Lo limítrofe como el único impulso para el desplazamiento en los cuentos de Carmen Beatriz Ruiz
Por: Vilma Tapia Anaya
(Este texto fue leído en el acto de presentación, efectuado hace pocos días en el auditorio de Los Tiempos)
La lectura de Fronteras desbordadas de Carmen Beatriz Ruiz me llevó a adentrarme en espacios diversos, pero, sobre todo, en el lugar del cuento. Lugar que siempre me devuelve a mis primeros años de lectura, allá cuando comprobaba que el cuarto propio es la mejor nave para multiplicar la experiencia de manera espectacular.
Confesaba a Carmen Beatriz que últimamente no he sido una comprometida lectora de narrativa. Hecho que me ha llevado a disfrutar aún más este libro, que, de alguna forma, alberga resonancias del realismo que se trabajó en Latinoamérica durante las décadas que añoraba, cuando lo urbano no había alcanzado la dimensión arrasadora que tiene ahora.
Estos cuentos se desarrollan, como dice la contratapa del libro, en las fronteras, territoriales y existenciales. Y redunda no en la periferia, que es lo que expulsa el centro, sino más bien en lo que alejándose está a punto de ser otro lugar. Otra cosa. El lindero es el lugar en el que hay de aquí y hay de allá. Es el lugar al que con dificultad llegan las raíces. Lo radical que enraíza se adelgaza, se debilita. Y la tradición, antes que una voluntad de poder, es un fluir en la cultura, en lo que se hace, simplemente.
Algunos de los espacios aquí descritos bien podrían imaginarse como aldeas levantadas a orillas de los caminos que unen Macondos con Santa Marías. O como senderos, a secas. Porque aquí, en este desborde, todo es movimiento, viaje, partida, retorno.
Hay personajes entrañables. Leonora Figuereida es la que me dio la bienvenida. Con una sonrisa desdentada, la imaginaba, buena. Creo que Leonora es como un signo, un sino, un rasgo de personas/personajes que como ella viven el drama que es la vida sin aferrarse a lo poco que hay. Personas que sí saben, aquí hay muy poco. Cabocla, mestiza, trashumante. Es una mujer que ante el advenimiento de la tragedia provocada por una traición, suelta. Se va. No se hace merecedora del menor reclamo. Elige resguardar la vida en sentido absoluto, la probabilidad de su salud y la de los otros personajes. Y en esa elección prefiere la pena que desparramará por el camino antes que alimentar rabias y rencores: “Se fue tan delicadamente, que no quedó una sola huella suya…” con estas palabras explica la autora ese amable modo de ser.
Y Nicómedes, que se perfila como uno de los rasgos más frecuentes del boliviano. De provincia, fuerte, de ojos inquietos y sonrisa esquiva, es un joven como los miles que hay, para quien el servicio militar es el umbral hacia alguna otra cosa. Porque teniéndolo casi todo, se siente prisionero del paisaje, un abotargado territorio rodeado de montañas. Un valle. Para Nicómedes, el reclutamiento es una posibilidad de aventura. El camión militar lo llevará hacia el futuro, hacia la promesa y la ambigüedad que encierra esa palabra. Y llego aquí a un punto que me permite señalar algo fundamental en la construcción de estos quince relatos. Al estar en los márgenes de la plenitud, de la satisfacción, de la comodidad, llámense estos márgenes desarraigo, mestizaje, pobreza, enclaustramiento, decepción, tedio, equívocas elecciones, o lo que fuera, estos personajes tienen la posibilidad de soñar algo más y, en los casos más felices, de desplazarse hacia ello, aunque en algún relato el sueño no alcance a ser más que una proyección absurda. Sin embargo, todo desplazamiento, todo movimiento, imaginario o real, es aventuroso porque se realiza en la ventura de la voluntad de alcanzar el futuro. Y el futuro es en esencia desconocido, impredecible, incierto, pero también es la promesa de un florecimiento que puede tener los colores que emana un gesto de libertad, de valentía, de disconformidad, de disensión. Hay aventuras nimias y aventuras trascendentales, pero todas ellas responden a una dinámica que elude lo trágico de la tragedia que está a punto de instalarse.
Entonces, la gran esperanza de lo limítrofe es trastocar el presente, la repetición abrumante de lo cotidiano, el sinsentido del utilitarismo y de las vacuas convenciones sociales, el ir y venir del sufrimiento a la alegría y al sufrimiento. En su prosa, Carmen Beatriz rehúye lo prosaico para atender lo que se desprende, lo que se mueve, y, por tanto, para mirar y contarnos sobre las variadas posibilidades de huida que hay.
Y quizá sus personajes sean espejos de nosotros mismos, seres humanos encerrados por un sinfín de condiciones generadas por temores y debilidades. Pero el personaje que arriesgándose va al paso de su corazón es también posible en todos nosotros. Cuántas veces hemos sido la joven que se va con el circo, con los gitanos o con una orden religiosa; cuántas veces hemos sido Nicómedes que, aparentemente teniéndolo todo, no soporta la cerrazón del paisaje y se sube a un camión que no avisa destino. En todos nosotros está la posibilidad de la puerta cerrada y de la puerta abierta, de la conformidad embozada o del despabilamiento, del disfrute de la mezquina seguridad o de la gratuidad del salto hacia otra cosa.
Y las formas en las que Carmen Beatriz Ruiz se sumerge en la vastedad del alma dan un aire renovado y por renovado, reencontrado, constituyente, fundamental, a la narrativa boliviana. He recordado a muchas mujeres escritoras latinoamericanas mientras leía estos cuentos, y la voz que resonaba me decía “mujeres de ojos grandes”. Yo no dudaría, esta es una escritura de mujer, sí, de una mujer de ojos bien grandes. Y boliviana. Una mujer que ha mirado la vida, sus peligrosas y sus mansas fronteras geográficas, históricas, culturales, experienciales, y que sabe de las infinitas posibilidades que bullen allí.
Fuente: La Ramona