Una sola palabra
Por: Cristina Pérez
Acabo de terminar de leer el libro Y en el fondo tu ausencia, de la boliviana Rosario Barahona Michel, y necesito unos minutos para retomar el aliento.
Las voces de los narradores aún resuenan en mi cabeza como una ópera perfecta -algunas resurgen, otras se callan- en un compás rítmico preciso.
Y en el fondo tu ausencia fue galardonada con el XIV Premio Nacional de la Novela en 2012, y ahora que leí los 118 capítulos entiendo por qué. Y es que la joven escritora e historiadora chuquisaqueña logra impregnarnos de la soledad de personajes reales que vivieron en el siglo XVIII en la ciudad virreinal de La Plata.
La voz soprano de María del Carmen de Gil, lectora empedernida, abre la obra, describiendo la lluvia que será una constante en la hacienda de la familia Gil, infestada de una peste mortal.
A esa voz suave atormentada por un secreto le sigue el silencio, que raya en la locura, de su hermana Juana de Dios de Gil, “que se parece a la imagen de la Virgen, no sólo por sus cabellos, sino por lo dolido de sus ojos”.
Luego interviene la voz de la conciencia del cura Josep II de Suero González y Andrade, que, en un tono bajo, fustiga, reprocha, vitupera una vida llena de lujos y comodidades del hombre culto, gordo, rico, rector de San Bernardo y San Lorenzo en Potosí y abogado del juzgado sinodal, así como consultor y comisario del Santo Oficio.
Aquel hombre, Josep II de Suero González y Andrade, quien veraneaba frecuentemente en la hacienda de Cayara del marquesado de don Joaquín de Otondo y doña Josepha de Escurrechea, quien disfrutaba de los banquetes, quien deseaba a la marquesa y arrastraba esa “bestia de ambicionar lo mundano que corroía su alma y sus huesos”.
Aquel cura egoísta, incapaz de hacer algún tipo de sacrificio, aquel cura con sus cuatro estúpidos perros cobrizos de curiosos nombres: Quintin, Quevedo, Quitacapas y Quantico, arrastrará una vida vacía que será documentada en un escrito de la época Apuntes sobre delirios de un cura, que por esos raros azares de la vida heredaran las hermanas Gil.
Más adelante, en la obra de Barahona, intervendrá una tercera voz, en un tono contralto, de la parda esclava, la parda libre, Santusa Nava, quien prepara ungüentos especiales para enfermas como Juana de Dios de Gil, quien confía “que el río de la enferma volverá a su cauce cuando haya puesto orden en su interior”.
El final es conmovedor, con una cuarta voz de la cual no puedo definir el tono. Barahona investiga, arma los árboles genealógicos de las dos familias Suero y Gil, describe lugares documentados en archivos del país, adquiere el lenguaje del siglo XVIII y nos traslada con su imaginación a la época colonial en la que la religión, la esclavitud y la peste no dan tregua y “todas las cosas guardan un dejo a trampa, a secreto”, donde “las verdades acuchillan la carne”.
Al final, cuando callan todas las voces y cierro el libro y recupero el aliento, sólo me queda decir una palabra: bravo.
Fuente: Ideas