Muerta ciudad viva o la (re) escritura de los márgenes
Por: Elena Ferrufino Coqueugniot
“Se acomodó en el vano de una puerta, al frente del Mercado Calatayud, en la esquina de Uruguay y Lanza. Había sido terrible noche, borrascosa, bebiendo la más infame chicha que vaya uno a saber cómo sube los pasadizos del cerro San Miguel. Seguía mareado.”
Comienza así la nueva novela de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, instalando a sus lectores frente al panorama que servirá de recurso y guía a lo largo de un recorrido convulsionado y marginal a través de una Cochabamba que existe. Que está ahí, pero que no vemos. La ciudad como cuerpo y como monstruo se perfila y se construye en cada página, en cada frase.
Cochabamba se transforma en tema, en hilo conductor del relato. Es el escenario donde transcurren las historias alucinadas; alucinantes del personaje principal que nos engulle –violento- en un remolino de pestilencia, alcohol y sexo. Es en este escenario ambulante a la vez que permanente, donde el narrador nos sumerge no solo en los márgenes de la literatura, sino en los extramuros de la convención social, lejos de la ortodoxia de escribas dóciles y timoratos.
A tiempo de deconstruir los imaginarios urbanos tradicionales, Ferrufino-Coqueugniot erige la impresionante presencia de lo citadino marginal, al obligarnos a deambular con él los escenarios más sórdidos de una ciudad que bulle y se agita bajo la fuerza de una voz que viola toda interdicción preestablecida al representar –con lenguaje atroz- temas como el erotismo –el sexo-, la muerte y el alcohol. La condición humana y el furor salvaje que la prefigura.
Cada palabra que estructura la novela nos apremia a cruzar la línea de la razón; del establecimiento literario, social y moral. El transcurso del personaje principal –que no tiene nombre- resulta en un cúmulo de fechorías que nos sacuden a lo largo de los 62 relatos que conforman la novela. Cada una de estas anécdotas ha sido cuidadosamente organizada bajo una numeración aparentemente sin sentido.
Son siete los grandes puntos de confluencia, desde donde el narrador dibuja escenarios sórdidos y truculentos. Hidra de mil cabezas que se enrosca alrededor de los temas recurrentes: la ciudad, la chicha, el sexo y el lenguaje.
En este decurso, cada segmento narrativo va y viene en una suerte de remolino que transita del uno al dos; del cero al tres; del uno al cuatro, al siete… como en desenfrenado arranque de un punto al que retornamos obsesivamente y del cual partimos una y otra vez al ritmo que nos impone el relato en este universo ilimitado, a la vez que esquivo y manoseado.
Claudio nos ofrece el espectáculo de una ciudad nauseabunda, donde mujeres y mendigos; borrachos y ladrones desfilan ante el lector provocando repulsión mezclada con una suerte de fascinación ante este escenario de transgresión sistemática, donde el vértigo familiar y elemental ante lo prohibido se convierte en goce perverso, permitiendo que lector y protagonista se revuelquen –juntos- en las calles de lodo mezclado con mierda. En los pasadizos secretos de una Cochabamba que repta ante la seducción del pecado.
Muerta ciudad viva puede leerse como la representación de lo irregular; de lo que está en los bordes, fuera de los márgenes; de lo que quebranta toda noción de normalidad. Es una novela densa. Dura. Organizada en torno al estilo único de su autor, que recurre a la esencia del lenguaje y la estructura narrativa para lograr el artificio del mal; del trastorno de los esquemas mentales, sociales y morales de una sociedad que vive en contradicción permanente. De una ciudad de plazas y eucaliptos, mientras en sus entrañas confabulan estremecimiento y terror. Exceso. Vértigo. Desenfreno.
El relato se focaliza generalmente en el narrador que es, además, actor principal en esta bacanal prostituida de palabras. De vez en cuando, la voz narrativa se hace eco de la tercera persona, en un intento del protagonista por verse a sí mismo, en el propio espectáculo que vislumbra su desmesura. Desde esos espacios, nos transcurre a través de una suerte de genealogía familiar, casi como en un bildungsroman, desde donde podemos percibir los estadios de su aprendizaje. De su deambular por los territorios del agravio.
Nos adentramos así en su infancia, conocemos a su familia, sus amigos; caminamos su casa, saboreamos la leche con toddy que le prepara su madre y atestiguamos la evolución de una angustia que empuja al personaje cada vez más lejos en su derrotero hacia el exterminio y la maldición que, en esencia, delatan su nihilismo esencial.
Los barrios del sur, el Cerro San Miguel, los alcoholes del Mercado “La Pampa”, el campo, los alrededores de Cochabamba son solo algunos de los recovecos por donde nos adentramos, en penumbra, sin brújula ni guía, hacia el estremecimiento y la repugnancia. Pero no estamos solos. Como es habitual en la pluma erudita de Ferrufino-Coqueugniot, reconocemos a Bataille, Sade, Apollinaire y Adamo, entre tantos otros. Las chicherías pasan de infames a gloriosas, cuando Joyce, Barthes o los Doors rechinan en seducción inexorable.
Y las mujeres. Pelirrojas y rubias. Morochas y extranjeras… Todas ellas en común desmesura, urdiendo sus cuerpos en lasciva vía de acceso a lo imposible. Una tras otras se suceden nalgas y vulvas en furibunda orquesta libidinosa que condice con una experiencia casi mística del exceso. A través de los artilugios del lenguaje, el autor logra matrimoniar sexo y alcohol en un magistral uso de una suerte de sacrificio “sagrado”, por lo indómito.
No hay figuras, ni lugares coherentes en este libro. Ante nosotros se ofrece el espectáculo de lo imposible que nos arrastra en precipicio homicida. Golpea uno a uno nuestros prejuicios y nos desnuda ante nuestras propias posibilidades de arriesgarnos a lo extremo, a la transgresión, a la muerte. Nos encontramos frente a una larga confesión; a la representación de una “experiencia interior”, a lo Bataille.
Una meditación universal desde la que el narrador nos hace cómplices de una alucinada voluntad de destrucción de sí mismo.
Fraternizamos con el escritor corrompido y compartimos con él la esencia de su maldición.
Pero eso no es todo. La novela –como toda la obra de Claudio- constituye también un poderoso recurso crítico a la sociedad boliviana. A las taras de un país que es tan hermoso como truculento. Saboreamos geografías idílicas, así como paisajes del averno. Exploramos las enormes contradicciones de una sociedad que bebe, fornica y come sin tregua. Sin piedad.
Piques macho, qhallus, sillp’anchos y carnes suculentas alternan con chichas y alcoholes; con callejones y oscuridades que facilitan la aniquilación y el delirio. En esa búsqueda constante por exceder los límites Ferrufino-Coqueugniot nos regala la escritura como huella originaria que se ofrece a sí misma como sacrificio y como transgresión. Como muerte.
Como diría Guillermo Ruiz Plaza, en Muerta Ciudad Viva, Claudio es fiel al arte de la heterodoxia. “Nos ofrece en esta nueva entrega una larga risa fúnebre y un intenso ensayo moral –despojado de tesis y además rico en experiencias- acerca de ese ‘monstruo mañudo y engañoso’ que es la ciudad y también, sin duda, el escritor de ficciones”
Por el arte. Por la vida.
Fuente: Revista OH!