09/02/2013 por Marcelo Paz Soldan
Una literatura sin rupturas

Una literatura sin rupturas

Novelistas-Urzagasti-Bedregal-Cardenas

Una literatura sin rupturas
Por: Rubén Vargas

El Centro Cultural y Pedagógico Simón I. Patiño de Cochabamba convocó a seis críticos y les propuso un tema de discusión: “Rupturas literarias en la novela boliviana del siglo XX”.
La discusión —en el Palacio Portales entre el 21 y el 23 de agosto— no arribó a conclusiones explícitas. Sin embargo, en las ponencias de los participantes —en orden de aparición: Marcelo Villena Alvarado, Leonardo García Pabón, Willy Muñoz, Luis H. Antezana J., Ana Rebeca Prada y Carlos D. Mesa Gisbert, todos moderados por Mauricio Souza— una idea rondó insistentemente: en la novela boliviana las continuidades son más evidentes e importantes que las rupturas.
En ese panorama, aparentemente conservador, quien fue más lejos en señalar la posibilidad de una ruptura significativa fue Carlos D. Mesa. Para el historiador, el cambio o la ruptura más notable fue la siguiente: lo que era excéntrico en la historia de la literatura boliviana del siglo XX se ha vuelto central en el siglo XXI.
El ejemplo emblemático de este desplazamiento, según Mesa, es Jaime Saenz. El excéntrico Saenz —en el sentido primordial del término: fuera del centro—, de escritor “maldito” en la segunda mitad del siglo XX pasó a ser el escritor central del siglo XXI. En la misma dirección, el otro ejemplo señalado por Mesa fue la novela de Adolfo Cárdenas Franco Periférica Bvld. (2004). En ella, todo es marginal: los personajes, los ámbitos donde transcurre la historia y, sobre todo, el lenguaje. Y pese a esas características —o más probablemente gracias a ellas— esa novela es una de las obras centrales de la literatura boliviana de hoy.
Luis H. Antezana J., en su ponencia sobre la novela urbana en Bolivia tampoco quiso hablar de una ruptura. La irrupción de lo urbano, para él, no significó una ruptura sino más bien un giro, el “giro urbano”, como él mismo lo llamó haciendo una analogía con el “giro lingüístico” en la filosofía.
Ese giro urbano, según Antezana, tuvo su momento constitutivo: la novela Felipe Delgado (1979) de Saenz. En ella, la ciudad deja de ser un escenario y se convierte en un personaje. La referencia a Felipe Delgado le permitió además circunscribir el giro urbano novelístico a una ciudad: La Paz. La novela precursora de la irrupción de la ciudad es Bajo el oscuro sol (1971) de Yolanda Bedregal en la que la ciudad, según Antezana, es parte constitutiva de la trama. Más cecanas en el tiempo, otras novelas que evidencian ese giro son American Visa (1994) de Juan de Recacochea —en ella se cumple uno de los rasgos de este subgénero: su desplazamiento hacia otro género urbano por definición: la novela policial—; Periférica Blvd. —”un trabajo casi joyceano sobre la ciudad de La Paz” dijo Antezana—, Cuando Sara Chura despierte (2003) e Illimani púrpura (2010) de Juan Pablo Piñeiro, y Fantasmas asesinos (2003) —otra vez, la impronta policial— y Hablar con los perros (2011) de Wilmer Urrelo.
Mesa y Antezana coincidieron en volcar su mirada a la novela actual y se animaron a su valoración, a diferencia de las perspectivas más académicas que se concentraron en objetos específicos y, en general, lejanos en el tiempo. Así, por ejemplo, quedó claro el lugar insoslayable que ocupa Periférica Blvd. y que Piñeiro y Urrelo, los novelistas jóvenes de este panorama, ya han cimentado promisoriamente sus obras. Mesa fue especialmente elocuente sobre las bondades de Hablar con los perros.
Ana Rebeca Prada, a manera de homenaje, habló sobre el recientemente fallecido Jesús Urzagasti. Para la profesora de la carrera de Literatura de la UMSA, las poco ortodoxas novelas de Urzagasti deben comprenderse no en contraste con las formas de la novela canónica —sobre ese punto debatió in absentia con Walter I. Vargas— sino en un contexto específico: el cambio —acaso la ruptura— en los usos de la prosa en la literatura boliviana del siglo XX. Su ejemplo de esos usos no ortodoxos de la prosa narrativa fue El Loco, el libro inclasificable de Arturo Borda. Esos usos, marginales en principio, poco a poco convergieron hacia el centro. Las novelas de Urzagasti se inscriben en ese proceso.
(A propósito de Borda, Carlos Mesa contó cómo su padre, el arquitecto e historiador José de Mesa, recibió los originales de El Loco, a inicios de los años 60, de manos del escritor y bibliógrafo Ismael Sotomayor —el autor de Añejerías paceñas (1930) convertido en personaje literario por Jaime Saenz bajo el nombre de Ismael Peña y Lillo en Vidas y muertes—. Se trataba de varios cuadernos en un cajón. José de Mesa, “para que no se pierda” ese legado, gestionó su impresión en tres gruesos volúmenes por la Alcaldía de La Paz en 1966. Ese hecho, evidentemente, salvó los escritos de Borda de su muy posible desaparición. El misterio de la publicación de este libro —que desveló sin motivo a tantos bordianos— quedó así resuelto. Sólo era cuestión de preguntar.)
En el foro de Cochabamba, las continuidades en la novela boliviana estuvieron a cargo de Willy Muñoz y Leonardo García Pabón.
El primero —autor del Diccionario de novelistas bolivianas que acaba de publicar Plural— habló de “la dificultosa posición de las novelistas bolivianas en la historia de la literatura nacional”. En este caso se trata de una continuidad negativa: las novelas escritas por mujeres fueron o ignoradas o mal leídas por la crítica. Su camino al reconocimiento fue largo y dificultoso. Esta historia empieza con Íntimas (1913) de Adela Zamudio, negada y rechazada en su momento y tiene otros puntos de referencia en Bajo el oscuro sol de Bedregal e Hijo de opa (1977) de Gaby Vallejo, ambas también soslayadas por la crítica.
A su turno, Leonardo García Pabón también marcó algunas continuidades temáticas en la novela boliviana, como la presencia del indio que comienza en Wata Wara (1904) de Alcides Arguedas y se prolonga con muy distintos signos a lo largo del siglo XX hasta su ocaso en El aparapita de La Paz (1968) de Saenz.
Los primeros serán los últimos. El verdadero excéntrico de estas jornadas de crítica fue Marcelo Villena Alvarado. En su ponencia “Una larguísima chalina negra, la foto retocada y el Saenz novelesco” marcó una profunda ruptura pero no en la novela sino de la crítica literaria —de ahí su excentricidad respecto al centro de la discusión—. Habló de Memoria solicitada (1989), el libro de Blanca Wiethüchter sobre Jaime Saenz, para mostrar cómo el discurso crítico, o biográfico en este caso, asume un carácter novelesco. En otras palabras, cómo la crítica rompe barreras y asume las lógicas de la ficción que son propias de su objeto.
Fuente: Tendencias