esperanza y quizás el encuentro con un camino que ilumine. Aunque todo siga igual, aunque las cicatrices sigan estando y vayan estar siempre.
Antes de terminar el libro aparece el bonus-track, “Comido por las hormigas”. Un cuento que apareció por primera vez en una antología de cuentos sobre el peronismo Un grito de corazón, donde encontraba mayor hermandad que con el resto de los cuentos de El asesino de chancos.
Hay algo en este primer libro de Lamberti que conmueve, que moviliza las células íntimas de nuestra sensibilidad de una manera personal. Creo no estar exagerando demasiado si digo que El asesino de chanchos es uno de los pocos libros realmente indispensables para entender cuál es la importancia verdadera de eso que algunos vienen nombrando como la literatura argentina de los últimos años. Luciano Lamberti hace uso de su prosa ajustada para crear a escala diferentes mundos opresivos en los que sus personajes se mueven en puntas de pie, como un niño nadando en la parte honda de la pileta del club, mientras todos esperan que abandone, nade hasta el borde y vuelva a la parte más baja, de donde no tendría que haber salido.
Fuente: Ecdótica