12/20/2013 por Marcelo Paz Soldan
El exilio voluntario

El exilio voluntario

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El exilio voluntario
Por: Pablo Mendieta Paz

Cuatro años después de que El exilio voluntario, de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, ganara el afamado Premio Casa de las Américas, de Cuba, he podido por fin abrir sus páginas.
Ávidamente, como la literatura de este autor espolea, he leído el libro en un abrir y cerrar de ojos, así como ocurre con los grandes de la literatura universal cuya producción es un rico filón que debe ser explotado sin desaprovechar ni una molécula de su abundancia, ni tampoco un solo segundo del soplo, o soplos de creatividad que se respiran página a página.
Lo trascendente de este relato es que uno se involucra en él al extremo de crear y recrear lo que en algún momento quiso decir, y exponiéndose a engendrar pensamientos, ideas, personajes aún más ficticios que los estrictamente señalados en la obra (los cito, con su venia, sin que él los haya mencionado).
Es que ahí, precisamente, es donde radica la destreza de un escritor: lograr que la imaginación del lector vuele en diferentes direcciones, ya plenamente imbuida de su relato.
A partir de una narración muy comprometida con la propia experiencia del autor, zambullido en un mundo de ficción por poco poético (término empleado estrictamente dada la exquisita narrativa), y entremezclado ese mundo con cosas reales que llevan en sí mismas, con viva ilusión, probar y dar vida un fin propio y anhelado cual es el de probar fortuna en la tierra de las oportunidades, en ese coloso del Norte, el tan cacareado sueño se transforma en algo diametralmente opuesto: en una pesadilla, en un ensueño angustioso y tenazmente desgarrador, en una opresión de corazón arrítmico que impide la respiración.
En todo ese entrevero de vértigo, retratado sin melancolía, ni siquiera mezclando lo grato con lo infausto, con lo muy desgraciado… inclusive con lo capaz de infundir terror o lástima, es notable y de ácido simbolismo cómo Claudio, con los puños cerrados y la bronca en el estómago, hace de la partida del foráneo de última clase, Carlos Flores (una especie de álter ego), una festividad…
Una festividad con fuegos de artificio que se desplazan en su intimidad más profunda como una apoteosis, como un homenaje a la existencia, a la verdadera vida, a aquella a la que incluso él mismo le ha colocado alas que le permitan volar lejos y terminar de una vez por todas con ese cúmulo de escasez, de falta de las cosas más precisas, de ese cruento mundo migrante, de esa nada hecha portento, de ese falaz y corrompido sueño americano en el que, por dictado de su fuero interno, él seguirá merodeando hasta encontrar algo que posea valor.
Y en ese entrevero de vértigo por antonomasia, descubrir él mismo el lado esencial de las cosas, de todo aquello que mueve al hombre a escoger ese mundo “de ensueño”, de respirar el metal, de transformar su barata sustancia en vitalidad de poder.
Y si bien ésos son los hilos conductores hacia donde se pretende llegar, adonde uno reclama conquistar, no llega -él lo sabe de sobra-, y se sufre en silencio sin caer en la pena profunda; se echa de menos lo suyo en la lejanía, pero provisto de tozudez propia del hombre de orgullo no busca ni pretende el regreso como tabla de salvación; lo cual es, en definitiva, el rasgo que cobra el mayor significado de todo cuanto se narra (descrito con especial maestría).
La misión, por consiguiente, es beber más de uno mismo y de lo que lo rodea, en un medio hostil, paralizante, tremenda y ásperamente diferente, pero no de una diferencia de la que uno podría salir al rescate de otras cosas, sino de una desigualdad esencialmente simple, sin relieve y menos elevación; de una desigualdad pareja y aplastada.
Construir, por tanto, su propia leyenda, alejada del aroma de los dólares y de estrecharse hombro a hombro con quienes los tienen en abundancia… una leyenda en que el aletargado sueño se esfuma para siempre y se transforma en un desvelo eterno copado por individuos inexpresivos que aplanan calles y boliches de helada muerte, sólo abrigados de vida por la mirada que trasciende, por la sonrisa fresca y moribunda del migrante marginal.
Así, en sus desvelos de hombre de periodismo, de novela, de poesía, ansía la aparición de las grandes figuras que modelan sus parques y avenidas novelescas y poéticas; aquéllas tal vez de Emerson y Nature, que da respuestas; o a los intimidantes matices y emociones de Henry James.
A veces, en sus devaneos, él se ve como una poesía complicada y cargada de símbolos que lo acercan más a su tierra soñada pero tan distante, y entonces se inclina, para inhibirse de lo suyo, a la poética tan colmada de misceláneas metafóricas de Elliot, cuya textura lo envuelve hasta olvidar.
Como escritor sucumbe a la dura faena. Gana pero no es ni medianamente completo. Pero como nadie le regala nada, es feliz pues de todo ese gigantesco dramatismo, sobre todo el laboral, viéndose a sí mismo como nunca lo hizo en una enorme distribuidora de vegetales donde trabajaba como peón, vislumbra el sueño americano, el auténtico, y entonces, en mágico contraste, lee, escribe, aprende y sueña con lo fructífero que vendrá…
Fuente: Ideas