Para ser libres no hace falta ser infelices
Por: Ariel Martínez
Para Neda
La novela Paseador de perros del peruano Sergio Galarza Puente [Editorial Nuevo Milenio, 2013] debería tener una advertencia dirigida al lector informándole que no se trata de un manual para cuidar, pasear o amaestrar a perros majaderos. Algo con lo que seguro César Millán, El encantador de perros, estaría más que feliz de tener.
Tampoco el libro trata sobre perros famosos con grandes aventuras; así que no relata la historia de un Colmillo Blanco o de Totó en el del Mago de Oz, que es el Cairn Terrier negro que acompañó a Dorothy en su viaje por el camino de baldosas amarillas. Tampoco está el perro Wilfred manipulador, obsesivo y traicionero. Tampoco está el elegante y mundano Brian Griffin. ¿Y, entonces, qué nos depara la lectura de esta novela?
Sus páginas narran historias de mascotas que, a veces, tienen más vida que sus propios amos. Pasajes llenos de nostalgia por un país que ya no es más.
La novela está llena de personajes entrañables; hijos que odian a sus padres. Padres que conservan la mascota de sus hijos para recordarlos. Mujeres depresivas que se suicidan. La novia que ya no se quiere, pero que no se deja por temor a quedarse solo. Y los migrantes que seguirán siendo eso: migrantes.
Y el fútbol está siempre presente contándonos de héroes que se queríamos ser de niños y que de grandes no se logró. Y con un paseador de perros que ha rehuido a jefes y oficinas para finalmente subyugarse a la dictadura de los inefables caninos.
Algunos escriben sobre ciudades que pueden ser cualquiera. Pero Paseador de perros nos muestra que hay historias muy particulares que contar en todas ellas. Y todo gira en Madrid, con sus locutorios, restaurantes y peluquerías con nombres en diminutivo.
El paseador de perros no es un contador de historias, sino que cada perro pareciera que quisiera contar su propia historia. Las historias están ahí. Sus personajes son muy ajenos a vivir su propia vida. Personajes desgastados por la vida. Personajes atrapados en sí mismos. En una vida gris. Que en la soledad un perro o un gato son lo único que nos despierta cada mañana.
Todos estamos solos y una mascota es el recordatorio de nuestra austera felicidad. Odo el mapache es el retrato de la naturaleza humana: con miedo, siempre a la defensiva. Todos esperamos que alguien venga con cierto paternalismo engañoso para hacernos sentir bien. Y para no olvidarnos que para ser libres no hace falta ser infelices.
El paseador en un momento se convierte en un antropólogo como si en cada soledad habría otro lugar que explorar una soledad distinta. Y que en cada departamento como está decorado. Si tiene libros. Si deja platos sucios. Si hay desorden. Si deja algo en la nevera para comer. En las situaciones que acontece en su mirada. Es como si palpara con cierta sutileza las vidas de los otros, calzando a cierto punto el sufrimiento ajeno. No hay que ser amigo o familiar para entender los lamentos de otros. Sólo ser un paseador de perros.
Y al final todo se queda en las páginas de Paseador de Perros.
Fuente: Editorial Nuevo Milenio