La primera pieza del puzzle resuelta: escribir bien
Por Darwin Pinto Cascán
Hallé un libro de cuentos que por fin no era un desperdicio de papel en un mundo ya tan carente de árboles. Un libro de esos pocos que se te pegan al cuerpo como un parásito festivo, un amigo que te cuenta cosas mientras vos estás sentado al borde de la silla o alrededor del fuego, con los ojos pelados, esperando más. Esperando el desenlace de la historia.
Este se trata de un Libro-gentes, con personalidad, sentimientos, secretos, olores, moscas, obsesiones, chicas en shorts, texturas, brazos peludos, cuchillos, susurros, revólveres, lecciones de piano…
Mientras lo lees, te dá la sensación de que al libro bien te lo puedes hallar en la calle en forma de un tipo vestido de negro; de noche. Podés reconocerlo en su pinta de espía de incognito, cara a lo Clint Eastwood, sombrero hasta los ojos, sobretodo gris, quizá el brillo de la brasa del cigarrillo brillando en la tiniebla alumbrándole el sitio donde deben estar sus ojos. Y entonces no te queda de otra que cambiarte de acera porque hay en él algo que te inquieta, algo que no quieres saber… pero querés.
Es como meter la mano de noche en una caja donde no sabés si habrá una culebra o un par de tarántulas, o algo peor. Pero querés…
O como ir de frente a decirle a la chica aquella pues que… bueno, pero te parás en seco. Pero querés…
Los cuentos tienen los ingredientes que, a mi criterio, debe tener todo buen cuento. O al menos eso es lo que tienen los que me gustan. Los de Poe, Cortazar, Maupassant, Chejov, Stevensson. Porque debe saberse que los cuentos solamente pueden escribirse de una sola forma en el mundo: es decir, como tales. El género tiene una especie de huella digital, un pasaporte de ciudadanía único e intransferible que ante la menor adulteración desnaturaliza todo lo demás y ya te sale en el peor caso un mal poema largo, de esos que agonizan en veinte páginas sin terminar de morirse. No sé.
Una de esas señales indispensables es, por ejemplo, la necesidad de inicios que te atrapen, que te hagan respirar rapidito, (si es con una gota de sudor que no te estorba mientras cae, mejor…) y requiere también finales que te dejen noqueado, boca arriba, con una sonrisa en la cara y el aire entrecortado. Debe ocurrir más o menos lo que te pasó con tu pareja cuando recién la conociste. Entonces el cuento es bueeeeeeno. Aquí hay de esos.
En este libro, hay una prosa clara y se usan las suposiciones como el algoritmo disparador del juego mental que se desata entre quién escribe y quién lee. Y tiene finales que se terminan de escribir en la cabeza del lector tiempo después de haber terminado la lectura.
Para mí, una buena historia es aquella que te queda dando vueltas en la cabeza después de haber cerrado el libro. Se sigue moviendo, como un pez, o como una serpiente, como una salamandra, como una lengua de fuego sobre tu cabeza, como en Pentecostés. Alguno sabrá de qué hablo.
Un buen cuento es una semilla que puede construir o destruir a quien la recibió. Cada lector debe ser responsable de lo que permite le sea sembrado en el corazón. Ojo con eso. Ya han caído muchos en acción. Entre ellos, el más famoso de todos, el pobre don Quijote.
Aquí, lo que no se dice es en definitiva lo que se debe saber.
Es el código secreto que desentraña el torrente central, las entrañas espirituales de este ser que si no escribiera, es probable que se haya pegado un tiro, o dos. O tal vez ninguno, o no sé, tal vez otra vez estoy hablando sobre mí, porque soy yo y tengo un problema. Pero quién sabe.
Aquí la geografía no importa. Todo lo narrado puede ocurrir en tu barrio, en tu casa, en tu mente o en algún sitio del mundo mientras duermes. Para el autor, al parecer, la distancia de su tierra natal le resulta un tubo de ensayo que al parecer también, le producirá criaturas perdurables. Aquí hay palabra con tripa, con hígado, con corazón. Palabra con peso, prosa con “volumen de juego”, con buen dominio y toque de balón, como dirían los que comentan el fútbol.
Aquí, Guillermo, sospecho es el espectro de sí mismo que recorre su propia memoria (real o inventada) como un documentador que lleva escondida un arma, como un abogado del diablo, como un juez y como un acusador de sí mismo, aunque el protagonista sea otro.
Uno como escritor quiere ser todos, lo sé. Y aunque a veces se puede, mejor no.
La expiación es aquí el acto de divinidad y humanidad más puro que hay. Quien no le pone nombre a sus culpas reales o inventadas, será uno más de los que caminan por la vida sin encontrarse jamás. Y se hacen, por ejemplo, críticos o académicos o periodistas. O tal vez no.
En el libro, se explota el testimonio real o ficticio de un hombre con muchos nombres para quien la geografía, o los tiempos, o el idioma, son accesorios que toma del anaquel de la creatividad y hace aquello para lo que han sido llamados muy pocos: escribir… bien.
Y ya que estamos en confianza, debo decir que: Antes leía porque no sabía bailar. Ahora leo para ser transformado. Para que algo se me mueva por dentro. Y esta vez, ha vuelto a pasar después de mucho. Me he conmovido con los personajes y en algunos actos reprobables, hasta les he dado la razón, hasta los he aplaudido, hasta los he ayudado, los he encubierto, hasta me he dicho por lo bajo, mientras leía: “Yo hubiera hecho lo mismo”.
Le agradezco a Guillermo por sacarme un poco del feis y por devolverme la fe en mi segunda patria espiritual: la narrativa. La buena.
Fuente: Ecdótica